Materia oscura: Informe de un Lisolíngüe

Guillermo Meléndez

Por el milagro de la ecdisis, mi piel se renovaba con frecuencia y mis escamas estaban siempre deslumbrantes cómo láminas de jade, como lentejuelas de bombacho de suripanta meneándose bajo la euforia de un charlestón.

Mi lengua y mis dos pequeños hemipenes de triple cabeza, fueron los ingredientes básicos del famoso bebistrajo “Lázaro” que desde la conquista hasta el porfirismo fue usado en toda la comarca como afrodisíaco, teniendo entre sus consumidores más célebres al Obispo Verger, al Ojo de Vidrio y al Gobernador De Vergara y Mendoza.

Gracias a esas gracias, se forjó mi desgracia, pues masacres despiadadas me borraron del mapa y sólo un dibujo a lápiz del naturalista brasileño Heitor Oliveira quedó como único vestigio de aquella criatura indefensa que habitaba la tierra desde la era del mamut.

Después del sapo coliflor de Hualahuises, de las mancuspias de Marín, de los burcardos del Peña Nevada, yo fui el último agregado a la lista negra de animales neoloneses extintos por culpa de esa especie que se auto nombra Homo sapiens, que de sapiens tiene lo que yo tengo de oso.

Aunque nuestras hembras desovaban nidadas hasta de veinte huevos, y como las de los dragones de Komodo poseían la virtud de concebir por medio de la partenogénesis, el prodigio de la naturaleza no pudo contra la brutalidad de ese primate arrogante inventor de dioses que perdonan sus crímenes, que por vanos beneficios a garrotazo limpio fue reduciendo mi raza hasta que el último ejemplar, cautivo en un chiquero, murió en una epidemia de diarrea porcina que hubo en 1930 en Atongo de Abajo.

Los Hualahuis, que aprovechaban nuestra baba para envenenar sus dardos, nos decían zapizapi; los biólogos nos bautizaron como Sphenodon Neolonensis, los cazadores nos llamaban Lisolíngüe o  Varano Resucitador, ya que, según sus curanderos, nuestra gran lengua y nuestros genitales contenían un glucógeno que aportaba dureza para que el pájaro del amor no fracasara al momento de la cópula.

LISOLINGUE. Héctor Olivares

Guillermo Meléndez (Galeana, Nuevo León, 1947).

Poeta. Estudió Derecho en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Premio a las Artes 2008 otorgado por la misma Universidad, en el ramo de artes literarias.

Ha publicado: Perdido mas no tan loco, 1979; Jacinto enloquecido, 1985; Estrategias de la nostalgia, 1988; Diario del Sillayama, 1993; Inmundi, 1995; Memorias del aljibe, 1998; Ciudad del náufrago: Poemas 1978-2000, 2002; Cuaderno de la nieve, 2004; El legajo de la noche, 2008; Los primeros once, 2009; La penúltima piel, 2011; Mi mejor lápiz, 2018.

Héctor Olivares

Es originario de Reynosa, Tamaulipas. Actualmente se desempeña como maestro de Escultura en la Universidad de Monterrey (UDEM) y en la Facultad de Artes Visuales de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL).

Su experiencia ya suma más de 30 años ejerciendo las artes plásticas y alrededor de 25 años siendo maestro universitario.

Ha trabajado en fundiciones, en estudios de escultura, en proyectos de escultores famosos como Tom Otterness y Louise Bourgeois con quien tuvo la suerte de trabajar en las Arañas que estuvieron instaladas en la explanada de Bellas Artes en México.

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