Materia oscura: La caja

José Agustín Solórzano

Esta mirada al mar,
y la que él me echa, profunda, inacabable,
irán a parar a algún poema,
a estas pobres líneas donde no caben todas las olas.
Luis Rogelio Nogueras

¿Existiría el mundo sin la literatura? Ésa es la pregunta que nos plantea La caja, una extraordinaria novela de Tristan A. Serratos. La encontré por casualidad, como se hallan las lecturas que te encuentran.

Un sujeto la subió a un grupo de compra-venta de libros usados en Facebook, la ofertaba como una obra de culto de la que sólo se había publicado una edición. Más que las bondades críticas y estilísticas que el vendedor expresaba en la reseña que acompañaba las fotos de la novela, me llamó la atención que La caja era una obra en dos volúmenes; pero no se confundan, no dos tomos en el sentido usual (es decir, una obra separada en dos ejemplares para facilitar el manejo de la misma), La caja más bien podría considerarse, a simple vista, un libro objeto: un volumen estaba dentro del otro, sí, evidentemente como una caja. Luego de saber lo anterior no era sorprendente que la única edición de la novela constara nada más de cien ejemplares y que el costo de la obra fuera alto.

         Como curiosidad estaba bien. Simplemente descargué las fotos y dejé pasar la entrada del efusivo vendedor. Unas horas más tarde tenía un mensaje de mi amigo Héctor Alvarado, escritor regio y afable consumidor de ron. Me invitaba a su casa para hablar de su última adquisición: La caja. No pude evitar la carcajada al enterarme que habían timado a mi amigo; pero mejor no rechazar los tragos y reírme en su propia cara al llegar a la reunión donde me esperaba una botella de Matusalem y un ejemplar de la novela más extraña que hubiera visto antes.

         Lo primero que hicimos luego de las bromas y de servirnos sendas cubas fue googlear al autor. Una sola coincidencia. Se trataba de una entrevista sin firmar, las preguntas giraban alrededor de La caja. La transcribo íntegra:

         Tristan A. Serratos me chistea desde una esquina de la habitación. Volteo a mirarlo, no lo conozco, nunca lo había visto, pero estamos en la misma fiesta y supongo que se dirige a mí. Me acerco y Tristan, un hombre de aproximadamente treinta y cinco años, me invita a sentarme al lado suyo. Me pregunta sobre lo que tomo, luego me ofrece un trago de su botella de whisky, le digo que no, que gracias, y él simplemente saca de una mochila que mantiene al lado suyo, la misma donde guardaba la botella de licor, un extraño objeto que me ofrece. Es mi libro, dice, La caja.

         Ah, le digo. Pienso que es el típico loco que aprovecha lo que considera una buena oportunidad (y aquella no lo era: una fiesta donde escritores y artistas llegan a embriagarse y a fanfarronear para ver si consiguen dormir acompañados) para mostrar su GRAN OBRA, aquella que cambiara el mundo, según ellos.

         Quiero que me entrevistes me dice.

         —¿Estás muy pedo, compa? Diviértete, esto es una fiesta —. Lo palmeo en la espalda y me dispongo a alejarme.

         —Nada me gustaba más que ver a Lulú humedecer sus labios con saliva. Lo hacía cuando estaba nerviosa, cuando algo le daba miedo. Y así supe que yo le había dado miedo aquella vez que me vio, caminando hacia ella como una ola que se acerca a la playa seca.

         —Eso, eso que acabas de decir, ¿de dónde lo sacaste? —. Así iniciaba un cuento mío, totalmente inédito. Nadie, según yo, lo había leído hasta entonces.

         —Tomaré eso como una primera pregunta respecto a mi novela: La caja.

         —¿La caja?

         —Sí, así se llama mi novela. De la que estamos hablando en esta entrevista.

         —Y qué tiene que ver La caja con eso que acabas de decir. ¿Sabes que así empieza un cuento mío?

         —Tiene mucho que ver. Todo que ver. La caja es una novela donde puedes leerlo todo, pero sólo potencialmente. Es decir, es una novela sólo en tanto tiene la posibilidad de ser una novela, o de ser un larguísimo ensayo o un breve poema.

         —Estás loco.

         —Puedo estarlo. Déjame te cuento algo: El libro, cualquier libro. El objeto libro es sólo un soporte, un contenedor. Sin embargo los seres humanos no podemos asimilar un objeto como tal; como una presencia física con una utilidad determinada. Una silla, vamos, es una silla porque sirve para que nos sentemos, un desarmador, la rueda, un sacacorchos; vaya, lo que quieras. Podemos definir el objeto por su utilidad primaria. Pero para el hombre no basta, para el ser humano el objeto es una caja, una donde puede guardarse a sí mismo. Protegerse del vacío de significado del mundo. Así cualquier cosa significa, vivimos leyendo el mundo como un gran libro. Los objetos, para nosotros, no son simples útiles, sino muletas sobre las cuales avanzamos como seres simbólicos. El libro, como objeto vacuo –sin utilidad objetual– es el contenedor perfecto, puro significado. Ahora, el libro es sólo un soporte, el soporte de la escritura, pero la escritura se puede presentar de muchas maneras y en diversos contextos. Escribo ahora, mientras hablo contigo. Esto que te digo es un ensayo en mi cabeza y supongo que alguien más puede estar escribiendo exactamente estas mismas palabras en este momento, en un ordenador, a miles de kilómetros de aquí. Las palabras no son mías, el lenguaje no es mío. La literatura es el resultado más maravilloso del miedo primigenio a no poder comunicarnos. Escucha esta historia.

         Tristan R. Serratos abrió La caja y empezó a leer. Para ese entonces ya había caído en su trampa. Saqué de su mochila la botella de whisky y di varios tragos mientras lo escuchaba.

         «Era un hombre de las cavernas. El típico neandertal lleno de pelos que todavía caminaba algo encorvado. Estaba solo, en lo que parecía mi hogar, una cueva oscura, iluminada sólo intermitentemente por los relámpagos que caían en el exterior. Estaba aterrado.

         Se trataba de un terror que no podía identificar. No sabía si venía de afuera o de dentro mío. Era sobrenatural porque era totalmente primitivo. Uno teme a lo desconocido y para el primer hombre todo debió ser desconocido. No podía reconocer, ni hurgando en mis más profundas entrañas, que sentía temblar, qué era aquello que me ocasionaba acurrucarme en una orilla de la cueva cubriéndome la cara. Era como si al tapar mi rostro intentara desaparecer. Lo único que tenía era la conciencia de ser Yo. No sé si pueda explicarlo de la manera en que lo sentía. Sólo sabía que aquel hombre, que aquel animal aterrado mejor dicho, era yo, no sabía quién era o cómo me llamaba; no tenía conciencia de mi nombre pero sabía que era yo. Las largas greñas se me pegaban húmedas y enlodadas sobre la cara. Y yo, ese animal que no sabía por qué le aterraba tanto aquella tormenta.

         Pero también era otro, uno que veía la escena desde el exterior. Me desdoblaba para poder mirarme desde fuera, hecho un ovillo. Entonces podía distinguir el sonido de los relámpagos, el ruido estruendoso de las cortinas de agua cubriéndolo todo. Podía también reconocer sonidos: los alaridos de otros animales. El mugido de una bestia gigantesca que perecía bajo el diluvio. Tenía miedo y más miedo me dio imaginar lo qué haría al día siguiente si sobrevivía, no a la lluvia, sino al terror que me hacía revolcarme como un loco sobre el lodo de la cueva.

         ¿Me encontraría con mis semejantes? ¿Cómo iba a comunicarles mi espanto? ¿Cómo, sin la palabra, iba a poder echar fuera de mí toda esa tormenta que me destrozó por la noche? Me imaginé saliendo de mi caverna. Reconociendo el mundo –porque supongo que esos hombres día a día volvían a reconocer ese mundo que aún no tenía nombre-, caminaría sobre la yerba mojada y mis pies desnudos se llenarían de un lodo fresco que me haría sentir vivo sin saber qué es estar vivo.

         ¿Por qué estaba solo ahí, en esa caverna? ¿Por qué vivía solo? ¿Pero cómo iba a saberlo si al día siguiente, al encontrarme con esos otros neandertales sin lengua, iba a permanecer mudo, apenas mostrando mi cara desencajada, descompuesta todavía por la experiencia apocalíptica de la noche que acababa de irse?

         Mi verdadero terror era aquel. No poder comunicar y con ello transmitir, ahuyentar, exorcizar ese temor primitivo. Y entonces, cuando desperté: bañado en un sudor que olía a lluvia prehistórica, grité porque había olvidado nombrar el mundo.»

         —Ok —le dije —. Escribes bien, ¿ahora podemos volver a la fiesta?

         —Yo no lo escribí. Mi libro es una caja. Tú mismo podrías tomarlo y leer cualquier otra cosa. Lo que acabo de leerte es un fragmento de una novela inédita: La felicidad es un mal augurio, se llama. No conozco al autor, nunca lo había leído.

         —Es una especie de máquina. Así es como funciona, ¿no? Es un pastiche de fragmentos que te has robado. Así conseguiste el fragmento de mi cuento.

         —Es una máquina en cierto sentido, como cualquier libro lo es. Dame el whisky y llévate La caja a casa. Es tuya, te la regalo.

         Tomé “el libro” que me ofrecía y él me arrebató la botella. Salió sin despedirse de nadie y yo abrí aquella “máquina” sólo para darme cuenta que todas las páginas estaban en blanco.

La entrevista estaba colgada en un blog que no se actualizaba desde 2007. Ninguna información del autor. Héctor y yo estuvimos de acuerdo en suponer que la entrada había sido escrita por el mismo Tristan A. Serratos, quien por lo demás era prácticamente un desconocido. Nos harán volver a las bibliotecas, me dijo Héctor, soltando luego una carcajada que se entrelazó con un eructo y terminó en un salud y el inevitable choque de copas.

         El libro no tenía las hojas en blanco. Como ya lo he dicho es un artefacto extraño. El libro mayor tiene tres mil ciento cuarenta y un páginas de las que no puede sacarse nada en claro, podrían ser palabras inventadas o reacomodadas en un código secreto del que el autor no incluye manual de descifrado; el pequeño es apenas un breve cuadernillo que a mi entender es un ensayo que nos deja vislumbrar el objetivo conceptual de la obra de Serratos:

         «La literatura como término es también un desolado. Lo literario es lo ficticio, la sociedad es una ficción política; el mundo, un espacio simbólico. La creación artística es más que ocio y holgazanería, que también; un consenso sígnico del hombre con sus semejantes, una forma de comunicación indirecta para afuera y para adentro. El ser humano se comunica por medio del signo (sobre todo de la palabra) no sólo con los demás sino con él mismo.

         Para Hemingway el cuento es la punta del iceberg. Una gran imagen. Acerquémonos a la escena: un mar amplísimo, desolado: desierto. En medio, apenas perceptible: un iceberg, eso que alcanzamos a ver desde afuera es el cuento, la punta de todo aquello que se esconde por debajo. Ahora, espectadores curiosos, nos sumergimos, entramos al vasto mar y tratamos de percibir lo que hay debajo; con los ojos abiertos, calándonos la sal y lo ríspido del universo acuoso, apenas lo vemos: borroso: todo ese tímpano inmenso, pero minúsculo si lo comparamos con el océano en el que intenta, inútilmente, flotar. Ésa es la novela, el gran témpano que sostiene el relato: la parte sumergida en el mar, la que vemos borrosamente. Pero para lograr llegar a percibirla al menos, es necesario sumergirnos, ahondar en ese inmenso océano que contiene la novela y deja apenas asomarse al  relato: la poesía es ese desierto líquido[1].

         Hay ciertas novelas en las que lo que importa es descubrir el relato, ir caminando en círculos por una lectura semejante a un desierto, encontrándonos sólo con espejismos por medio de los cuales descubrimos la trama, vamos buscando a ese otro que nos habla desde las páginas.

         El texto de este tipo, por sí solo, es ya un desierto o si se quiere un reloj de arena que se voltea durante todo el relato. Una clepsidra, porque la arena fácilmente se convierte en agua salada que nos inunda y nos ahoga en una lectura cíclica y laberíntica, en la que al llegar al final, nos damos cuenta, no tiene salida.

El libro desierto es una metáfora, es un texto si bien uniforme, también inabarcable, no son novelas en el sentido estricto o institucional de la palabra; lo que vale aquí no es lo que se cuenta, sino el ejercicio deconstructivo de la forma en que se cuenta. El libro desierto se vuelve experimento, lo importante no es narrarnos algo, sino ir descubriendo en el transcurso de la trama cómo narrarlo. Este libro, por tanto, no tiene final, si lo tuviera sería como darle punto al experimento, y en el laboratorio de la literatura cuando algo acaba el experimento ha fallado.

[…]   

El desierto al igual que estos textos es inabarcable para la conciencia humana, los fragmentos de estos espejos rotos están distribuidos alrededor del universo intelectual. El libro desierto nos da cantidades inagotables de arena y nosotros nos quedamos sólo en la porción, en la ola que creemos mejor cimentada. El mar/desierto nos inunda y sacrifica, nos deja abandonados (¿cuarenta días y cuarenta noches?) en una desierta isla, eso sí, con el material indispensable para armar nuestra barca y regresar salvos y sanos al mundo de acá, al no-desierto.

         No hay mejor manera, creo yo, de describir el libro desierto que con un pasaje del Océano mar de Alessandro Baricco.

Arena hasta donde se pierde la vista, entre las últimas colinas y el mar […] Podría ser la perfección –imagen para ojos divinos-, un mundo que acaece y basta, el mudo existir de agua y tierra, obra acabada y exacta, verdad- pero una vez más es la redentora semilla del hombre la que atasca el mecanismo de ese paraíso, una bagatela la que basta por sí sola para suspender todo el enorme despliegue de inexorable verdad, una nadería, pero clavada en la arena, imperceptible desgarrón en la superficie de ese santo icono, minúscula excepción depositada sobre la perfección de la playa infinita. Viéndolo de lejos no sería más que un punto negro: en la nada, la nada de un hombre y de un caballete.

Es Plasson, el pintor, quien se encuentra en la playa con su caballete, una mujer se acerca y él

Sigue mirando fijamente el mar. Silencio. De vez en cuando moja el pincel en una taza de cobre y esboza sobre la tela unos cuantos trazos ligeros. Las cerdas del pincel dejan tras de sí la sombra de una palidísima oscuridad que el viento seca inmediatamente haciendo aflorar el blanco anterior. Agua. En la taza de cobre no hay más que agua. Y en la tela, nada. Nada que se pueda ver. […] Después acerca el pincel al rostro de la mujer […] Sobre los labios de la mujer queda la sombra de un sabor que la obliga a pensar “agua de mar, este hombre pinta el mar con el mar”, y es un pensamiento que produce escalofríos.

 Plasson está inmerso en su desierto, un desierto en el que él ha perturbado la calma, la perfección como lo llama el narrador. Sólo él, ahí, arrebatando algo del mar para rehacerlo sobre un blanco lienzo. También el escritor del libro desierto es Plasson, el pintor que pinta el mar con el mar, el escritor que dibuja el desierto con el desierto, es también un punto en la nada, un punto negro, un grano seco de arena que es todo el desierto entero.

[…]

El que se acerca al libro desierto es un Homo ludens, el jugador que ve la novela siempre como un juego (un juego a veces muy en serio), el juego de escribir con desierto el desierto y también, magistralmente, el juego de escribir que escribe, la magia de inventar un mundo que inventa un mundo, la gran meta ficción que es la palabra fragmentada en otras miles de palabras que hablan y hablan de la palabra. El verbo que se pierde en sus desiertos, un espejismo.

[…]

La obra literaria vista como un inabarcable desierto, sea de arena, de agua, de viento: se vuelve un ejemplo perfecto de la impotencia del artista al tratar de llenar el blanco de la perfección, pero también el blanco caótico, el eterno luminoso, donde el hombre, el escritor, el pintor, el creador, llega a sentarse junto con su sombra. »

Leímos, a trozos, las doscientas setenta y un páginas del ensayo. Salí de casa de Héctor bastante borracho, con la cabeza llena de dudas y con La caja bajo el brazo. “No voy a seguir con esa chingadera, bien decías: me vieron la cara de pendejo”, le sonreí a mi amigo y le dije que la próxima botella la pagaba yo, a cambio de que me pasara la estafeta de idiota. Subí al Uber y mientras avanzaba seguí ojeando aquella “máquina”.

         “¿Quieres contactar a Tristan A. Serratos?” Me respondía Google cada vez que tecleaba el nombre de aquel autor para hallar algo sobre él. Mientras llegaba a casa hurgué en varios perfiles de Facebook que guardaban semejanzas en el nombre. Nada. Le escribí un mensaje al sujeto que le había vendido La caja a Héctor, para mi sorpresa contestó antes de que, rendido, guardara el teléfono en el bolsillo de mi pantalón. Me dio un nombre y una dirección.

         Vamos a cambiar el destino, mi amigo le avisé al del Uber y le mostré en mi celular la nueva ubicación.

         Estaba muy borracho mientras subía las escaleras de aquel edificio a donde me había llevado mi curiosidad. Cargaba la novela de Tristan A. Serratos con mi brazo izquierdo mientras que con el derecho mantenía distancia entre mi rostro y cualquier cosa con la que pudiera golpearme. Estaba oscuro y ni siquiera podía ver el número de los departamentos. Me acerqué al único que dejaba escapar algo de luz por debajo de la puerta. Toqué intentando ver que la dirección fuera la correcta, sin conseguirlo.

         Me abrió un hombre joven. Sostenía un vaso de plástico y me miró sin sorpresa. Yo le mostré el libro y él me invitó a pasar con la mirada. El departamento estaba prácticamente vacío, nos sentamos en el suelo e inmediatamente mi anfitrión sacó, otro vaso desechable y lo llenó de un licor sin marca. Bebimos juntos. Frente a nosotros, una ventana rota, el cielo era profundamente oscuro. No podía ver ninguna estrella. Hacía frío.

         Adán tomó La caja y la examinó como si no la conociera.

         Lo acabo de vender hace unos días. Las cosas siempre regresan al mismo sitio. Creí que al fin me desharía de ella. Puag. Uno nunca acaba de morirse, ¿sabes?, uno no está y entonces suponen que se ha muerto. Pero no siempre es así. El loop de la literatura es más veloz que el de la vida.

         La luz bajo la puerta que me guio hasta aquí era imperceptible desde dentro del departamento. Acá estábamos a oscuras, con el aliento gélido de aquella ventana agrietada dándonos en la cara. Valparaíso continuó hablándome, tal cual lo había imaginado:

         Tristan, ¿puedo llamarte así? No tengas miedo, mañana la tormenta habrá terminado y podrás salir de la cueva —. Adán colocó La caja sobre el suelo y la miró . La caja, qué nombre curioso para un libro, ¿por qué no La puerta?

La abrió.

Foto: Andrea González

[1] Esta teoría la escuché primero de Adán Valparaíso, quien más que un literato era un “teorizador”. Le gustaba beber por eso, decía que era entonces cuando la lucidez se instalaba en la sala de su mente. Ahí, con trago en mano, hablaba y formulaba hipótesis que más que acertadas eran bellas. Era su forma de entender la realidad: la belleza.

            Luego de que le di a leer este ensayo, estuvo en silencio el tiempo suficiente para tomar un Vodka con jugo. Lo primero que dijo fue:

—Puag, odio el puto Vodka  —luego lamió su muñeca como para quitarse el mal sabor del trago con el sudor—. Por otro lado, tu asunto con el Libro desierto me parece interesante, uno puede pensar el libro como se le dé la gana. El libro es eso: un puto objeto que se piensa; nada más. Es tal vez el único objeto que hace honor a la teoría de Berkeley: no existe lo que no hemos pensado. Yo diría: lo que no hemos imaginado.

Valparaíso murió muy joven. O mejor dicho: desapareció. Lo que la gente piensa cuando alguien se va es que muere. Si no lo veo no está y si no está no existe. Adán no estaba cuando llegaron las visitas de los viernes. Hay varias teorías, dicen que ese mismo día una de las visitas, el borracho más impertinente, rompió una de las ventanas del departamento para poder entrar. Bebieron hasta el amanecer, sin Adán, y luego abandonaron el lugar dejando un desastre. También se dice que no, que la ventana la rompieron unos vagos, una semana después, cuando era evidente que nadie habitaba aquel sitio. Se llevaron las pocas cosas de valor y cuando el casero por fin, impulsado por los chismes de los vecinos, acudió al departamento, sólo encontró el clóset con un puñado de ropa vieja desperdigada, y algunos papeles.

Nadie sabe si Adán tenía o no familia. En la ciudad cosechó una decena de amigos y media centena de conocidos: todos artistas o fanfarrones. Algunos dicen haberlo visto unos días antes de su desaparición, hay quien presume tener sus inéditos en USB y también los hay quienes ya han comenzado a publicar textos firmados con su nombre.

—Imagina un libro que fuera como un agujero negro. ¿Sabes qué es un agujero negro? Es una estrella que implosionó y redujo su tamaño hasta hacerse densísima. Como si la masa toda del Everest estuviera contenida en una canica. ¡Sólo para que puedas imaginarlo! Porque estas son cosas que uno no puede imaginar así como así. Pero juguemos, ¿vale?, a imaginar. Una novela, pongamos, que fuera primero un gran volumen, un enorme mamotreto como la montaña ésta, pero que mientras la leyéramos fuera implosionando hasta que ¡bum!, concentrara todo su discurso en una sola página, o mejor: una sola oración con la densidad suficiente para modificar el tiempo y el espacio, una frase que pudiera comerse incluso la luz.

Ese era el tipo de cosas que decía Adán Valparaíso cuando bebía, porque cuando estaba sobrio, y fuimos pocos quienes realmente lo vimos sobrio, permanecía callado y a cualquier intento de hacerle conversación respondía con un gruñido, una seña indescifrable de sus dedos y adiós, se iba, como siempre, a buscar una teoría bella que hiciera funcionar el mundo.


José Agustín Solórzano (1987).

Autor de los libros de poesía Dos versiones del libro que no escribí (Abismos, 2017), Ni las flores del mal ni las flores del bien (Premio de Poesía Carlos Eduardo Turón; Secum, 2015), Monomanía del autómata (FETA, 2014), Alguien ha salido a buscarme (Diablura, 2012) y Versos, moscas y poetas (Premio Michoacán Ópera Prima; Secum, 2009). También es autor de Cuaderno de ensayo (Premio de Ensayo María Zambrano; Secum, 2017) y de las novelas Ciudad en blanco (Secum, 2019) y Rompecabezas (FOEM, 2015). En 2019 obtuvo una mención honorífica en el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez, en 2017 fue ganador de los Juegos Florales Nacionales de Lagos de Moreno y de la Condecoración al Mérito Juvenil de Morelia. En 2015 obtuvo el Premio Regional de Literatura para Niñas y Niños del Instituto de Cultura de Guanajuato.

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