Materia oscura: El movimiento cubista y la danza de los espíritus

Kurt Vonnegut

Conferencia a los graduados de la Universidad de Chicago, Chicago (Illinois), 17 de febrero de 1994.

Una joven me comentó hace un par de años que había solicitado ser admitida aquí. El hombre que la entrevistó le preguntó por qué encontraba atractivo este lugar. Ella contestó que porque Philip Roth y yo habíamos pasado por aquí, junto a otras consideraciones, claro está. El hombre le aseguró que éramos precisamente personas como Philip y yo las que nunca deberían haber llegado aquí. ¿A qué se referiría exactamente? Si se encuentra entre nosotros, agradecería poder cruzar con él unas palabritas al final del acto.

Yo llegué aquí en 1946, justo después de haber participado en la guerra. Se trataba de la Segunda Guerra Mundial, un nombre y un acontecimiento dignos de H. G. Wells. Dicha guerra acabó con nosotros lanzando bombas sobre la población civil (y sus animales y plantas) de Hiroshima y Nagasaki, toda una sorpresa para la humanidad. Que esas bombas eran posibles se demostró por vez primera en el estadio de fútbol abandonado de esta misma universidad, donde la importancia de los deportes de contacto se había olvidado. El decano de la época, Robert Maynard Hutchins, se hizo célebre por decir que cada vez que deseaba hacer ejercicio, se tumbaba hasta que se le pasaban las ganas. Acabó en un think tank de California.

Hasta donde yo sé, la única arma de la Segunda Guerra Mundial procedente de Harvard que valía un pepino fue el napalm o gasolina gelatinosa.

Yo llegué aquí desde Indianápolis. En aquellos tiempos, eso equivalía al traslado a París de un pueblerino francés o al de un gañán austríaco a Viena: o, en el caso deAdolf Hitler, a Múnich, Alemania.

En aquellos tiempos, gracias una vez más a Robert Maynard Hutchins, las clases de pre graduación consistían únicamente en dos años dedicados al estudio de los llamados grandes libros. Philip Roth es un producto de tan breve curso. No llegaríamos a conocernos hasta mucho después. La escuela para graduados no tenía nada que ver con lo que habría sido un segundo curso en otras instituciones americanas. Como muchos otros veteranos de guerra con dos años de créditos en otros lugares, fui admitido en esta escuela tan poco convencional: tenía ante mí tres o cuatro años antes de poder acceder a un doctorado.

Los créditos que aporté eran poco menos que suspensos en química, física, matemáticas y biología. Reconozco que suspendí dos veces un curso de termodinámica cuyo objetivo consistía en excluir a gente como yo de cualquier carrera científica.

Pese a mí incapacidad para superar la barrera intelectual de la termodinámica (o montón de mierda, como también se la conoce), yo insistía en ser respetado como alguien que pensaba de manera científica, que amaba la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Era evidente que lo único que estaba a mi alcance era la seudociencia. En un terreno ideal, me dije, debería tratarse de una seudociencia superior a la astrología, la meteorología, la peluquería, la economía o la taxidermia.

Las dos más relevantes, tanto entonces como ahora, eran el psicoanálisis y la antropología cultural. Basadas ambas, tanto entonces como ahora, en lo que siempre ha solido enviar a personas inocentes a la silla eléctrica o la cámara de gas, que es el testimonio humano o bla, bla, bla. Elegí la antropología cultural. Y ya veis los resultados.

Mucho se ha escrito sobre los efectos que la repentina afluencia de veteranos tuvo en las altas instituciones del conocimiento. Uno de esos efectos consistió en alterar a muchos profesores cuyo brillo y autoridad se basaban en saber más cosas del mundo y de la vida que sus alumnos. En los seminarios, yo intentaba a veces hablar de algo que había observado en los seres humanos como soldado, prisionero de guerra o padre de familia. Ya tenía esposa y un hijo por aquel entonces. Pero resultó que eso era de muy mala educación, como presentarse a una partida con los dados trucados.

No era justo.

Éramos muy inocentes.

Vistos desde ahora, mis intentos por convertirme en miembro del departamento de Antropología se parecían mucho a visitar un kibutz como el que describe Bruno Bettelheim en Los niños del sueño. Nosotros, los veteranos de guerra, no éramos más que unos extraños no carentes del todo de interés a los que había que tratar con cortesía, partiendo de un acuerdo mutuo según el cual no tardaríamos mucho en desaparecer. Cosa que, ciertamente, hicimos.

Hacia esa época apareció en el New Yorker una serie de relatos de Ludwig Bemelmans acerca de un aprendiz de camarero de un gran hotel de París. El camarero en cuestión se llamaba mespoulets, «mis pollitos». La especialidad de mespoulets consistía en atender a clientes que la dirección no quería volver a ver jamás.

Tengo la impresión de que todo departamento académico cuenta con un mespoulets. Nosotros, sin duda alguna, teníamos uno en el Taller de Escritura de la Universidad de Iowa cuando yo daba clases allí. Al mespoulets del departamento de Antropología de mi época le llamaré doctor Z, pues ya no se encuentra entre los vivos.

El doctor Z carecía del encanto y la presencia escénica imprescindibles para adquirir reputación como gran antropólogo cultural. También tenía problemas para ser publicado. Así pues, lo pusieron a ejercer de supervisor de tesis con aquéllos que las estrellas del departamento se mostraban renuentes a colaborar. También impartía un curso en verano, cuando el resto del profesorado estaba de vacaciones, investigando lo que fuese. El curso podía trata de cualquier cosa, ya que su auténtico objetivo consistía en permitir que los veteranos siguieran recibiendo la paga de su agradecido Gobierno. Para llegar a fin de mes, yo trabajaba como reportero de sucesos en la redacción de la agencia Chicago City News, practicando lo que ahora se conoce como «antropología urbana».

Convertirme en uno de los pollitos del doctor Z fue una de las cosas más afortunadas que jamás me hayan pasado, sólo superada, tal vez, por mi presencia en Dresde durante el famoso bombardeo. El doctor Z falleció hace ya tiempo, pero muchas de sus ideas siguen conmigo. Murió bastantes años después de mi partida. Se suicidó. Tenía grandes y brillantes ideas sobre la ciencia, el arte, la religión, la evolución y cualquier cosa que se os ocurra, y las largaba en su absurdo curso estival. Muchas de ellas, así como la grandeza de su lucha con los temas más trascendentales que imaginarse pueda, las incorporé a mis obras de ficción.

No sé si dejó una nota de suicidio. Mi hipótesis es que fue incapaz de resumir sus descomunales ideas sobre el papel.

 Tenía tantas opiniones formidables que hasta me proporcionó una para mi tesis. Yo podía optar a un doctorado menor, fíjate tú, por haber ascendido a cabo en la Academia Militar. El doctor Z dijo que mi investigación debería versar sobre el tipo de liderazgo requerido en caso de que tuviera lugar un cambio radical en la cultura. ¿Para qué conformarse con menos?

Así que me puse manos a la obra. Me dijo que comparase el liderazgo que, mediante la llamada «danza de los espíritus», inspiró a una pacífica tribu india a luchar contra el ejército de los Estados Unidos con el liderazgo de los cubistas, que realizaron grandes hallazgos mediante pinturas y superficies. No lo dijo exactamente así, pero él ya lo había hecho. Y yo, puesto en esa dirección, llegué a una conclusión a la que él ya debía de haber llegado.

Aun así, mi tesis fue rechazada por el departamento, tanto por pretenciosa como por poco antropológica. Yo me había quedado sin tiempo y sin dinero, así que acepté un trabajo en la que entonces era, en apariencia, la empresa más próspera, socialista y compasiva de la historia, la General Electric Company de Schenectady, Nueva York.

Aunque mi tesis era tan valiosa como «una jarra de escupitajos calientes», como solíamos decir en el ejército, me veo obligado a resumírosla: la danza de los espíritus y el del movimiento cubista tenían estos elementos en común:

1. Un líder dotado y carismático capaz de describir los cambios culturales que debían llevarse a cabo.

2. Dos o tres ciudadanos respetables capaces de asegurar que ese líder no era un lunático y merecía que se le prestase atención.

3. Un orador eficaz que le explicara al público en general lo que pretendía el líder, por qué era tan maravilloso y tal y cual. Así cada día.

Resulta que ese tipo de organización le funcionó muy bien a Adolf Hitler, y quizá también a Robert Maynard Hutchins cuando hace sesenta años puso este sitio patas arriba. Hace un par de años estuve en Chicago por motivos profesionales y se me ocurrió visitar mi antiguo departamento. El profesor Sol Tax era el único docente de mi época que aún seguía en activo. Le pregunté por algunos de mis antiguos compañeros de clase, ciertos empollones bohemios cuyas tesis habían sido consideradas aceptables. Uno, me dijo, practicaba la antropología urbana en Boston, momento en el que yo le conté que había trabajado un par de años en una agencia publicitaria de esa ciudad.

Le expliqué lo mismo que a vosotros, lo mucho que le debía al doctor Z, no hice referencia alguna a la baja posición de Z en el escalafón profesoral, los mespoulets. Ah, por cierto, me haría muy feliz que la palabra mespoulets pasara a formar parte de las conversaciones académicas, identificando así a aquel miembro del profesorado como el santo patrón de todos los desgraciados que nunca han llegado a ninguna parte. En las agencias de publicidad, lo más normal es empezar repartiendo el correo. En las facultades, lo normal es empezar siendo un mespoulets.

Cuando yo era un delincuente juvenil, leí en el Reader’s Digest que basta con usar tres veces una palabra en una conversación para que se convierta en parte permanente de tu vocabulario. El doctor Z era un mespoulets y murió sin haber ascendido a un rango superior. Quizá también Sol Tax fuese un mespoulets en determinado momento, pero os aseguro que ya no lo era cuando yo llegué aquí. Se me hace difícil creer que el jefe del departamento, el doctor Robert Redfield, que construyó su reputación —y también la del departamento— gracias a un prolijo ensayo titulado The Folk Society, hubiese sido nunca un mespoulets. Conseguido: ya lo he dicho tres veces, creo.

El doctor Tax, recordando a los mespoulets muertos y enterrados tiempo atrás, me contó que el doctor Z había escrito muy atinadamente sobre cierta controvertida religión de los nativos americanos: el culto al Peyote.

Hasta donde el doctor Tax sabía, el doctor Z no había vuelto a escribir gran cosa después de aquello. Sólo los que asistimos al desenfadado curso de verano de Z éramos conscientes de la escala de las ambiciones de nuestro mentor. Cada seminario, acabamos por descubrir, era una tormenta de ideas y conceptos que luego incluiría en un capítulo de un libro sobre la condición humana que estaba escribiendo o planeaba escribir. No compartí esa información con el doctor Tax, pero le pregunté si conservaba la dirección de la viuda de mi fallecido maestro. Resultó que sí.

Se había vuelto a casar mucho tiempo atrás. Le escribí para contarle lo estimulante que me había parecido su primer marido y lo útiles que me resultaron sus múltiples y diversas especulaciones en mi carrera como narrador. Me temo que le hice recordar una desdicha insoportable que ella confiaba en haber dejado atrás. Nunca nos vimos y nunca nos veremos, pues jamás me respondió.

Si lo hubiera hecho, le habría preguntado si Z puso sobre el papel alguna de sus grandes ideas; y dónde se encontraban esas páginas, si es que estaban en algún lado.

Pobre de mí.

A la larga, me siento también en deuda con el jefe del departamento, el doctor Robert Redfield, tanto como lo estoy con sus mespoulets. Dostoievski opinaba que un recuerdo sagrado de la infancia era, tal vez, la mejor educación. Yo os digo que una teoría romántica y verosímil sobre la humanidad es, quizás, el mejor premio que os podáis llevar de una universidad. Ese premio fue para mí la teoría de la Sociedad Rural del doctor Redfield, que ha sido el punto de partida de las ideas políticas que ahora defiendo.

Os las resumo: dejemos de dar a las empresas y a los nuevos conglomerados siniestros lo que necesitan, y recuperemos lo que necesitamos los seres humanos.

Mucho antes de que yo llegara aquí, todas las teorías de la evolución cultural ya habían sido enunciadas y descartadas por falta de pruebas que las sustentaran. Las culturas no eran peldaños predecibles y fáciles de describir en una escalera que las sociedades estaban llamadas a ascender, del politeísmo al monoteísmo, por ejemplo, y así sucesivamente.

Sin embargo, efectivamente, el doctor Redfield dijo, y yo lo resumo, lo parafraseo o algo peor: «Un momento. Creo que puedo describir con cierto detalle un estadio que muchas, muchas sociedades han alcanzado o superado, sin que ninguna sea más cultivada o atrasada que otra». Tal vez valga la pena pensarlo, porque fue o ha sido algo muy común. El curso que cada año impartía el doctor Redfield sobre la Sociedad Rural era enormemente popular y atraía oyentes de toda la universidad. ¿Se comenta mucho hoy en día su teoría, ya sea aquí o en cualquier otro lugar?

Una Sociedad Rural, sostenía Redfield, era un número relativamente pequeño de personas unidas por la sangre y por una historia común de cierta duración, con un territorio al que nadie más aspiraba o que resultaba fácil de defender y lo suficientemente aislado como para no exponer a sus habitantes a la influencia de culturas ajenas.

Hoy ya no puede haber muchas sociedades así, pero cuando yo llegué aquí por primera vez todavía quedaban unas cuantas. Recuerdo el testimonio de algunas personas que habían vivido en una y aseguraban que el efecto del aislamiento, del pensamiento único, de la repetición, de la rutina y demás resultaba asfixiante.

Me lo creo. Yo nunca llegué a visitar ninguna de esas comunidades, a no ser que consideremos como tal al propio departamento de Antropología.

En cambio, sí había leído mucho al respecto en la biblioteca. Me parecía que esas sociedades, debido a su simpleza y aislamiento, podían ser consideradas como jeroglíficos en los que los seres humanos podrían reconocer ciertas necesidades en apariencia básicas más allá de la comida, el refugio, la ropa y el sexo. A falta de una palabra mejor, aludiré a tales necesidades como espirituales, refiriéndome tan sólo a que son invisibles, inodoras, inaudibles, intangibles e incomibles.

Me preguntaba: ¿Sería posible que ciertos rasgos comunes a todas ellas revelasen algo más que las necesidades de todos los seres humanos, incluidos los aquí reunidos? ¿No podrían esos rasgos mostrarnos también ciertos métodos para satisfacer esas necesidades, esas representaciones teatrales de las que los seres humanos, dada su naturaleza, son tan reacios a prescindir?

Pienso en la Armada británica, cuyos marineros, aunque llenasen de vómito los océanos de este mundo, se encontraban mal constantemente hasta que empezaron a chupar limas. ¡Les faltaba una vitamina, por supuesto! Y aquí estamos nosotros, en esta birria posindustrial, post-Guerra Fría o como queráis llamarla, sintiéndonos mal todo el rato. Consumimos todos los minerales y las vitaminas que necesitamos. ¿Es concebible que suframos de una deficiencia cultural cuyo remedio está a nuestro alcance? Amigos y vecinos, yo le digo que SÍ a lo siguiente:

Démosle a todo el mundo un tótem al nacer. ¿De qué pruebas dispongo para sostener que hasta la gente más cultivada necesita símbolos absurdos y arbitrarios como nexo de unión con otra gente, con la Tierra y con el Universo? Mi signo es Escorpión. ¿Podríais levantar la mano todos los Escorpiones aquí presentes? ¡Caramba, cuántos! ¡Y Dostoievski era uno de los nuestros!

Pues sí, y encontremos una manera de conseguir familias extensas para nosotros y para los demás. Un marido, una mujer y unos críos no son una familia, del mismo modo que una Pepsi light y tres oreos no son un desayuno. Veinte, treinta, cuarenta personas… Eso sí es una familia. Los matrimonios se están yendo al carajo. ¿Por qué? Pues porque las parejas son humanas y sus miembros se dicen mutuamente: «No eres suficiente gente para mí».

Pues sí, y asegurémonos de que todo americano celebra una ceremonia de pubertad, una impresionante bienvenida a los derechos y los deberes de los adultos. Tal como están hoy las cosas, sólo los judíos practicantes disfrutan de semejantes ceremonias. La única manera de que los demás también nos sintamos como adultos consiste en que nos preñen o en preñar a alguien, o cometer un delito, o ir a la guerra y vuelta a empezar.

Para terminar, quisiera decir que es un placer volver a casa.

Imagen de @Beli_one

Kurt Vonnegut (EUA, 1922-2007).

Estudió Bioquímica en la Universidad Cornell. En 1942 ingresó en el ejército después de pasar brevemente por el Instituto de Tecnología de Carnegie. En 1944, mientras Kurt estaba participando en la Segunda Guerra Mundial, su madre se suicidó con una sobredosis de somníferos. A finales de ese mismo año, Vonnegut fue capturado por los nazis en el Bulge y confinado en Dresde, asistiendo al terrible bombardeo al que se ve sometida la ciudad alemana.

Esta experiencia le valió como base de su obra más popular, Matadero 5 (1969), una novela que mezcla realidad y ciencia-ficción con tintes surrealistas para configurar una visión crítica, no exenta de humor, de la sociedad y especialmente de la crueldad bélica, convirtiéndose en uno de los libros pacifistas más importantes del siglo XX. Esta constante crítica social, con tendencia a la sátira y el humor negro con empleo de elementos vanguardistas y fantásticos fueron la base de sus trabajos más prestigiosos.

En el año 1952 apareció su primera novela, La Pianola, distopía y sátira social también conocida como “Utopía 14”. En 1959 publicó Sirenas de Titán, novela nominada al premio Hugo.

Algunas de sus obras posteriores: la colección de relatos Bienvenido a La Casa Del Mono, 1968; Matadero 5, 1969; la obra teatral Wanda June, 1970; Pájaro de Celda, 1979; la colección de ensayos Domingo de Ramos, 1981, y Vigota Dick, 1982 y Galápagos, 1985, entre otras.

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