Irene

Livier Fernández Topete

Escudriñé en la memoria, pero no encontré señales en las noches de pijamadas que me permitieran recordar su último deseo, me impactó su cuerpo llagado, solitario e inerte en aquel cuarto de servicio, cualquiera hubiera imaginado (incluida ella) que acabaría entre sábanas de seda y cama marmoleada; pero no, no encontramos sus ropas finas, entre prendas simples y baratas, una camisa de rayas rojas y azules, botones grandes y textura suave, se la pusimos, le cambiamos el pañal y vestimos la parte inferior con un pants negro, la peinamos y mi madre le limpió la cara, la cubrimos con sábanas blancas y le dijimos lo que nos nacía.

El primer día del año nuevo, ella dejó este mundo en el que no aprendió o no le enseñaron mucho del amor. Amó y fue amada con la estrechez y avaricia propia de una de las formas de lo humano, quizá la más común. Me entristece su última imagen, porque es espejo de lo que no dio y de lo que no le dimos, no siento culpa ni remordimiento, como quizá otros a su alrededor, sino enojo y mucha pena en sus dos acepciones: aflicción y vergüenza.

Niños ajenos (hijos de la mujer que la cuidaba) llorando en la primera puerta, una perrita y un gato le hacían compañía, una al pie de la puerta de la habitación y el otro entraba y salía del espacio marchito, fiel a la inquietud de los espectadores. Encendimos una vela, oramos por su alma. Tuvieron que pasar horas para que estuviera en el ataúd descansando, con o sin decoro. No hubo maquillaje ni tratamientos, sólo la crudeza de la piel envejecida, del cuerpo escuálido y una mandíbula dislocada que descubría la dentadura inferior como animal rabioso.

Aquello era un fresco de algún pintor grotesco. Si se miraba a detalle, se veía un rayo de luz que le caía en el pecho, la ingravidez que supone lo finado, el alivio bajo los párpados, el brillo de la nada.

Repetí en voz alta los santos óleos como si creyera, la bendije y le deseé buen viaje.

Busqué alguno de mis libros, no hallé versos ni palabras en papel para dejarle, sobre el cristal del cajón que la contenía, acosté una espiga rosada.

Pocas semanas antes de su partida, mi madre perdonó y pidió perdón a la abuela, mi estirpe está sanando su herida, beberemos cerveza, leeremos frases de María Félix y cantaremos La Martina, todo ahí, sobre el lienzo oscuro de su última escena, atravesadas por el minúsculo y casi imperceptible destello, cubriremos la hondura de esa úlcera en la raíz de su tronco con semillas que den flores, con levadura que dé cerveza, con palabras de La Doña que inviten a la risa, con notas musicales que canten rancheras.

Soledad y vejez, de Clara Escartín Gil

Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el-artefacto.

Imagen de portada: Fragmento de la pintura de Annette Nancarrow, por Sandor Klein.

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