La “nueva normalidad”, el desierto y lo inerte

“Crece el desierto; ¡ay de quien alberga desiertos!”
Friedrich Nietzsche

David Ramos Castro

La discusión que intenta determinar si los virus son microorganismos vivos o no, apoyándose en argumentos como el de que carecen de autonomía reproductiva, resulta tan apasionante como reveladora de nuestra dependencia del lenguaje y de los límites que este establece a la hora de organizar y dotar de sentido el terreno de lo existente. Así como un virus necesita internamente de una célula que colonizar para continuar proliferando, externamente solo adquiere un sentido humanizado cuando se convierte en un problema integral de nuestros significados colectivos. El virus implica cuestiones clasificatorias acerca de lo vivo y lo no-vivo, pero también reflexiones acerca de sus consecuencias políticas en la vida conscientemente lingüística que nos caracteriza como seres humanos. Ocurre con él lo mismo que con los sentidos, los cuales no se reducen tampoco a la fisiología de la percepción, sino que permiten que esta se derrame en su expresión mundana, en su fenomenología, colmando el habitar humano con mucho más de lo que muestran los microscopios al metódico observador de los laboratorios.

Se puede decir, por lo tanto, que un virus es también, en cierta medida, un sensible asunto de lenguaje, sin incurrir por ello en la insufrible “verborragia” de los últimos y erráticos discursos postestructuralistas. Lo único que destaco con esta tesis es que el lenguaje resulta tan esencial para nosotros, como especie, que ningún conocimiento técnico, ni siquiera el biológico, se torna plenamente significativo si no es fusionándose con el saber práctico-lingüístico que convierte lo específico en una parte de lo común. De ahí que un virus sea más que una simple porción de material genético vagando a la deriva, en busca de una célula; también es un acontecimiento cultural en busca de palabras para comprenderlo.

V de Venganza, personaje Adam Sutler

En una escena de la película de ficción, V de Venganza, basada en la novela gráfica homónima, uno de sus personajes, al rememorar la llegada al poder del partido totalitario del líder, Adam Sutler, expresaba el valor fundamental del lenguaje con estas palabras: “recuerdo cómo el sentido de las palabras empezó a cambiar”. Así pues, cada intento de dominación entre seres humanos viene cargado con su propio diccionario y su propio índice inquisitorial. Cada reforma o revolución trae consigo un repertorio de palabras que se permiten y otro de palabras que se proscriben. Estos nuevos tiempos de tormenta y temor no son una excepción al respecto y arrastran en su seno frases que delatan el desangelado cariz de nuestra época. La propagación planetaria de la expresión “nueva normalidad” es un perfecto ejemplo de ello; que, además, confirma cómo los significados culturales han sido excluidos de la discusión pública y del papel civil en la toma de decisiones, lo que supone un flagrante ataque contra el sentido más noble de la democracia; pero, a su vez, muestra cómo dicha normalidad busca imponernos un mundo de sentido, sin sentidos, o con algunos de estos profundamente erosionados. 

Los cambios radicales en las prácticas y rituales de la educación, asociados a esta “nueva normalidad”, tienen mucho que ver con este espacio de sensorialidad desgastada. La exclusión del tacto, del olfato y hasta del gusto, en el proceso educativo, tiende a destruir la formación integral de la persona y a convertirla en una mera instrucción. Por su parte, la persona misma queda reducida de esta forma a un errático átomo del individualismo mercantil. En este desolado panorama, todo queda bajo el imperio de los simulacros derivados de las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) y de su papel en los cambios experimentados por el nuevo capitalismo digital. Aplicados a la educación, esos simulacros intensifican los ataques perpetrados desde hace años por el neoliberalismo contra la escuela y, sobre todo, contra la universidad, conforme a un decidido empeño por acabar con todo rasgo de libertad y resistencia a la ideología de mercado. La globalización queda así despojada de reflexión y se fortalecen, en cambio, los valores de adaptación promovidos por la cultura del capital en los nuevos tiempos de crisis. El dogma de esta vida y educación digitales -es decir, separadas- encuentra, precisamente, sus bases en los discursos y disposiciones adaptativas del “new management” capitalista, el cual ha llevado a la educación universitaria al olvido del valor fundamental de la presencia. Algunos sostienen que esto es sólo una medida temporal ocasionada por la pandemia, pero lo cierto es que el virus sólo está sirviendo para catalizar lo que llevaba años siendo un objetivo primordial del capitalismo educativo, a saber: dinamitar la educación como una experiencia plena de vida en libertad.

Tener una clase en línea es solo el simulacro de dar o recibir una verdadera clase. Como sucede en el amor, “quien lo probó, lo sabe”. Sin embargo, a favor de esta fanática ortodoxia digital se ponen hoy de acuerdo sectores liberales y socialdemócratas, cuyas discrepancias se limitan al desigual acceso social a las tecnologías, dejando de lado todo lo referido al rotundo empobrecimiento existencial que supone una educación principalmente basada en el aislamiento individual, en los ambientes hipertecnológicos y en la pérdida, por el contrario, de un entorno de sensibilidades vivas alrededor del proceso formativo. Las relaciones educativas dejan de ser entonces relaciones de creación y pasan a resumirse en sus opciones útiles de rentabilidad. Por su parte, los que se atreven a denunciar esta masacre de los sentidos del saber son a veces tratados como nostálgicos reaccionarios, cuyo empecinamiento en recordar los bellos valores de la universidad originaria, los convierte en tortuosos fantasmas entre las tumbas de un cementerio que ya casi nadie visita. Sus oponentes suelen argumentar que resulta necio resistirse a los cambios sociales, sobre todo cuando la resistencia se ejerce en nombre de un romántico ideal educativo que, según ellos, nunca habría existido tal y como lo imaginamos. Pero la pregunta sigue siendo la misma y permanece sin respuesta: esta transformación que ahora se pretende acelerar, ¿no ha venido vaciando, desde hace años y de forma radical, las experiencias ligadas a la educación? Me pregunto si quienes niegan este declive habrán estado enamorados alguna vez y si habrán sufrido, estándolo, la deprimente distancia del cuerpo amado. ¿Considerarían, asimismo, equivalentes la experiencia que se tiene ante una obra de teatro realizada sobre la escena y aquella otra representada a través de Skype o Zoom e interpretada por cada actor desde un rincón de su casa y en su respectivo cuadradito de la pantalla? Simplemente saben decir por dónde debe transitar la educación del futuro, con vistas a adaptarse a los tiempos y a su impensada inercia, pero no saben decir ni una palabra sobre qué es la educación.

Ninguna sociedad había proyectado nunca su doble virtual de forma tan eficaz, irreflexiva y triste, y no considero que sólo por la carencia de la tecnología adecuada, sino porque ninguna se había planteado jamás la presencia como si esta fuese un cadáver del que era necesario deshacerse. Esto es algo que recuerda una urgencia de asesinos. Por ello, podríamos considerar que el tratamiento de la presencia como desecho responde a una consecuencia lógica impuesta por la organización tecnoeconómica de la vida y su “crimen de lesa realidad”. En esta “nueva normalidad”, caracterizada por una nueva realidad sin realidad y una educación sin formación, salta a la vista el rastro de ese crimen, en el que han colaborado y colaboran las propias instituciones académicas, culturales y políticas, además del gregarismo consumista de amplios sectores de la sociedad civil.

Hasta ahora, tanto en las variadas formas del amor, como en los más tenebrosos modos de la guerra, la presencia siempre había solicitado la cercanía de alguna forma de encarnación. Matar desde la abstracta distancia de un F-16, limpiando del horizonte perceptivo del soldado todo rastro sensible del sufrimiento y de la muerte, fue haciendo posible la confusión entre la estética de los videojuegos y los juegos estéticos de la realidad, allí donde los cadáveres no regresan nunca a jugar la revancha más que como espectros de un lejano remordimiento que nos recuerda, como en Hamlet, que las peores traiciones vienen de adentro, de lo que nos era familiar. Es en este contexto de familiaridad enrarecida en donde la proyección social de nuestro doble virtual se ha ido pareciendo cada vez más a la larga y afligida sombra de los cipreses en los camposantos. Podemos imaginar la llegada de un día en que alguien no sabrá responder con rotundidad a la pregunta de si aún estamos vivos o no. Seremos como otro virus más. Tal vez ya solo seamos entonces un latido de lo inerte, de un espectro en busca descontrolada de algo palpitante en lo que penetrar para parecerse a la vida. Un desierto en busca del agua que él mismo se encargó de evaporar. Estaremos, definitivamente, secos.     

Las opiniones expresadas en esta colaboración son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el-artefacto.

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