Materia oscura: Café “El panal”

Edgar Chávez

Son las seis de la tarde, estoy sentado debajo del encino leyendo. Sopla una brisa refrescante que se junta con la frescura de la cerveza de lata que tengo en la mano. Leo una novela de ciencia ficción en donde la gente se ha vuelto inmortal y la sociedad está trastocada. Escucho otro mensaje de Whatsapp sonar en el teléfono y no atiendo. Me intriga un poco, mis amigos saben que contesto de noche y trabajo durante el día (sí, leer es mi trabajo, lo mismo que escribir). Sería raro que fuera Pinzón, el editor, él me marca directamente. Había quedado en avisarme del envío de los ejemplares de vanidad ¿Quién podrá ser?

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Me encontraba en ese período extraño, con la sensación de vacío que ocurre cuando terminas una novela. Ya no hay más cosas que corregir, no hay reuniones con el editor o el corrector de estilo. Cuando ya revisaste el tono, la coherencia de los diálogos y la textura de los personajes hasta la última coma del último párrafo. Tienes demasiado tiempo libre y no tienes ganas de comenzar un nuevo proyecto. Hay quien describe la sensación como una ruptura amorosa, un duelo por la muerte de seres queridos o una partida para siempre; como cuando cambias de país, de ciudad o de colonia.

Me negaba a regresar a la rutina de otras veces, cuando para olvidar a mis queridos personajes y sus historias me ponía a ver televisión, iba al cine o a tomar café al centro. Es parecido a querer hacer vida social después de un divorcio. Todo abruma. Las cinco de la mañana seguían siendo las cinco de la mañana de hace seis meses cuando, despertando de un brinco, comenzaba a garabatear en el cuadernillo la última respuesta desdeñosa de Ágata al detective. Esos días que volaban tomando notas, buscando referencias y bebiendo café por las mañanas o tomando sorbos de Campari, güisqui o un té negro muy cargado hasta entrada la noche. Para pasar de un estado frenético a uno de más quietud se tiene que tener la paciencia de un destilador de mezcal, esperando gota a gota completar una botella.

Imagen de Nick Collins en Pixabay

En la novela, Ágata era la principal sospechosa del asesinato de un ricachón sin familia, con una fortuna difícil de explicar.  Ella misma era rica, elegante, soltera y dueña de una inteligencia feroz, aguda y punzante. La novela se dejó escribir con suavidad, como cuando llenas el molde de los hielitos para meter al congelador, los huecos se van llenando poco a poco, en armonía. Era casi puros diálogos y los personajes iban describiendo lo que pasaba a su alrededor con observaciones casuales. Ágata era la suma de las virtudes de todas las mujeres que he conocido y admirado. El detective era mi alter ego, su principal virtud era su sagacidad; aunque terminó siendo “derrotado por los hechos”, sin poder resolver el acertijo del asesinato.

Los demás personajes eran gente que yo conocía. Reproduje sus manías, describí sus melenas o los oscuros secretos que alguien me había confesado al calor de las copas en alguna ocasión. Es un truco viejo para darle realismo a la narrativa. En la novela hay un club de ajedrez que no era otra cosa que el café “El panal”, donde gente sagaz y con mucho tiempo libre jugaba por dinero. Había ahí narcomenudeo, gente que podía completar los encargos más extraños por dinero y un apretón de manos, se traficaban cosas raras y se comerciaba con información. No era extraño ver ahí a políticos, ex presidiarios, profesores universitarios o estudiantes. Hace muchos años ese café cerró. Yo lo volví a abrir en la novela.

En la trama, el asesinato nunca llega a resolverse. Cada uno de los sospechosos tenía motivos para quitar de en medio a Eulalio, cada uno de ellos podía probar que había estado en otro lugar. El detective Barrios era inteligente, como Columbo,  perseverante y metódico, aunque tropicalizado para poder trabajar en la policía judicial de investigaciones en México. Con una pancita que daba ternura y una pasión por los tacos de cabeza, le gustaba contar chistes y siempre platicaba de su hijo y las cosas que hacía en el kínder.

El editor me presionó todo lo que pudo para que el asesinato se resolviera. Me decía que a la gente no le gustan los misterios abiertos. A mí me gustaba más dejar las cosas así, como en la vida real. La verdad, el editor tenía razón, estaba copiando la novela “La investigación”, de Stanislav Lem. Que haga el primer disparo quien esté libre de influencias.

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Al abrir el teléfono para ver quién me escribía con tanta urgencia, vi que solo decía “Barrios”. Era un mensaje para hacer una cita para platicar conmigo. Los mensajes fragmentados (apenas un par de palabras en cada uno) era una característica que le había yo impuesto a Barrios en la novela. Esto tenía que ser un chiste de Pinzón.

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Cuando estaba haciendo fila para pagar el güisqui vi a una mujer alta y de mirada penetrante. Me dio mucha curiosidad y salí de la fila para pasar junto a ella. En su carrito llevaba justo las latas de mariscos que yo había hecho que le gustaran a Ágata. Al levantar la mirada me topé con sus ojos, de una dulzura que golpeaba el alma; como de un cachorro esperando a su dueño y al mismo tiempo de un brillo que sólo puedes encontrar en los genios. Debo haber quedado con la boca abierta porque la mujer se alejó de mi con disgusto y me sentí como un tonto.

Imagen de Peter H en Pixabay

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Accedí a reunirme con Barrios en una dirección familiar para mí, donde había estado ubicado el café “El panal”.

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Me estacioné afuera de la casa roja, con ventanas como ojos, que Ágata había descrito con tanto detalle en la novela cuando le dio el domicilio a Barrios. Cuando Ágata abrió, con su sencillo atuendo de estar en casa, le dije: “Usted no me conoce; pero yo la conozco a usted más de lo que se imagina”. Le comencé a describir sus amistades, los gatos siameses con los que pasaba horas en su jardín y sus dudas existenciales para aceptar dirigir una empresa de transporte aéreo privado; una especie de Uber de jets que los casi ricos convocaban para transportarse. En fin, sabía tantos detalles de su vida que se aterró. Le tuve que decir que su inteligencia era suficiente como para entender que ninguna persona podría haber sabido sus pensamientos más íntimos. Mi explicación, aunque fantástica, no era menos aterradora. Me dijo que si lo que yo decía tenía algún asomo de verdad, le podía mostrar la novela que yo decía haber escrito. No tenía todavía ningún ejemplar para mostrarle, estuvo a punto de cerrarme la puerta. Recordé que tenía en mi teléfono un PDF con una versión casi final de la novela. Le mostré el teléfono, abrí el archivo justo donde describía la casa y le daba instrucciones a Barrios para que fuera a interrogarla. Leyó por algunos minutos. Me dijo que cualquiera podría haber descrito su casa y puesto eso por escrito. Le pedí que siguiera leyendo. Abrió el documento en otro pasaje y fue muy claro que se quedó convencida. Me regresó el teléfono y bajó la cabeza como derrotada, viendo sus zapatos, después me dejó pasar.

Barrios aún no la había entrevistado, deduje entonces en la novela no todo había sucedido. Ágata me miraba con miedo; pero con determinación. Me dijo que, si tanto sabía de ella, si en realidad yo la había inventado, entonces yo sabía que ella había matado a Eulalio. Mi sorpresa fue evidente, aunque no pude pronunciar palabra. En la novela Ágata era inocente, en lo que estaba viviendo era la culpable del asesinato. La razón era lo de menos, yo la seguía viendo como personaje de novela. Me contó, en esencia, que ella le había abierto su corazón y él lo había acuchillado con una traición. En la novela, Ágata fue la primera que Barrios descartó como asesina. Yo sabía que ella había estado en una fiesta en la playa a quinientos kilómetros del crimen. Le pregunté por la fiesta y me dijo que al final no había ido, que se le complicó dejar a sus mascotas solas y decidió quedarse, no le había avisado al festejado. Le dije que le llamara a Javier, su primo, que conversara con él de los detalles de la fiesta; le conté todos lo memorable; como el ridículo que había hecho la suegra de Javier, o los canapés azules que se sirvieron y que nadie comió por el color con el que experimentó el chef. Se decidió y marcó. La escuché reír con su primo, contar las anécdotas y jurar que estaría allá por la primavera para la siguiente reunión. En la novela Javier había tomado de más y había más de cien personas en la fiesta. Si alguien le preguntaba, él diría que Ágata había estado ahí.

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Mi abogado me ha pedido que le diga por qué maté a Eulalio. Dice que para ayudarme debe saber toda la verdad. No cree ni pizca de lo que le he contado. Yo sigo en shock, en la cárcel, dudando de mi salud mental. El café “El panal” está abierto. Los personajes de mi novela andan deambulando por la calle. Perdí la esperanza de que esto se arreglara cuando mi abogado me confesó que era un cliente asiduo de “El panal” desde hace años. Todos ahí me conocen. Saben que cualquiera me puede contratar para hacer los encargos más extraños a cambio de dinero y un apretón de manos.


Edgar Chávez.

Es originario de Morelia, vecino de Ensenada (donde tiene un terroir) y es feliz desde 1964.

Sabe leer, escribir y hacer cuentas, e incluso se dice que guarda muy bien su faceta de experto en computadoras porque lo busca la unidad cyberpolicíaca de la CIA.


Imagen de portada: Imagen de Mr. Flatlay en Pixabay

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