Materia oscura: El beso

Tommaso Landolfi

El notario D., soltero y aún no viejo, pero malditamente tímido con las mujeres, apagó la luz y se dispuso a dormir, cuando sintió algo en los labios, algo parecido a un soplo o, más bien, como el roce de un ala. No le dio mayor importancia, podía ser el aire removido por el cobertor o bien una mariposilla nocturna, y en seguida concilio el sueño. Pero la noche siguiente tuvo la misma sensación, incluso más clara; en lugar de rozarle, aquel algo dejó sentir su peso por un instante en sus labios.

Bastante extrañado, por no decir alarmado, el notario encendió la luz y miró en vano a su alrededor. Luego sacudió la cabeza y también esta vez se durmió, aunque con menos facilidad. Finalmente, la tercera noche, ese algo se hizo aún más sensible y se reveló por lo que era: no cabía la menor duda. ¡Un beso! Un beso, podría decirse, de la misma oscuridad, como si la oscuridad se concentrase un momento en la boca del notario, el cual, por lo demás, no lo entendía de esta manera. Un beso siempre es un beso y, a pesar de que aquél fuera un poquito árido y no húmedo ni dulce como él lo soñaba, siempre era un don del cielo.

Posiblemente se trataba de una proyección de sus deseos secretos, resumiendo, de una alucinación: pues bienvenida. Turbado, deleitado y pasmado, nuestro héroe se quedó tieso como un leño en la oscuridad (no sin razón considerada por él como una madrina de boda); y más tarde tuvo el placer de recibir un nuevo beso.

Noche tras noche los besos se fueron haciendo más frecuentes y más sabrosos, aunque el notario aún no consiguiera reencontrar o encontrar en ellos nada del sabor de una boca femenina. Y llegó un momento en que el notario, en contra de lo que le aconsejaba su antigua razón, fue presa del insano deseo de evocar de algún modo a la criatura que se los ofrecía. Estaba cansado de abrazar cada vez el aire, y un beso presupone una criatura que lo dé, ¿o no?, la cual podrá ser etérea y sutil cuanto se quiera, pero habrá una manera de corporeizarla y de poderla estrechar entre los brazos. ¡Dios mío! No es que ya hubiera perdido el sentido de todas las relaciones. En un principio quizá imaginaba o se hacía ilusiones de que su deseo volviera a ser el deseo de hacer más corpórea su propia alucinación, pero muy pronto dejó de dudar de la existencia real de una besadora.

Sin embargo, mirando las cosas más de cerca, ¿cuál era el modo de inducirla a manifestarse menos exclusivamente para llevarla a su corporeidad? El notario se dio cuenta perfectamente de que para tal fin sólo disponía de medios psíquicos, por lo cual empezó a concentrarse cada vez que era besado y a poner en tensión su propia voluntad y sus propias energías, como esforzándose en captar en el instante una partícula de la inaferrable criatura, de su fluido o de su sustancia; partículas que, al sumarse, debían acabar por dar forma a un ser, cualquiera que fuese. A esta práctica añadió a continuación una acción de genérica suscitación o solicitación de la oscuridad. Y en verdad, ya fuese aquél el método correcto o por distintos motivos, no tardó mucho en empezar a recoger el fruto de tantos intentos.

Hay que hacer constar que la habitación daba a un angosto patio, pero en las horas nocturnas no disfrutaba de ninguna luz exterior. Además, para excluirla, bastaba la persiana enrollable de la ventana, cuyas lamas, por excepción, encajaban perfectamente. No obstante, en aquella oscuridad de horno, al notario le pareció vislumbrar una noche algo así como otra oscuridad, una oscuridad más negra, una sombra, digámoslo por reducción al absurdo, sólo que no se sabía muy bien dónde estaba ni qué contornos tenía. Cosa aún más singular: otra noche, en la habitación se alzó una especie de sangrienta aurora. Una débil y siniestra luminosidad que brotó del suelo y se concretó en lo alto como una aurora boreal en forma de franja ribeteada, estremecedora y ondulante, apagándose luego poco a poco. Por fin (pasando a otro orden de hechos), una noche pudo oír claramente una risa contenida en un rincón, pero era una risa gélida, no alegre, innatural.

El notario no sabía si alegrarse u horrorizarse de estos descubrimientos. El hecho es que la criatura se iba revelando muy distinta a como la anhelaba, sin contar con que no parecía dispuesta a hacer más concesiones. De momento, suspendió por un tiempo sus prácticas de evocaciones, pero no por eso aquello dejó de manifestarse de varios modos. En cuanto a sus besos, ya eran devoradores. Y él, demacrado, exhausto y como vaciado, perdidos el sueño y el apetito, se preguntaba angustiosamente si no había ido demasiado lejos. Su trabajo iba manga por hombro, su salud estaba gravemente amenazada, no podía seguir así. Por fin se decidió tardíamente a lo que, todo lo más, le habría sido de ayuda al principio. O sea, convino consigo mismo en dormir con la luz encendida. La decisión —ese dar por perdida la partida y renunciar a todo— le costó no poco a sus románticas inclinaciones. Pero también es cierto que hacía tiempo que sus primeros éxtasis, desde que se había visto objeto de aquellas misteriosas atenciones, habían dejado paso a la sensación de un peligro amenazador.

Sea como fuere, el hecho es que empezó a dormir a plena luz. ¡Dormir! Durante algún tiempo todo marchó bien y recuperaba algo de aliento, si bien se sentía como si le hubieran quitado algo. Pero una noche, allí, a plena luz, de nuevo recibió o sufrió un beso. Lo cierto es que en ese momento estaba (pasablemente) durmiendo y, despertándose con un sobresalto, pudo pensar que lo había soñado. Sin embargo, cuando volvió a adormecerse, o mejor, mientras aún estaba entre la vela y el sueño, un nuevo y gallardo beso se imprimió en sus labios. «Se imprimió», así es como suele decirse, pero, en realidad, aquel beso fue como una tromba de aire.

Resumiendo, el notario comprendió que la criatura, al no poder contar ya con la oscuridad, ahora se aprovechaba de su sueño y que ya nada la detendría. Y al mismo tiempo, la atroz sospecha que durante tanto tiempo había rechazado se mudó en certeza: la criatura se alimentaba de él, se hacía grande y fuerte con su sangre, con su vida, con su alma.

Esta certidumbre tuvo como consecuencia el quitarle al notario las fuerzas que le quedaban y arrojarle en una sorda resignación. Desde entonces su existencia no fue más que una larga, y no demasiado larga, espera de la inevitable muerte.

Todo aquello era idiota y grotesco, pero no parecía que hubiera defensa posible: grotesco y trágico, como a menudo sucede. ¿Huir? ¿Pero adónde o para qué serviría, si la criatura, tal vez, la había inventado él mismo? ¿Y dónde estaban para la ocasión la fuerza y la voluntad de hacerlo? Mejor sería favorecerla en su obra para que todo se cumpliera en el más breve tiempo posible, e intentar, al menos, verla o entreverla, ahora que se había robustecido. Sí, el único sentimiento que en él sobrevivía era una especie de infame curiosidad de la que, en efecto, se avergonzaba, pero contra la que se sentía impotente. Volvió a apagar la luz: era el mejor modo de darle seguridad y audacia.

Vio o experimentó muchas cosas en sus noches de agonía, todas ellas horrendamente absurdas. Al principio fue como una inmensa masa que parecía ocupar toda la habitación y, no obstante, era extrañamente vacua, distinguible de la cerrada oscuridad circundante, como puede distinguirse un vacío en un vacío, semejante a algunas mariposas en el éter cósmico; hormigueaba de apéndices o patas o tentáculos que se doblaban y enderezaban como bajo la acción de un viento oculto.

Luego, de repente, esa masa negativa, esa burbuja de vacío, se convertía en algo extremadamente exiguo y agudo, insinuante, que se quebraba en mil regueros, y lo inundaba todo y a él mismo a modo de circulación capilar. O bien, por la habitación se expandía un sutil olor dulzón y pútrido, evocador de imágenes incomprensibles y de paisajes jamás vistos. O bien era sólo una sensación, parecida más bien a una huidiza memoria que con efecto indescifrablemente espantoso parecía anticiparse a sí mismo o dejar atrás todas las cosas y toda plausible experiencia o hacer frente a lo informe e incluso a lo inexistente. Y de nuevo risas ahogadas, gélidas carcajadas, roces no distintos a escalofríos. Y un ocre sabor en la boca, aunque percibido a través de toda la superficie del cuerpo.

Pero las horas del notario ya estaban contadas. La última noche, ante sus ojos (del cuerpo y del alma) se abrió una gigantesca vorágine invertida, un torbellino grisáceo semejante a un útero o a una concha. Amenazadora, lo llamaba desde lo alto de su espiral. Al mismo tiempo, su piel, reducida a árida escama, iba adquiriendo una mortecina fosforescencia que no era señal de vida sino de corrupción: aquella de la que se alzan los fuegos fatuos. Se vio a sí mismo como un pez de las profundidades, débilmente luminoso en el negro abismo. Ya no le quedaba sangre; en su lugar tenía esa tenue luz que dentro de un instante también se apagaría: era el fin. Se abandonó, y, tal vez, en ese último instante, como premio a su abandono, le fue concedido mirar a la cara a aquella que lo había chupado de la vida, y que ahora le arrancaba el supremo beso.

Fue el fin. Y la criatura desconocida se volvió a levantar de los vacíos despojos y corrió por el mundo.

Tommaso Landolfi (Italia, 1908-1979).

Escritor italiano. En su juventud colaboró en las revistas Letteratura y Campo de Marte, y fue encarcelado por sus escritos antifascistas. Después de la guerra trabajó en los servicios culturales de la RAI y colaboró en numerosas revistas. Es autor de una importante y original obra narrativa, cuyos títulos más relevantes son la novela Un amor de nuestro tiempo (1965) y las narraciones breves reunidas en Relatos (1961), Tres relatos (1964) y Cuentos imposibles (1966).

Licenciado en letras, antes de la Segunda Guerra Mundial perteneció al grupo de jóvenes que, en Florencia, dieron vida al hermetismo y abrieron las puertas a la moderna poesía europea. Profundo conocedor de lenguas y literaturas extranjeras, en especial de la rusa, tradujo a Nikolai Gogol, Dostoievski, Tolstoi, Novalis, Hugo von Hofmannsthal y Alexander Pushkin. Después de la guerra colaboró en numerosas revistas, en particular Il Mondo.

Conocido como jugador empedernido y disipador de dinero, errante de casino en casino, y frecuentador de extravagantes ambientes artísticos, Tommaso Landolfi constituyó una imagen de poeta maldito en la que él se complacía, pero que contrasta sustancialmente con su realidad de escritor apasionado por la tremenda intensidad de su laboratorio verbal. Emparentado con Francesco Berni, François Rabelais, Nikolai Gogol, Edgar Allan Poe y Franz Kafka, Tommaso Landolfi pertenece sin duda a la familia de los contestatarios. Pero la suya es una auténtica contestación estilística, que se sirve de un refinado juego verbal para expresar una desesperada y al tiempo afligida desacralización de la mentira, de las convenciones, de la ilusión y de la piedad.

Póstumamente vieron la luz los relatos de Il gioco della torre (1987).

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