Materia oscura: El hombre seleccionado

René Avilés Fabila

No supo cómo obtuvo ese maravilloso poder que hizo que sus mediocres pinturas (siempre naturalezas muertas y paisajes dignos del peor calendario) pasaran a ser los objetos artísticos más costosos y célebres del mundo. Además, no le interesaba saberlo. Simplemente lo poseía y no se quebraría la cabeza averiguando el origen.

Tampoco se echaría en brazos de la magia o de alguna religión por gratitud. Si alguien o algo lo dotó con esa cualidad, allá él o eso. El pintor la aprovecharía en beneficio propio. Sin embargo, era bastante extraño y a veces, cuando tenía un poco de tiempo, embriagado con el éxito como estaba, se formulaba preguntas: ¿cuánto me durará?, ¿será definitiva?, ¿habrá consecuencias?, ¿tal vez tenga precio, como en el caso de Fausto? Le llegó de pronto, sin necesidad de un inquietante sueño. Y la descubrió hasta que, al dar la pincelada final a un cuadro, vio incrédulo que el paisaje soleado lentamente era oscurecido por nubes entre grises y negras y caía una lluvia fina, hilitos de plata sobre el campo lleno de árboles. Buscó sus obras anteriores — que nunca nadie adquirió, que jamás fueron exhibidas en galerías de arte, que no merecieron la mirada severa de un crítico—: no había magia en ellas, eran vulgares y corrientes como él mismo; con alegría eufórica las destruyó hundiéndoles repetidas veces una espátula. Comenzaba una nueva vida: la del creador genial, la del artista exitoso y rico. Ahora faltaba una primera exposición que lo mostrara al mundo y lo depositara en las páginas de la historia, o de Ripley. En unas horas la atención universal estaría concentrada en él. Había dado origen al arte vivo (el sueño de Miguel Ángel, de Cellini). Al verdadero realismo. No a una imitación de la vida. A la vida misma. En este aspecto podía equipararse con Dios y lo hizo sin pensar en las consecuencias.

Wilde dijo: la vida copia al arte, lo imita. Y el pintor probaba que Óscar Wilde tenía razón. En lo sucesivo así sería. ¿Pero la persona tan genialmente dotada sería capaz de aprovechar su poder? Lo que le había ocurrido quizá era un fenómeno solitario en la historia de la humanidad, un milagro nada más concedido a un individuo en cada planeta habitado. De ser esto, seguro que él era un afortunado que halló en el suelo el boleto de la suerte, pues no hizo ningún mérito para obtenerlo. Vamos, ni siquiera era un hombre bondadoso, para lo que no se requiere demasiada inteligencia. Su vanidad y su regocijo lo obligaron a pensar en beneficios personales y por ello no creyó necesario buscarle al poder metas más amplias. Haría, como de costumbre, paisajes y naturalezas muertas: sus temas favoritos y los más sencillos para él, que nunca quiso complicarse la existencia experimentando con nuevas formas y combinaciones de colores. Eso era más que suficiente; el mismo estilo simplista y retrógrado, con la diferencia que ahora sus paisajes serían mejores que fotografías: viento, nubes, sol, praderas de matices cambiantes, árboles que se acunaban en el aire. Pero así, con certeza, no padecería los problemas que tuvo Dorian Gray, porque no pintaba retratos ni autorretratos.

Ah, pero si a otro le hubiera tocado esa suerte envidiable y no a uno tan prosaico, tan abyecto, podría hacer milagros: pintar pequeños gatos de sexo diferente y mantener la especie felina dentro de un marco dorado, arriba de la chimenea; alguien más trabajaría, sin comunicárselo a nadie, igual que un científico en soledad, creyendo beneficiar a la humanidad como lo suponen los hombres de ciencia y los artistas; sin publicidad, regodeándose con las mil posibilidades de un poder semejante: crear la vida en una tela; pintar a la mujer que hemos soñado, dotarla de espléndidas cualidades y amarla, luego sacarla del cuadro o, mejor, meterse uno mismo en la obra, y penetrar en un mundo creado a imagen y semejanza del artista; diseñar amigos perfectos, amigos sin veleidades ni traiciones envidiosas porque podrían ser borrados con un poco de aguarrás o de gasolina. Y únicamente se requerían tela, pinturas al óleo y pinceles. Formidable. El pintor tenía ante sí abiertos los caminos de la fantasía más prodigiosa del Universo, caminos que nunca soñaron Pigmalión, Midas o el doctor Frankenstein. Pero, ¿se atrevería a actuar de manera audaz? No. Él quería ser rico, igual que tantos y tantos imbéciles que creen encontrar en el dinero el valor supremo. De millonarios está saturado el mundo y nadie conoce sus nombres. Pintaría, a marchas forzadas, diez naturalezas muertas y una cantidad similar de paisajes para montar la primera exposición de arte vivo. No importaba la calidad o la técnica: sus corrientes cuadros se transformarían en prodigios como si el pincel fuera una vara mágica.

Dejaba a un lado las amarguras y los resentimientos provocados por las miserias y las hambres, que en rigor se debían a su escaso amor por el trabajo. Se abandonó al azar y el azar lo hizo triunfar.

Como esperaba, el éxito grandioso lo cubrió. En menos de un día la noticia de sus cuadros vivos recorrió la tierra, y regresó a él: cambió de pobre a millonario, de desconocido a renombrado. Y por sus primeros veinte cuadros recibió las sumas más altas en la historia; sólo museos y millonarios estadunidenses pudieron pagar los fabulosos precios.

Durante un año trabajó para satisfacer la demanda de obras suyas. Pero a estas alturas, y aquí viene el primer problema, los clientes, antes satisfechos y orgullosos, comenzaron a dar muestras de renovado malestar. En síntesis: cada poseedor de una obra viva tenía una serie de quejas que ya habrá adivinado el lector: los paisajes cruzaban las sucesivas estaciones del año y ello provocaba trastornos: cuando llovía mucho, el agua escurría del cuadro estropeando la pared y la alfombra; cuando nevaba era necesario poner calefactor para contrarrestar el frío que despedía la obra; en otoño el viento derribaba las endebles hojas, cansadas de estar fijas en el árbol, y las esparcía por la sala donde el cuadro era exhibido, y así por el estilo; y las naturalezas muertas o las colocaban dentro del refrigerador o invariablemente sus pescados, sus frutas, sus quesos, se pudrían despidiendo pésimos olores, agresivos al fino olfato de las personas que veían la pintura. (Afortunadamente el artista, desde un principio, desechó, por concluir rápido, la presencia de animales dentro de los paisajes, pues una vaca mugiría, una gallina cacarearía, y en todos los casos le hubiera restado dignidad a la obra pictórica.)

Los compradores que padecieron tales molestias demandaron al pintor y en un juicio a puerta cerrada lo condenaron a nunca más volver a pintar bajo amenaza de meterlo en la cámara de gases por ensuciar museos y mansiones de potentados y por contribuir al desorden artístico. Finalmente, sus cuadros fueron incinerados y el pintor olvidado tan velozmente como lo conocieron (si los hombres tienen alguna virtud es la de olvidar sin esfuerzos). Con sus ganancias, el ex pintor puso un bar, del que obtiene sus únicos ingresos y no le va mal. En los muros no hay cuadros y cuando se emborracha suele contar la historia de su poder y la forma, si la ley lo permitiera, en que podría darle vida a un paisaje. Como es normal, nadie le cree, lo suponen un dipsómano con alucinaciones.

René Avilés Fabila (CDMX, 1940-2016).

Ensayista, narrador y periodista. Estudió Relaciones internacionales en la UNAM y realizó estudios de posgrado en París, Francia. Fue profesor en la UAM y en la UNAM; director general de Difusión Cultural UNAM; coordinador del taller de novela del INBA; director de El Búho y El Universo del Búho; coordinador de Extensión Universitaria de la UAM-X; director del Centro de Escritores Juan José Arreola; coeditor de Historia y Sociedad; cofundador de Unomásuno. Director del programa radiofónico cultural “Universo de la Cultura”, transmitido por el IMER. Colaborador de El Búho, Excélsior, Juego de Hojas, La Cultura en México, Mester, Revista de la Universidad de México Volantín, entre otras publicaciones periódicas. Becario del CME, 1965. Miembro del SNCA de 1994 a 2003 y miembro de la Sociedad Europea de Cultura (de Venecia, Italia), desde 1996. Es cofundador y director de la revista mensual El Búho y creó su propia fundación para fomentar la cultura, Fundación René Avilés Fabila, A. C. Entre otros premios y reconocimientos, recibió el Premio Nacional de Periodismo del Club de Periodistas de México por mejor suplemento cultural en El Búho, en 1990. Premio Nacional de Periodismo de México por divulgación cultural 1991. Premio Nacional de Periodismo del Club de Periodistas de México por mejor artículo de fondo 1992 y el Premio Nacional de Narrativa Colima para Obra Publicada 1997 (actual Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada) por Los animales prodigiosos. En 2006, fue designado como Ombudsman defensor de los periodistas del diario regional Síntesis. En 2010, recibió la Medalla Veracruz por sus méritos literarios, otorgada por el Gobierno del Estado de Veracruz. En ese mismo año, fue nombrado Profesor Distinguido por la UAM. Medalla de Bellas Artes 2014. En 2008 fue inaugurado el Museo del Escritor, cuya base fue el archivo personal de René Avilés Fabila. Parte de su obra literaria ha sido traducida al inglés, francés, alemán, italiano, chino, coreano, ruso y serbo-croata. En 2011, el INBA le rindió un homenaje por sus 50 años de trayectoria como escritor y sus 70 años de vida. También recibió múltiples homenajes por 25, 40, 45 y 50 años como escritor, organizados por la UNAM, la UAM, el IPN, el CNCA y el FCE, entre otras instituciones.

                                                             (Enciclopedia de la literatura en México)

Loading

También le venimos ofreciendo:

Danos tu opinión: