Eunice Odio: La dama de bronce

Eunice Odio

Aprisionada por la espuma

I
Aprisionada en cárceles de espuma,
en la medida de tu cuerpo,
no veo pasar la noche,
sólo veo el día
que entra por tus axilas transparentes
y te desnuda.

Veo, amor mío,
el lecho donde estamos
y compartimos
las dádivas,
los cielos…
Todo lo que nos negó y afirmó como lo que somos:
mil años de alegría corporal
y materia sin sombra
y palabras
que se dicen diurnamente porque vienen del aire
y hay que oírlas y decirlas
a través de los árboles
y en lo que no se escribe porque aún no se inventa su
nombre;
porque su júbilo
todavía no ha sido descubierto
y las flores de su alrededor
aún no son cosas del viento
(aún no han ido a un invierno ni regresado a la primavera).

II

Voy a tu cuerpo igual que ir a los ríos,
igual que van los ríos a los pájaros
y ellos al espacio desatado y florido.

Vengo de ti a la era
donde todo es de todos:
los que llegan, los que se han ido,
los que aún no han venido,
los que no volverán…

Porque eso es tu cuerpo:
un adentro, un afuera compartido
por mí y por el viento,
por el mar y los seres que lo guardan;
por el color y las embestidas del otoño,
y las andanzas del verano
¡que viste cosas silvestres
y es custodio de las abejas
y funde las hierbas en un crisol matutino,
en una prolongación de azucenas.



La dama de bronce

(fragmento)

La Dama de Bronce
tenía el cuerpo

afilado y hambriento;
tenía desnuda la mirada.

¡Cúbrela, Dama de Bronce!
¡Guárdala!

Su garganta caía lentamente hacia el Hudson

¿Adónde vas, Dama de Bronce,
veloz tu cielo azul, lento el cayado?

¿Qué aguja cristalina te atraviesa y despierta
los párpados, los astros?

En la ruta,
la penetrante ruta donde un rayo
se asomaba a los días terrenales,

la Gran Dama de Bronce,

la querida del tiempo matutino,

la fulgurante amada despredida
de frescas arpas y nublados lechos,

llamó a una puerta
que ella creyó temprana,

puerta de entrada a transparentes horas.

Y fue la puerta de la noche abierta,
la sombra en carne viva por el alba.

Estaba hecha de agrietada espuma,
del escombro de un ojo,
de solitaria sien y putrefacta altura.

Aquella puerta era un tapiz agónico

en donde cada cuerpo confundía su aliento
con la garganta próxima.

¡Dama de Bronce!,

Sierva de la mañana!

¡Da un paso interno,
toca con las entrañas
la rosa de los vientos!

¿No habrá, en estas líneas,
la longitud de una pupila sola?

¿No habrá un eco, un indicio
que me esconda?

Y de pronto pasó
(más bien volvió del fuego)

una sagrada estirpe solitaria.

Era un hombre escoltado por el fuego
y vestido como viste el espacio.

De su cintura y de su alegría
partía el ciervo claro.

Tenía la lengua en la mirada pura
y un río
(una copa de guirnaldas oscuras).

El hombre vio los pechos,

los ojos

de la Dama de Bronce

y ella

-bandera de oro ebio,
victoriosa soledad de la tarde-

dio un paso interno
(su paso era una rosa caminante,
una flor calcinada),

marchó sobre agua viva,
sobre el río que volverá mañana.

Nueva York, 1961


Yolanda Eunice Odio Infante (1919-1974), poeta costarricense. Algunas de sus obras son: Los elementos terrestres, El tránsito de fuego y  El rastro de la mariposa.

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