El desafío ritual en tiempos de pandemia

David Ramos Castro

La pertinencia de los rituales

La crisis global provocada, entre los animales humanos, por un nuevo virus zoonótico perteneciente a la familia de los virus corona, ha producido hasta el momento una enorme cantidad de análisis de toda índole, algo que no debería sorprendernos si tenemos en cuenta la cantidad de implicaciones que presenta. En esta ocasión, quiero centrarme en una de ellas, la cual nos interesa especialmente a los antropólogos: el ritual. Sabemos que los seres humanos necesitan ritualizar sus experiencias con el fin de comunicar los dominios de la vida orgánica y de los órganos culturales. Nuestros nuevos conocimientos acerca de la ritualidad animal (por ejemplo, entre los primates), así como los estudios sobre plasticidad cerebral nos recuerdan este protagonismo del ritual en nuestra performatividad biocultural.

En un famoso pasaje de La Peste, de Albert Camus (un libro de indudable valor para aprender algo de estos días), el narrador declara que una “manera cómoda de conocer una ciudad consiste en ver cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”. La idea esencial de este fragmento apunta, precisamente, hacia la importancia de los rituales (en este caso: de trabajo, de amor y de muerte), pero también nos hace pensar sobre su transformación, y hasta su aniquilación, en las condiciones excepcionales de una epidemia.

A medida que los diversos Estados del mundo han decretado medidas excepcionales para afrontar la enfermedad, se han ido desarrollando algunas implicaciones rituales de gran interés para el antropólogo social. El repliegue de algunas liturgias cristianas e islámicas, por ejemplo, ilustra una parte de estas consecuencias. Así pues, muchos creyentes viven con incomodidad la digitalización del contacto y la imposibilidad, en el caso de los católicos, de asegurar una comunión plena por medios telemáticos. Pero al mismo tiempo que se han confinado estos grandes espacios rituales, han ido apareciendo nuevos comportamientos con una tendencia al ritualismo (esto es: a una forma degradada de comportamiento ritual), sobre todo, en virtud de su realización rutinaria. Los cantos y los aplausos que se realizan, cada día, desde muchos balcones del planeta para felicitar a los trabajadores de los hospitales, pertenecen a este grupo de acciones. Sin embargo, esas muestras de reconocimiento han comenzado a crear polémica entre el propio personal sanitario en países como Francia o España, pues los trabajadores temen que, bajo el fervor de los aplausos y las retóricas del heroísmo, se omita la precariedad securitaria con la que están trabajando y se olvide la responsabilidad que tienen los gobiernos en el suministro de pertrechos hospitalarios que ayuden a reducir los riesgos de contagio. Este desencuentro traduce la tensión interna que experimenta toda estructura ritual, en la cual se produce simultáneamente una elaboración intelectual y una expresión emotiva.

La coloratura emocional también está presente en otros comportamientos que hemos ido observando en estos meses, aunque con una gama cromática distinta. Así, mientras que en los aplausos se manifiesta una cierta idea de donación y de gratitud (impera pues la lógica del don y de la pertenencia común), en otros comportamientos, que también se han hecho más o menos reiterados, el acento ha recaído sobre la exclusión y el miedo; es decir: sobre el contra-don y la ingratitud. En una entrevista al antropólogo David Le Breton, publicada recientemente por el-artefacto[i], este se refería a las conductas de alejamiento que había observado en algunas personas, así como a las actitudes que se tomaban en muchas colas de espera a la entrada de los lugares de abastecimiento. Sus observaciones coinciden con las que yo mismo he realizado en mi entorno. La repetición de esas acciones, ligadas como están a una serie de significados y valores culturales que las animan, toman inevitablemente una forma que recuerda al ritual (en la línea de los rituales de interacción estudiados por el sociólogo Randall Collins[ii]), pero que, a mi juicio, no trascienden el ritualismo[iii]. Lo mismo ocurre con el control y la delación que, diariamente y en varios países, han promovido algunas personas desde sus balcones. Desde allí han denunciado a todo transeúnte ocasional, con el pretexto de estar defendiendo la responsabilidad ciudadana y el bienestar de todos. Aunque, a primera vista, ambas clases de comportamiento (los aplausos y la delación) responden a lógicas y emociones distintas, cabe la posibilidad de que formen parte de una dinámica común, ejercitada bajo la lógica impuesta por la distancia securitaria. El confinamiento estaría, pues, articulándose en torno a una elaboración mítica (por ejemplo, la alusión a la guerra y al combate con un poderoso “enemigo” para justificar la reclusión) que, en términos del estructuralismo clásico, nos permitiría asimilar la paradoja de homenajear al que se encuentra lejos y, al mismo tiempo, denunciarlo si se acerca demasiado (en la teoría del antropólogo Gregory Bateson, podríamos hablar ajustadamente de un “doble vínculo”[iv]). Desde esta interpretación, el confinamiento puede postularse como el marco de una lógica general para pensar el devenir de los rituales en estos momentos. Con todo, no debemos olvidar los ingredientes emocionales, pues en toda expresión ritual caben hallazgos que difícilmente puedan ser domesticados por un simple algoritmo de la razón[v].

Individualismo y confinamiento

La faceta emocional de los nuevos ritualismos que observamos en este periodo de reclusión responde a la primacía del individualismo, ya que acentúa los rasgos de la colmena social, pero desde una relación con el otro que se despliega a distancia y que se ajusta al cuerpo del individuo separado y aislado en su celda doméstica. Este individualismo, que es el de la modernidad occidental y el de la mundialización capitalista (que incluye los procesos históricos de países como China) acepta la pérdida de libertades y la búsqueda paralela de nuevos lazos sociales por medio de la virtualidad del contacto. Apoyándose en esa distopía lograda de un individualismo perfecto que destruya la tactilidad, el neoliberalismo lograría deshacerse de la conflictiva política de lo humano y centrarse tan solo en la gestión de sus simulacros. El keep in touch (nos mantenemos en contacto) de la expresión inglesa quedaría reducido al #keepintouch de su traducción virtual, subordinando de esta forma la riqueza de lo simbólico a la miseria de lo sígnico.  

En el fundamento de esta nueva condición del individualismo sigue presente el peso que arrastra consigo la tradición liberal de la economía y la tensión heredada que nos ha dejado, al imponernos el dogma de un individuo minimalista, de naturaleza exclusivamente económica y cuyas acciones desembocan irremediablemente en un mercado equilibrado por medio del “natural” choque entre las ambiciones humanas. Sin embargo, nadie ha encontrado jamás en ninguna parte a esa metafísica humanidad calculadora, ni a ese mercado equilibrado a base del egoísmo compartido. Tal cosa solo se ha podido rastrear en la cabeza de algunos ideólogos del mercado, en algunos departamentos universitarios y en el comportamiento inmoral de algunos agentes de bolsa. Depositar, por lo tanto, toda nuestra fe en una racionalidad mercantil que espera producir el bien a partir del mal y el valor justo a partir de una mano providencial e invisible es una manera de hacer pasar la esperanza por razón y la razón por milagro. Un puro teatro detrás del cual, entre ideas, maquillajes y acciones, es el ritual el que sale a escena.

La liminalidad del cuerpo y la enfermedad de la muerte

Las implicaciones socioculturales de la pandemia actual incluyen un malestar ritual que es, al mismo tiempo, crítico e inédito. La dimensión crítica proviene del bloqueo de rituales esenciales (como los mortuorios) que las políticas gubernamentales han ejecutado como una parte más del indispensable protocolo de aislamiento y de seguridad sanitaria. Por otro lado, la dimensión inédita surge de un estado de transición (liminalidad en el vocabulario de los ritos de paso) que no sabemos hacia dónde nos lleva. La apropiación del cuerpo de los difuntos por parte de muchos Estados, así como la prohibición de verlos, tocarlos y honrarlos bajo las prescripciones de los rituales tradicionales, ha causado un gran malestar social y psicológico entre la población, sin que el empleo de esa violencia estatal se haya visto acompañado por las explicaciones gubernamentales requeridas. ¿Cuál es el peligro de los muertos? ¿Los humores y secreciones de sus cuerpos? ¿El riesgo de los funerales y entierros multitudinarios? Pero en cualesquiera de esos casos: ¿por qué no hubiesen bastado las mismas medidas de seguridad adoptadas para el contacto con los cuerpos vivos y por qué no se prohibieron las aglomeraciones funerarias en vez de impedir que los pequeños núcleos familiares acompañasen a sus difuntos y los despidiesen “saludablemente”? La ausencia de respuestas a estas y otras preguntas sólo enfatiza la violencia de unos Estados que paulatinamente se han ido convirtiendo en tecnocracias y que, en este caso, han aceptado transformar a los muertos en cadáveres y gestionar lo humano como mera estadística. Se puede intentar justificar esto de muchas formas, pero es indudable que de una actitud semejante, exclusivamente técnica, no puede surgir nunca una sabiduría política, como tampoco de un protocolo securitario puede nacer un verdadero ritual.

La racionalidad técnica y el ritual no deberían confundirse, pues, a pesar de que el ritual busca limitar el poder de las emociones descontroladas, su ejecución entraña elementos expresivos que no pueden reducirse a la estrechez de las racionalizaciones practicadas por las sociedades tecnológicas. Por más que la ciencia entrañe ritualidades internas (que las tiene) su empeño en no reconocerlas hace que estas adquieran una forma particularmente pobre en expresividad. Cuando la política acepta ese engaño, los significados culturales se empobrecen y las sociedades se quedan velando el fantasma de sus muertos, en medio de un bloqueo ritual traumático, y acompañadas sólo por vanos ritualismos sin densidad semántica. 

Coda

La situación que estamos viviendo es evidentemente excepcional. Esa excepcionalidad justifica que los Estados hayan tomado medidas especialmente drásticas. No obstante, esto no debe impedir que las sociedades democráticas formulen preguntas esenciales a los gobiernos que las representan. Existe, pues, una cuestión que queda en el aire: ¿cuáles son los horizontes culturales en los que se apoyan los Estados para legitimar sus medidas de liminalidad y por qué no proporcionan explicaciones completas de lo que hacen, de quiénes lo hacen y con qué motivos? No parece ahora mismo que muchos Estados pretendan compartir sus pesquisas con la sociedad civil y mucho menos que sepan cómo persuadirla sobre la conveniencia del rumbo tomado. Por su parte, la propia sociedad civil declina su responsabilidad y, en lugar de cultivar su criterio, se deja embaucar por una imparable riada de rumores que amenazan con ahogarla, pero que son consustanciales a las sociedades “documediales”[vi] en que vivimos. Aprovechando esa trágica renuncia, la lógica de una nueva política de celebrities e influencers (que gobierna hoy en connivencia con los grandes grupos de la comunicación y otros importantes capitales globales) toma el camino de un control biopolítico y necropolítico (según el concepto del pensador africano Achille Mbembe), sin prestar atención a las contradicciones naturales, sociales y culturales del delirio capitalista que padecemos y que están en la raíz del drama social planetario de esta pandemia.  

Necesitamos nuevos modos de vida cuyos vínculos con la naturaleza y la animalidad sean completamente reinterpretados. Ninguno de ellos puede seguir agudizando la sangría del planeta, ni incentivando el fraude financiero o la producción de consumos parasitarios. Necesitamos, además, expresar nuestros conflictos de una forma enriquecida, buscando el sentido tanto para nuestra euforia como para nuestro dolor, más allá de ritualismos ocasionales y de normativas técnicas impuestas por la fragilidad moral de los gobiernos. Necesitamos, en suma, recuperar toda la fuerza de nuestra dimensión ritual con el fin de reunir las contradicciones sociales que nos atraviesan bajo dispositivos que sean, a la vez, unidades de expresión, de acción y de sentido. Insisto, con ello, en que los rituales no deben ser tomados como pasos metódicos de lo técnico, sino como momentos dramáticos de lo político.  

Los ritualismos que vemos crecer en medio de la pandemia no logran responder a esa triple cualidad de los dispositivos rituales, pues si bien actúan y expresan, no ofrecen un sentido favorable al vínculo social entre los animales humanos. Cabe preguntarse si son formas transitorias o si, por el contario, pretenden anunciar el acomodamiento social a una excepcionalidad que se encargará de promover el alejamiento mientras garantiza la productividad y la inercia consumista. La defensa del teletrabajo, con toda la pérdida de rituales laborales inscritos en la actividad presencial, es un síntoma que apunta en esta dirección. Ahora bien, es difícil que los rituales puedan ayudarnos socialmente si lo que se extiende es el aislamiento y la ausencia, pues el bloqueo de los rituales ligados al tacto asfixiaría la respiración de lo común. En condiciones semejantes, cabe esperar que sólo proliferen nuevos ritualismos del individuo, hipertecnológicos e infinitamente pobres en significados. Por primera vez en la historia seríamos participantes de una liminalidad planetaria y perpetua, quieta como el motor inmóvil de Aristóteles, vacía como el hombre calculador del liberalismo, que vive por completo ajeno al tiempo, a la nostalgia del otro, a su sueño, a su caricia.  


[i] David, L y Ramos Castro, D. (2020, 30 de octubre). Recuperar el sabor del mundo. Entrevista con David Le Breton [en línea]. El artefacto. Recuperado el 5 de mayo de 2020 de https://elartefacto.net/recuperar-el-sabor-del-mundo/

[ii] Las secuencias rituales señaladas por Randall Collins incluyen cadenas de actos que comienzan produciéndose, espontáneamente, en momentos de crisis (como sucedió el 11 de septiembre en Nueva York). Eso las hace especialmente útiles para el caso de una pandemia. No obstante, he querido diferenciar estos comportamientos más o menos efímeros de los ciclos rituales más consolidados en el tiempo.

[iii] He tomado esta diferencia entre ritual y ritualismo de Arthur Maurice Hocart, un antiguo, pero estimulante antropólogo. Véase:  Hocart, M.A. (1985). Mito, ritual y costumbre. Ensayos heterodoxos. Madrid: Siglo XXI.

[iv] La noción de “doble vínculo” (double bind) implica una situación informativa en la que coinciden dos mensajes que se contradicen, provocando así una especie de disociación en el receptor. Bateson la utilizó para dar una original interpretación de la esquizofrenia. 

[v] Señalo de esta forma los límites de la visión estructuralista, pues si nos centramos exclusivamente en la lógica subyacente a los relatos, perdemos indudablemente la posibilidad de captar las singularidades expresivas de su injerto en la vida social.    

[vi] La “documedialidad” es un concepto elaborado por el filósofo italiano Maurizio Ferraris. Considera la mediatización provocada por las redes sociales como un nuevo fundamento que altera de raíz todas nuestras manifestaciones socioculturales. Véase: Ferraris, M (2019). Posverdad y otros enigmas. Madrid: Alianza.

Las opiniones expresadas en esta colaboración son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el-artefacto.

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