Lomelí, el gato de Schrödinger de la literatura III

José Agustín Solórzano

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La idea del mundo que tiene cada usuario se va reduciendo, su horizonte se estrecha mientras se agrandan los miedos y las amenazas (reales o no), mientras se incrementa también la falsa sensación de que uno es el centro del mundo porque cree que puede verlo todo de forma inmediata. Dialogar, en cambio, requiere tiempo.

Podríamos pensar que el lector es cómodo (o comodino), que simplemente toma lo que tiene más a la mano, lo que encuentra en las mesas de novedades de las librerías, o lo que le recomienda el conocido al que le gusta leer, pero creo que también tiene que ver otra cosa; leemos para socializar lo que leemos. Vemos una peli como Avengers o una serie como GOT porque así formamos parte de un círculo de seguidores que nos cobijan y con quienes creemos compartir un gusto, una preferencia. El lector, por otro lado, la mayoría de las veces es un sujeto solitario (que a veces se ufana de serlo, lo convierte en su bandera para justificar su pedantería), pero en general fuera de las grandes sagas comerciales, el lector es siempre un “especialista” que apenas socializa sus lecturas con otros especialistas, el círculo del diálogo que debería proveer la lectura se vicia rápidamente y se vuelve una charla de café somnolienta donde uno va a presumir al otro los autores que conoce. Y, claro, volviendo al tema, no es lo mismo presumir haber leído la lista de los diez mejores autores europeos del siglo XXI (según El País, por decir algo), que hablar de algún escritor africano y de su novela con un tiraje de mil ejemplares. Es claro que la barrera geográfica de la lectura fue vencida hace mucho, pero esta otra barrera, la ideológica, la del por qué leo, para qué leo, parece seguir siendo un obstáculo insalvable.

En un país como India se desarrolló el anticonceptivo masculino que desde hace semanas está dando de qué hablar en las redes sociales en occidente; un pueblo al que sólo volteamos por su exotismo nos muestra otra cara; ¿pasa esto con la literatura? ¿Podemos hablar de un descubrimiento literario que llegue a mostrarnos otra cara de culturas que consideramos “descubiertas” y “conquistadas”?

El fenómeno de la socialización es importante entre lectores y, como hemos venido diciendo, va atravesado por factores ideológicos que incluyen nociones de clase, raza, género, etcétera, así como ideas harto arraigadas sobre Progreso, Civilización o Dios. Pero dejando de lado los factores ideológicos, para que la conversación sobre un libro se dé, se requiere de que ambas partes sepan algo de lo que se está hablando. Así, muchas veces me he tenido que repetir a mí mismo el nombre de varios autores, para memorizármelos, porque sé que nadie más en mis círculos cercanos los va a referir nunca y, aquello que no se repite, se olvida.

No obstante todas estas barreras de ideología (y de racismo y clasismo) que suelen fomentar que sólo se muestre de una cultura lo que la cultura hegemónica quiere oír (aquí creo que el caso más paradigmático es, desde que inició la guerra del Golfo Pérsico hace 30 años, el de los autores musulmanes: rara vez se traduce del árabe a un idioma europeo a un autor que no odie al Islam) de vez en cuando sí aparecen obras que muestran algo inesperado. Creo que el caso emblemático aquí sería Borges y el sobresalto que les provoca a los blancos leerlo: ¿cómo que un indio latinoamericano se pone a pendejear a David Hume (en «Funes el memorioso»)! Luego ya vienen las explicaciones ideológicas: es que los argentinos no son indios ni mestizos ni mucho menos mulatos, es que de niño aprendió inglés y leía en inglés, etc… Estoy casi seguro que incluso comienzan a verlo en las fotos como si fuera blanquito escandinavo, para adecuar la realidad a sus deseos (aunque claro, otra sería la historia si lo viera un oficial de inmigración estadounidense caminando por la barda fronteriza).

Se ha idealizado mucho la práctica de la lectura. Frases como: “leer te hará una mejor persona”, o “la literatura desaparece las fronteras” son comunes, pero como mencionas, el acto de leer y la Literatura como una disciplina tienen también sus prejuicios y sus banalidades, los productos literarios son también herramientas de colonización cultural. Dices que para que la conversación sobre libros se dé ambas partes deben saber de qué se está hablando; pero en el siglo XXI, en medio de una época en la que la información está a un clic de distancia y el conocimiento profundo se resume a compartir fake news porque el cabezal tendencioso nos llamó la atención, ¿cómo podemos hablar, dialogar con el otro sin estar seguros de que ambos hablamos de lo mismo, o al menos tenemos una idea básica de lo que hablamos? Tú eres una persona muy activa en las redes sociales, me llama la atención que contestas a la mayoría de los comentarios que te hacen, incluso te has enfrascado en discusiones por Facebook, a veces llegan a ser interesantes, otras francamente se vuelven triviales y hasta aberrantes, tóxicas por usar el término de moda, pienso en una en particular, creo que sabes de qué “conversación” te hablo, en la que te llamaron pretencioso y “mamón”. Este “diálogo” sucedió entre dos personas “leídas” y sin embargo una de ellas explotó porque para ella el diálogo es también una lucha en la que uno “coloniza ideológicamente” al otro.

Más que una pregunta concreta, me gustaría que fuéramos cerrando esta charla con una reflexión al respecto de tu parte, tomando en cuenta de lo que hemos hablado.

Hace algunos meses estaba en una reunión académica cuando uno de los participantes dijo que, antes que nada, él quería apuntar que pertenecía al grupo más odiado por el gobierno de EE.UU. en ese momento: los afroamericanos. En seguida le dije ‘pérame tantito, yo soy mexicano, ¿has oído hablar del muro?. Y una estudiante interpeló «pero ustedes son hombres, yo soy mujer y africana, ni siquiera afroestadounidense, a mi hijo le preguntan en la escuela si es caníbal». Y luego otra mujer dijo «pues aparte de ser mujer y africana, yo soy musulmana, pertenezco a la religión que los EE.UU. y sus aliados se han encargado de satanizar por más de treinta años». Entonces hay que abandonar la reunión, dijo alguien más, no vaya a ser que un dron nos oiga y nos bombardeen por revoltosos.

Los algoritmos de las redes sociales y los buscadores responden a nuestra actividad en la red. Esto provoca, entre otras cosas, que cada uno de los presentes en dicha reunión se sintiera perteneciente al grupo más vulnerable, porque esa es la «información» que le aparece más seguido. Consecuentemente, la idea del mundo que tiene cada usuario se va reduciendo, su horizonte se estrecha mientras se agrandan los miedos y las amenazas (reales o no), mientras se incrementa también la falsa sensación de que uno es el centro del mundo porque cree que puede verlo todo de forma inmediata. Dialogar, en cambio, requiere tiempo.

Precisa también de empatía, de intentar averiguar (preguntando, más que adivinando) por qué el otro dice lo que dice.

Lamentablemente, la ansiedad que produce el miedo imposibilita esto. Entonces es más fácil decir «tú investígalo por tu cuenta», «tú no deberías de hablar de esto», «tú no opines», «tú no puedes decir eso», etcétera. Lo paradójico es que en el fondo está el mismo miedo común a todos. y los miedos que cada grupo supone que son particulares, son en realidad accesorios o versiones del mismo miedo común. Me refiero al miedo a la precarización del futuro. Salvo por el 1% más rico, el resto de los usuarios de las redes está aterrado porque no puede imaginar un futuro apacible: por la violencia, por la economía, por la política. Aquí es donde el diálogo, creo, puede ser fructífero: en buscar este futuro común, en construirlo, ahora, cuando las teleologías usuales dejan de otorgar descanso (religiones, socialismo, capitalismo, etc…) Por descontado, hay personas que no buscan dialogar, ni siquiera provocar, sino expresar su enojo. Un enojo muy profundo, visceral y a la vez abstracto porque son incapaces de definirlo y, entonces, lo expresan a través de temas tangenciales como la figura presidencial o el ambientalismo. Eso es fascinante, porque tratar de develar una pulsión vital tan fuerte y tan escondida tras oropeles es, precisamente, de lo que trata a veces la literatura.

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