Materia oscura: El último vuelo del doctor Ain

Alice Sheldon-James Tiptree Jr.

El doctor Ain fue reconocido en el vuelo de Omaha a Chicago. Otro biólogo —de Pasadena— salió del lavabo y vio a Ain sentado en una butaca del pasillo. Cinco años antes, ese hombre había envidiado los enormes subsidios que Ain recibía. En ese momento le dedicó una fría inclinación de cabeza y se sorprendió ante la intensidad de la respuesta de Ain. Casi se volvió para hablar con él, pero se sentía demasiado fatigado; como casi todo el mundo, se debatía contra la gripe.

La azafata que entregaba los abrigos después del aterrizaje también recordó a Ain: un hombre alto y delgado, de pelo color herrumbre, sin particularidad alguna. Se puso en fila sin dejar de mirarla; como ya tenía puesto su impermeable, ella pensó que era alguna forma extravagante de ligue y lo despidió con un gesto.

Vio que Ain trastabillaba entre el smog del aeropuerto, aparentemente solo.

A pesar de los grandes anuncios de la Defensa Civil, O’Hare tardó en descender al subterráneo.

Nadie advirtió a la mujer.

La mujer herida, agonizante.

Ain no fue identificado en camino a Nueva York; pero en la lista del avión de las 2:40 figuraba un «Ames», que podía ser el nombre de Ain mal escrito. Lo era. El avión había dado vueltas durante una hora mientras Ain veía cómo la costa marina cubierta de humo se inclinaba, se enderezaba, volvía a inclinarse monótonamente.

La mujer estaba más débil. Tosía y tironeaba débilmente de las cicatrices de su cara, escondida a medias por su largo pelo. Su pelo, Ain lo veía, esa cabellera que había sido espléndida, estaba rala y apagada. Miró hacia el mar, obligándose a pensar en unas rompientes limpias y frescas. En el horizonte vio una vasta alfombra negra: en alguna parte un petrolero había abierto sus compuertas. La mujer volvió a toser. Ain cerró los ojos. El avión estaba envuelto por la nube de contaminación.

Luego lo vieron mientras se registraba para el vuelo de BOAC a Glasgow. Las instalaciones subterráneas del aeropuerto Kennedy eran un hirviente cocido de gente; el sistema de ventilación no estaba a la altura de esa cálida tarde de septiembre. La hilera de pasajeros se agitaba y sudaba, mientras miraba tediosamente el noticiero. SALVAD LAS ÚLTIMAS VERDES MORADAS. Un grupo ecologista protestaba por la defoliación y drenaje de la cuenca del Amazonas. Algunas personas recordaron más tarde los hermosos colores de las imágenes de la nueva bomba limpia. La hilera se comprimió para permitir el paso de un grupo de hombres uniformados. Usaban botones donde se leía:
¿QUIÉN TIENE MIEDO?

En ese momento, una mujer reparó en Ain. Sostenía un periódico, que ella oyó crujir entre sus manos. Ni ella ni su familia padecían la gripe, de modo que lo pudo ver con claridad. Él tenía la frente sudorosa. Ella alejó a sus niños.

Ain usaba el spray Instac para la garganta, recordó la mujer. No le parecía muy bueno el Instac. Ella y sus niños usaban Kleer. Mientras ella lo miraba, Ain había vuelto la cabeza para mirarla de frente, con la boca llena de spray. ¡Qué desconsideración! Le volvió la espalda. No recordaba que él hubiese hablado con ninguna mujer, pero había escuchado atentamente cuando leyeron en el escritorio el destino de Ain. ¡Moscú!

También el empleado del escritorio lo recordaba con desaprobación. Se había registrado solo, afirmó. Ninguna mujer viajaba a Moscú, pero no hubiera sido difícil que llevara un pasaje abierto. (En ese momento, ellos estaban seguros de que ella lo acompañaba.)

El vuelo de Ain era vía Islandia, con una hora de escala en Keflavik. Ain salió al parque del aeropuerto a respirar con gratitud el aire marino. Respiraba unas cuantas veces, y se estremecía. Más allá del ruido de los bulldozers se oía el mar, que tocaba con sus enormes garras el teclado de la tierra. El pequeño parque tenía un bosquecillo de abetos amarillentos y una bandada de collalbas buscaba alimento en sus senderos. El mes próximo estarían en el norte de África, pensó Ain. Tres mil kilómetros sobre sus alas diminutas. Les arrojó algunas migajas de un paquete que tenía en el bolsillo.

La mujer parecía más fuerte allí. Jadeaba en la brisa, sus grandes ojos fijos en Ain. Por encima de ella, los abetos eran tan dorados como cuando la había visto por primera vez, el día que su vida había comenzado… Él estaba agazapado detrás de un árbol, mirando una musaraña, cuando vio ondular la hierba y reconoció la asombrosa carne desnuda de una muchacha, cremosa, con puntas rosadas, que se acercaba hacia él entre los dorados helechos. El joven Ain contuvo la respiración y ocultó su nariz entre el húmedo musgo mientras su corazón latía desenfrenadamente. Y luego vio ese espléndido pelo que caía por su fina espalda, bailando sobre sus nalgas de forma de corazón mientras la musaraña corría por su mano paralizada. El lago estaba absolutamente sereno, plata polvorienta bajo el cielo nublado, y ella no agitaba el follaje dorado más que un roedor fugaz. El silencio retornó; los árboles ardían como antorchas por donde la chica desnuda había pasado a través del bosque, reflejada en los ojos brillantes de Ain. Durante un momento, creyó que había visto una Oreada.

Ain fue el último en subir. La azafata creía recordar que parecía inquieto. No pudo identificar a la mujer; había muchas a bordo, y niños. Su lista de pasajeros tenía varios errores.

Un camarero del aeropuerto de Glasgow recordaba que un hombre parecido a Ain había pedido gachas escocesas y había comido dos tazones, aunque por supuesto no eran verdaderas gachas de avena. Una joven madre con un cochecito lo vio arrojar migas a las aves.

Cuando se presentó en la ventanilla de BOAC lo saludó un profesor de Glasgow que iba a la misma conferencia de Moscú. Ese hombre había sido uno de los maestros de Ain.

(Se sabía ahora que Ain había hecho estudios de posgraduado en Europa.) Ambos charlaron todo el tiempo durante su viaje a través del Mar del Norte.

—A mí también me extrañó —dijo luego el profesor—. «¿Por qué ha venido dando un rodeo?», le pregunté. Respondió que los vuelos directos estaban completos. (Se vio que esto no era exacto: aparentemente Ain había evitado el vuelo directo a Moscú con la esperanza de pasar inadvertido).

El profesor habló con entusiasmo de los trabajos de Ain:

—¿Brillantes? Desde luego. Es un hombre obstinado, además. Muy, muy obstinado. Era como si un concepto, y con frecuencia la cosa más sencilla, lo detuviera en seco y lo fascinara. Y no dejaba de merodear alrededor en lugar de pasar al próximo punto, como hubiera hecho una mente más dócil. En verdad, me pregunté al principio si no era un poquito obtuso. ¿Pero no recuerda usted que, como se ha dicho, la capacidad de asombrarse ante las cosas corrientes caracteriza a la mente superior? Y por supuesto, así se demostró cuando nos sorprendió a todos con el asunto de la conversión de las enzimas. Es una lástima que su gobierno lo apartara de esa línea. No, él no dijo nada de eso; yo se lo digo a usted, joven. Hablamos mucho de mi trabajo. Me asombró que él estuviera tan al tanto. Me preguntó cuáles eran mis sentimientos al respecto, lo que volvió a sorprenderme. Ahora bien, comprenda: yo no había visto al hombre durante cinco años, y parecía… Bueno, quizás cansado. ¿Y quién no lo está? Estoy seguro de que le alegraba ese viaje: saltaba a estirar las piernas en cada escala. En Oslo, incluso en Bonn. Sí, alimentaba a las aves, pero eso no era una cosa rara en él. ¿Su vida social? ¿Alguna causa de izquierdas? Joven: he dicho lo que he dicho en consideración a la persona que me lo ha presentado, pero debe usted saber que es una impertinencia pensar mal de Charles Ain, o que él pueda ser capaz de una acción incorrecta. Buenas noches.

El profesor no dijo una palabra de la mujer que había en la vida de Ain.

Y no habría podido decirla, aunque Ain ya estaba en términos íntimos con ella en la época de la universidad. No había dejado ver a nadie hasta qué punto estaba obsesionado con ella, con el milagro, con la inagotable riqueza de su cuerpo. Se veían en todos sus momentos libres, a veces en público, pretendiendo un encuentro casual entre desconocidos bajo los ojos de sus amigos, delatando apenas su mutua alegría con grave formalidad. Y después, en la intimidad, ¡qué intenso era su amor! Jubilosamente la poseía, no le permitía reservas. Soñaba con ella, con sus dulces manantiales y sus zonas sombreadas y su blanca gloria ondulando a la luz de la luna, hallando siempre nuevas dimensiones de su alegría.

Entre el canto de las aves y las liebres jóvenes que saltaban en la pradera, el peligro de su debilidad parecía muy lejano. Algunos días oscuros tosía un poco, pero él también…
En aquellos años no pensaba que fuera urgente estudiar la enfermedad.

En la conferencia de Moscú todo el mundo reparó en Ain en uno u otro momento, lo que era natural si se tenía en cuenta su estatura profesional. Era una reunión pequeña de muy alto nivel. Ain llegó tarde; ya había concluido la primera jornada, y él debía presentar su ponencia el tercer y último día.

Mucha gente habló con él y varios compartieron su mesa durante las comidas. A nadie sorprendía que hablara poco; era un hombre reservado salvo en el raro caso de alguna acalorada discusión. Varios de sus amigos lo encontraron algo fatigado y susceptible.

Un ingeniero molecular indio que lo vio cuando utilizaba su spray bromeó con él y le preguntó si había traído la gripe asiática. Un colega sueco recordaba que lo habían llamado por teléfono durante la comida; al regresar, Ain contó que en su laboratorio habían advertido que faltaba algo importante. Hubo nuevas bromas y Ain dijo alegremente:

—Pues sí, muy activo.

En ese momento, uno de los biólogos del Chicom inició sus tareas diarias de propaganda acerca de la guerra bacteriológica y acusó a Ain de fabricar armas biológicas.
Ain lo dejó sin argumentos cuando respondió:

—Tiene usted toda la razón.

Por común consenso, se hablaba muy poco de aplicaciones industriales, contaminación industrial y temas de ese tipo. Y nadie recordaba haber visto a Ain con una mujer que no fuera la vieja señora Vialche, que difícilmente podía subvertir nada desde su silla de ruedas.

Su única ponencia no fue buena, ni siquiera recordando que se trataba de Ain. Siempre había hablado mal en público, pero normalmente exponía sus ideas con esa claridad típica de las mentes de primera. En esa ocasión parecía confuso, y con poco nuevo que decir. El público perdonó esto y lo atribuyó a los efectos moderadores de la seguridad. Ain desarrolló un intrincado argumento acerca del curso de la evolución, en el que aparentemente intentaba demostrar que algo marchaba realmente muy mal. Cuando lo cerró con una referencia al pájaro campana de Hudson, que «cantaba para una raza posterior», varios de los presentes se preguntaron si había bebido.

La gran infracción a la seguridad llegó justamente al final, cuando empezó bruscamente a describir los métodos que había empleado para obtener la mutación y el rediseño del virus de la leucemia. Explicó el procedimiento con admirable claridad en cuatro frases y se detuvo. Luego describió sencillamente los efectos de la nueva cepa, que solo alcanzaban un valor máximo en los primates superiores. El índice de recuperación entre los mamíferos inferiores y los demás órdenes se acercaba al 90 por ciento. Cualquier animal de sangre caliente servía como portador del virus. Además, éste conservaba su viabilidad casi en cualquier medio, y sobrevivía perfectamente en el aire. El índice de contagio era extremadamente alto. Y casi casualmente, Ain añadió que ningún primate sometido al virus, así como ningún ser humano accidentalmente expuesto, había sobrevivido más de veintidós días. Estas palabras cayeron en un silencio que solo interrumpió el ruido de los pies del delegado egipcio que corría hacia la puerta. Luego cayó una silla dorada cuando el americano salió disparado.

Ain no parecía consciente de que el público estaba en una parálisis de incredulidad.
Todo había ocurrido con tal rapidez… Un hombre que se estaba sonando la nariz miraba con los ojos desorbitados más allá de su pañuelo. Otro, que encendía una pipa, emitió un quejido cuando el fuego llegó a sus dedos. Dos hombres que charlaban junto a la puerta no oyeron sus palabras, y sus risas resonaron en el silencio mortal en que aún vibraban las últimas palabras de Ain: «Realmente, no vale la pena intentar nada.»

Más tarde comprendieron que había intentado explicar que el virus utilizaba los propios mecanismos inmunizadores del cuerpo, de modo que la defensa era por definición imposible.

Eso fue todo. Ain miró a su alrededor esperando vagamente alguna pregunta, y luego atravesó el salón por el pasillo. Cuando llegó a la puerta, la gente lo rodeó ansiosamente.
Giró y dijo con cierta impaciencia:

—Sí, por supuesto está muy mal. Ya lo he dicho. Todos nos hemos equivocado. Y ahora, todo ha terminado.

Una hora después descubrieron que se había marchado, en un vuelo de Sinair a Karachi.
Los hombres de la seguridad lo alcanzaron en Hong Kong. Parecía ya muy enfermo, y los acompañó dócilmente. Regresaron a los Estados Unidos por Hawai. Sus captores eran personas civilizadas: vieron que era un hombre amable y lo trataron del mismo modo. No tenía armas ni drogas. Lo sacaron a pasear, esposado, en Osaka; le permitieron dar miguitas a las aves y escucharon con interés su informe acerca de las rutas migratorias de la gallineta común. Tenía la voz muy ronca. En ese momento, solo lo requerían por los problemas de seguridad. Nadie les había hablado de una mujer.

Dormitó la mayor parte del viaje a las islas; pero cuando las avistaron se arrimó a la ventanilla y empezó a murmurar. El hombre de seguridad tuvo entonces la primera sospecha de que había una mujer implicada y puso en marcha su magnetófono.

—«Azul, azul y verde hasta que ves las heridas. Oh, muchacha, oh hermosa, no morirás. No te dejaré morir. Te lo aseguro, muchacha, ya ha pasado todo… Ojos brillantes… Mírame, quiero verte viva. Reina, cuerpo delicioso, muchacha, ¿te he salvado? Oh, terrible de conocer, noble, hija de Caos, vestida de luz azul y dorada… La bola de la vida arrojada al cielo, girando, sola en el espacio… ¿Te he salvado?» Al final del viaje, estaba visiblemente febril.

—Ella puede haberme engañado, ¿sabe? —dijo confidencialmente a un hombre del gobierno—. Tiene que estar preparado para eso, por supuesto. La conozco. —Se echó a reír suavemente—. Es cosa muy seria… Retuerce el corazón…

Al llegar a San Francisco estaba feliz.

—¿Sabéis que las nutrias volverán? Estoy seguro. Ese terreno ganado al mar no durará; aquí habrá nuevamente una bahía.

Lo pusieron en una camilla en la Base Aérea Hamilton, y estaba inconsciente un momento después del despegue. Pero antes había insistido en arrojar las últimas migas que le quedaban a las aves de la pista.

—Las aves tienen sangre caliente, ¿sabe? —dijo al agente que lo esposaba a la camilla.
Luego Ain sonrió dulcemente y quedó inerte. Permaneció así casi los diez días restantes de su vida. Por supuesto, en ese momento a nadie le importaba. Los dos hombres del gobierno murieron rápidamente, apenas terminaron de analizar los restos del alimento para aves y del spray para la garganta. La mujer del Kennedy había comenzado a sentirse mal.

El magnetófono que pusieron junto a su lecho no dejó de funcionar; pero si hubiera habido cerca alguien que pudiera oír la grabación, solo habría encontrado balbuceos.
—Gea Gloriatrix -canturreaba-. Gea, muchacha, reina…

Por momentos se mostraba grandioso y atormentado.

—Nuestra vida, tu muerte —gritaba entonces—. Nuestra muerte hubiera sido también la tuya, no era necesario, no era necesario…

En otras ocasiones acusaba.

—¿Qué has hecho con los dinosaurios? —preguntaba—. ¿Acaso te molestaban? ¿Cómo hiciste, con ellos? Fría, reina, eres demasiado fría. Esta vez has estado muy cerca, muchacha —deliraba. Y luego lloraba, acariciaba las ropas de la cama, se ponía sentimental.

Solo en el último instante, entre su propia inmundicia, sediento, encadenado aún a la cama en que lo habían olvidado, recobró de pronto la coherencia. En el tono claro y ligero de un enamorado que planea un paseo al campo en verano, preguntó al magnetófono:

—¿Has pensado alguna vez en los osos? Con tantas posibilidades… Es curioso que nunca hayan adelantado más. Por casualidad, ¿no estabas tratando de salvarlos, muchacha? —Rio con su garganta destrozada, y más tarde murió.

Oscar Kokoschka

Alice B. Sheldon-James Tiptree Jr (EUA, 1915-1987).

Alice B. Sheldon llevó una doble e intensa vida.

Fue una de las mayores escritoras de ciencia ficción del siglo XX, además de psicóloga, militar y agente de la CIA. Durante gran parte de su carrera literaria, su identidad permaneció oculta, ya que publicaba bajo los seudónimos de James Tiptree Jr. y Raccoona Sheldon. Entre 1974 y 1986 recibió dos premios Hugo, tres premios Nébula y dos premios Locus por diversos relatos.

En 1967 adoptó el seudónimo James Tiptree Jr. Eligió un nombre genérico como James y luego sacó el apellido Tiptree de un frasco de mermelada. En una entrevista afirmó: “Un nombre masculino me parecía una buena manera de camuflarme. Sentía que un hombre pasaría más desapercibido. Había tenido demasiadas experiencias en mi vida en ser la primera mujer en una ocupación determinada”.

“Tiptree” nunca hizo una aparición pública, pero si se comunicaba con algunos lectores y otros autores de ciencia ficción por correo. Cuando se le preguntaba por su vida personal proporcionaba datos verdaderos, exceptuando información relacionada con el género al que pertenecía. Muchos de los detalles que Tiptree dio a conocer en sus cartas (sobre su carrera en las Fuerzas Armadas, su doctorado) aparecieron también en biografías oficiales.

Nació en Chicago, hija de un abogado y de una escritora de libros de viaje; su infancia estuvo marcada por travesías a la lejana África para los libros de su progenitora, en los que ella además ayudaba con sus ilustraciones. Pintaría por las décadas siguientes, y tendría incluso un breve trabajo como crítica de arte en un periódico.

Su marido, Huntington D. Sheldon, fue perdiendo la visión y quedó postrado en cama, y Alice comentó con cercanos que ambos no querían seguir viviendo si no podían ser autovalentes. La pareja fue encontrada muerta en 1987: Alice habría respetado un pacto entre ambos, matando a su esposo primero y luego quitándose la vida, para no seguir viviendo como ancianos.

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