Humanismo frente a la crisis

David Ramos Castro

¿Para qué sirven las humanidades? No sabría recordar la cantidad de veces que alguien me ha formulado esta pobre pregunta. La mayoría de las veces ocurrió en mi período universitario, mientras me educaba como licenciado en humanidades y antes de seguir estudiando y formándome como antropólogo social. Por ese entonces, la pregunta resultaba odiosa, pues detrás de ella se intentaba indicar que las humanidades no servían para nada y que quienes cursábamos aquellos estudios éramos unos parásitos del presente y unos desechos del porvenir. Con el tiempo, la pregunta siguió siendo molesta, pero fue volviéndose cada vez menos frecuente o quizá, sencillamente, me fue importando cada vez menos la estupidez inequívoca de quienes me la formulaban.

En medio de la crisis que vive ahora el planeta a consecuencia de la pandemia de Coronavirus -y que ha borrado de las agendas políticas e informativas globales, y de un solo golpe, cualquier otro grito de dolor- ha vuelto a mi memoria aquella cuestión, pues, en estos días de cuarentena, donde tanta gente muestra su terror a la interioridad y a quedarse encerrada y a solas consigo misma, se demuestra el valor de la imaginación y, por el contrario, la miseria de algunos de nuestros conceptos más tópicos -como el de identidad-, la indigencia de nuestras supuestas certezas y la fragilidad radical de nuestras fuerzas. Un vistazo general a ciertas redes sociales -verdaderos hervideros donde el virus del pánico salta por encima del biológico- permite comprobar, en primer lugar, toda esa desbordante creatividad social y, en segundo término, cómo toda ella se pierde por una alcantarilla de entretenimiento irreflexivo. La gente canta, baila, escribe, comparte frases o aplaude desde sus balcones; sin embargo, a través de ese deseo de supervivencia secundaria que consiste en lograr superar, entretenidamente, su confinamiento, se desentiende por completo del problema mayor que plantea nuestra supervivencia como humanidad y como especie animal. Carecemos de interés global por reelaborar una visión del mundo y esa es una enfermedad que lleva entre nosotros mucho más tiempo que este desconocido virus denominado Covid-19.   

Frente a la oleada de aplausos que ha recorrido España estos últimos días con el fin de reconocer la labor de los trabajadores sanitarios, un amigo poeta, al que llamo “hermano”, me decía, al teléfono, lo siguiente: “a mí nunca nadie me aplaudió por pasarme horas corrigiendo diccionarios”. Me confesó que su hija lo miraba, atónita, sin aceptar que comparase el sacrificio de un corrector de diccionarios con el de médicos y enfermeras que luchaban, a brazo partido, contra los riesgos mortales de una pandemia. Mi amigo prosiguió: “todos se lamentan cuando muere un viejo como yo, pero ni se inmutan cuando la que muere es la cultura”. Mi “hermano poético” no salió a aplaudir a ningún balcón, pues no transigía con las razones para aquellos aplausos. Él también había sacrificado la vista, las ilusiones y se había jugado la vida al entregarse enteramente al idioma y a una extraordinaria existencia de verdadero poeta. “La gente confunde la realidad con la vida”, apostilló. Su hija, sin embargo, tampoco supo aplaudir al padre, pues, tal vez, no supo ver en él todo el injustificado olvido que tortura a los grandes seres que la historia no reclama, heridos por muchas y muy variadas humillaciones sociales que incluyen una mísera pensión, un sentimiento de destierro permanente entre los demás y hasta una imbécil pregunta, con alarde ignorante, como esta: “pero ¿para qué sirve un corrector? ¿Eso no lo hace el Word?”     

Hace pocos días, varios periódicos publicaron la noticia de que la novela La Peste, escrita por Albert Camus en 1947, había aumentado sus ventas en Francia e Italia, a causa de la pandemia. Ese auge comercial quedaba, no obstante, limitado a menos de 2000 ejemplares, cifra que ilustra bien el abismo cultural en que nos encontramos, pues supone un número ridículo en comparación con toda la información dispersa y fútil que somos capaces de consumir, en pocas horas, por medio de Internet y a través de la fosa común de las redes sociales. Los periódicos no incidían, tampoco, en los paralelismos entre la historia de Camus, ambientada en un brote de peste en Orán, y la pandemia global que padecemos actualmente, como tampoco en las ideas generales de fondo que subyacen a la obra, sobre todo esa que tanto obsesionó al escritor franco-argelino y que yo expresaría de la siguiente manera: el imperio descarnado de una idea de humanidad, racionalista y abstracta, frente al poder carnal del amor íntimo que acerca y acopla, singular e inmediatmente, a sus criaturas.

Pero de lo que carecemos hoy no es solamente de un escenario ficticio que pueda asemejarse a la inquietante realidad que nos aísla ahora mismo de los demás, sino del clima que logró avivar conciencias como la de Albert Camus, entre otras muchas, después de la Segunda Guerra Mundial. En la actualidad, nos sobran datos específicos, pero nos privan de interpretaciones del mundo en su conjunto que puedan ayudarnos a idear planes de fuga, en medio de las nuevas formas de la guerra y de la terrible recesión económica que se avecina. Nos sobran informaciones, pero nos faltan planteamientos generales que vuelvan a hablar de justicia, ideales y esperanza. Nos faltan propuestas para habitar la tierra con sólidos principios que aspiren, decididamente, al bien.

El rebrote de un existencialismo renovado que, a través de una reflexión comprometida, pudiese hacer frente a las transformaciones tecnológica, financiera y armamentística -incluida la amenaza biológica- que han ido reduciendo nuestros mundos a este estado de alarma que vemos ahora extenderse planetariamente, sería el deseable correlato de una primavera que, contra toda adversidad, sigue su inmutable camino para llegar, puntualmente, a su cita con el mes de marzo. Un contexto en el que se ha tornado argumentable -no sólo imaginable- pensar en el sacrificio de multitud de vidas ejecutado por algunas potencias, en función de sus planes de dominación -como sucede al reflexionar sobre el papel de EEUU en el 11 de Septiembre o del propio país norteamericano y de China en el brote inicial de Coronavirus- desde luego que es un contexto donde el absurdo ha vuelto a irrumpir con fuerza y a desafiar nuestras luchas venideras por la libertad y en pos de una vida que no se vea violentada por la más inmoral de las realidades.

De camino hacia ese nuevo orden de inmoralidad, la situación se organiza hoy prescribiendo la clausura forzada, la parálisis de los ánimos y la implosión de los individuos. El pánico social autoriza el cierre de todas las fronteras y pretende hacer digerible que la “salvación” de los ciudadanos, ante su propia irresponsabilidad moral, solo pueda garantizarse, matemáticamente, por la represión del Estado, como si las formas puras y bellas de la geometría pudiesen nacer de la violenta impureza trazada por la parábola de las balas. Al mismo tiempo, se encomienda a los individuos aislados un interminable trabajo imaginario en busca de distracciones a distancia y de fórmulas, tan creativas como inofensivas, contra el ensimismamiento y en favor siempre del orden social. Ahora vemos las temibles consecuencias de una deformación educativa que, globalmente, ha ido fabricando una sociedad civil incapaz de conducirse con autonomía y grandeza y a la que ahora se le quiere mostrar que no merecía la libertad que se le brindó. Además, en el centro de la pandemia pasean los “expertos”. Pronto entrarán los economistas de plató, amaestrados, como manda el guión, en espectaculares discusiones sobre la providencia de los mercados o sobre la necesaria propagación de la miseria. Pero ¿quién es capaz de denunciar, con otro tono, el escándalo que supone esta libertad escamoteada y esta ausencia de rumbo para el mundo que viene?

Necesitamos hoy, como en la época en que Camus o Sartre trabaron amistad y después se enemistaron, un nuevo humanismo que resurja para formular esa denuncia y combatir la reaparición del absurdo que nos asedia. Necesitamos filósofos, antropólogos, periodistas de vieja escuela, sociólogos, escritores, poetas, correctores de diccionarios o simples ciudadanos anónimos que, sin condecoraciones, pero con sensibilidad, cultura y criterio, puedan orientar a la especie hacia los brotes floridos de una nueva primavera. Claro está que ese humanismo ya no podrá ser un calco del que un día fue, ni permanecer ajeno al problema actual de la animalidad, pues ya no será el humanismo de los humanos, sino el de los animales humanos, con todos los debates que este cambio entraña, entre ellos, el de la transmisión de virus zoonóticos a través de dietas carnívoras.    

 Y la pregunta inicial, ¿para qué sirven las humanidades?, reclamará alguien. Bueno, a quien siga empecinado en esta torpe cuestión, en medio del caos actual, lo insto a empezar a releer este texto, de principio a fin, y a repetirlo una y otra vez y cuantas veces sea necesario hasta que logre dar con la respuesta.

Las opiniones expresadas en esta colaboración son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el-artefacto.

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