El origen del té o Los párpados de Damo

Livier Fernández Topete

Imaginemos a una figura masculina y barbada de ropaje carmesí, hagamos contacto con un hombre de hace unos 1500 años.

Él es un monje indio procedente del Imperio kushán, el vigésimo octavo patriarca del budismo, el legendario y fundador de la forma de budismo Zen, conocido como el Maestro legítimo de las Artes Marciales.​ Damo (Bodhidharma) llega a China bajo el reino del emperador Wu de Liang (502-549 d.C) y tras un largo viaje se instala muy cerca del Templo Shaolin.

Damo se propone meditar un lapso de tiempo indefinido, durante nueve años logra hacerlo frente a la pared de una cueva.

Ahí está, somos testigos de una de sus largas meditaciones: pestañea una vez y otra, vuelve a pestañear, se queda dormido. Despierta, enfurece consigo mismo, la rabia alcanza tal profundidad y arrebato que se corta los párpados para obligarse la vigilia, los lanza fuera de la madriguera. Dos pedazos de piel, dos lunas crecientes caen al suelo como si aparecieran en el cielo, un firmamento que más bien es firme terroso para que se descompongan entre sus grietas, para que se transformen en otra cosa cuando el sol y la lluvia:

la planta del té se asoma, paciente espera al espíritu curioso que la mire, la lleve a nadar en agua caliente para el espectáculo de la liberación de sus aceites esenciales; paciente espera por su nombre.


Representación japonesa de Bodhidharma, por Yoshitoshi

Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el-artefacto.

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