Materia oscura: La ciudad de Luzbel

Cristina Peri Rossi


Un viajero me contó que se habla enamorado de una mujer llamada Luzbel en una ciudad extraña. Era una ciudad sin tiempo, sin pasado, suspendida como en una pompa de jabón, y por eso mismo, exonerada del futuro. «Carecer de futuro —me dijo— es haber penetrado en la inmortalidad, pero no se penetra en la inmortalidad de cualquier manera, y la manera de penetrar de la ciudad de Luzbel fue imperceptible, de modo que todo quedó como estaba, lánguidamente.» De Luzbel, no se puede salir. Nada lo prohíbe, si no es el sueño, pero se trata de un sueño como una membrana, y las tenues, embriagadoras secreciones de esta membrana —vaporosas como los humores del viento— envuelven a sus habitantes, de modo que no saben que sueñan, y por no saberlo, no atinan a despertar. «Al principio —me confesó el viajero— creí que ese imperceptible efluvio se desprendía de los árboles. La ciudad de Luzbel es alta y arbolada. Alta, por erigirse en el descanso de una colina ligera, no muy por encima del nivel del mar, pero lluviosa y sacudida por los vientos. Tanta agua propicia el crecimiento de los árboles, que lucen brillantes y numerosos, disparando sus ramas hacia la luz celeste del cielo como arcos bien tendidos, y a veces, como suaves alas de pájaros. En la ciudad se respira un aire siempre perfumado, pero en los huecos de los troncos, húmedos todo el año, negros en las cuatro estaciones, creí descubrir otro perfume, éste subrepticio, inmerso en el otro como un pasajero oculto y obstinado, como un náufrago adherido a un madero. El efecto de este perfume es hipnotizador. Es imposible hablar de él con los habitantes de Luzbel, que sonreirían escépticamente: tan acostumbrados están a él, a tal punto nacen y se crían bajo sus efectos.» De Luzbel no se puede salir, pero en cambio, se puede entrar, aunque nadie parece haberlo hecho deliberadamente. Se arriba por casualidad, se llega porque no se pudo ir a otra parte. Son muchos los viajeros que se detuvieron en la ciudad de Luzbel sólo en tránsito, como etapa de un viaje más largo, y no volvieron a salir de ella. Iban por un día, por una noche, pero algo —imperceptible— los detuvo y ya no salieron más. «Lo que los retuvo es el tiempo —me comentó el viajero—, la inmovilidad de un tiempo estancado, siempre el mismo, para el cual no existe el mañana ni el después.» No dan explicaciones, ni arguyen pretextos para quedarse, porque nadie les pregunta nada, y porque, somnolientos, como hipnotizados, tampoco saben que se están quedando. No podrían decir, por ejemplo, que los retienen los negocios: la ciudad de Luzbel tiene una ínfima vida comercial, se fijó en el tiempo —accedió a la inmortalidad, diría el viajero— mucho antes de que los negocios fueran una actividad digna y respetable: cuando todavía era el simple intercambio para vivir, ajeno a cualquier arte, y, por ende, despreciable. No podrían decir, por ejemplo, que los retienen el lujo y las comodidades: Luzbel carece de esas fáciles seducciones apropiadas para gente de dinero y que matan el tiempo. En la ciudad de Luzbel no es necesario matar el tiempo, porque el tiempo ya murió, en un ayer antepasado que se prolonga para siempre.

Los viajeros en tránsito depositaron un instante la maleta en una calle, en un andén, en el banco de madera de una plaza, con la intención de descansar un rato, pero algo los atrajo, algo que no aciertan a descifrar y que en todo caso no es motivo de conversación, ni se repite de unos a otros. Según el viajero, a veces es la luz. Una luz lenta y prolongada, todopoderosa, que nimba con tonos matizados cada hora del día y cambia el aspecto de las cosas, de modo que lo que se ha visto hoy, a la rubia y profunda luz de las diez de la mañana ha de verse de otra manera a la grisácea luz de las once y a la luz celeste del mediodía. El viajero que quiere fijar un contorno o guardar una imagen —como se atesoran las hojas de un árbol o las piedras fosilizadas— no ve dos veces la misma luz, ni aprecia, dos veces, la misma forma. Y se sume en un sueño de imágenes que varían, de sombras cambiantes, detrás, siempre, de un contorno que huye, como un buque fantasma. A otros, lo que los retuvo fue una conversación iniciada en un café y que no concluye jamás. Dado que la ciudad de Luzbel carece de industria y de comercio, sus habitantes se entregan, con sumo placer, a la conversación. Por todas partes hay pequeños locales, destartalados y sin puertas, donde se celebran largas e intensas conversaciones que no tienen principio ni fin. Se habla acerca del mundo, porque en una ciudad de la cual no se puede salir, ni nadie ha salido en los últimos años, el mundo está siempre presente, es el punto de referencia imaginario de toda conversación. A miles de kilómetros y océanos por medio de Francia, en la ciudad de Luzbel se habla de Francia con mucho detalle, pues sólo amamos aquello que nos parece distante. El nombramiento de un nuevo ministro francés, la muerte de un escultor de la rue Rivole, el encarecimiento de la gasolina en París o el estreno de una obra en l’Opera —los habitantes de Luzbel están muy bien informados de lo que ocurre en todas partes y son grandes lectores de diarios— tanto como un artículo aparecido en Le Monde—y leído con veinticuatro horas de retraso— son temas de ardientes y continuadas polémicas. Algún viajero ha permanecido en la ciudad toda la vida, dispuesto a investigar en los archivos un oscuro episodio de la guerra del 14, mejor conocida en. Luzbel que en su ciudad natal europea. Otros han quedado prendidos y prendados del agua. En Luzbel llueve muy a menudo, pero ninguna lluvia es igual a otra. Los relatos acerca del agua son múltiples, y cuando se escuchan, invitan delicadamente a quedarse. Se habla de un agua purificadora, que limpia las ventanas, destiñe el hollín de los tejados y hace crecer el cabello. Otra es el agua invasora, que recorre la ciudad haciendo estallar los portales, segando árboles y arrastrando los muebles antiguos de las casas. Y hay un agua rumorosa, que no se ve, pero se escucha en el fondo de la vegetación, entre los nudos de las plantas trepadoras y de las hierbas que reptan. Según el viajero, el agua de Luzbel es recogida, íntima y propiciatoria. Cercados por el agua que crea pequeñas islas en el pavimento de la ciudad, una mujer y un hombre que no se conocen, pero que tienen por delante varias horas de intimidad mirando llover, inician siempre una conversación sin prisa que los lleva a divagar por los diversos senderos del sueño, iguales a los del agua. En su isla de cemento, bajo la marquesina reluciente de un café, detrás de un cristal o protegidos por un portal, se sienten los todopoderosos dueños del tiempo, y aislados por el agua, tienen algo de las criaturas primigenias, dotadas del don de la exploración y de la nomenclatura. «Esa lluvia —me contó el viajero— invita a la intimidad y a la fantasía. Establece una imprevista complicidad entre dos que antes no se conocían, unidos ahora por el cerco de la lluvia que los aísla entre el reflejo de las luces en el suelo y la duplicidad del agua en las ventanas.» En la ciudad de Luzbel no existen, casi, referencias al pasado, pues cuando se ha abolido el tiempo, el pasado es eterno. No hay viejos edificios reconstruidos, ni puertas históricas, ni museos. Nada se guarda, puesto que durará para siempre. Por lo demás, los viajeros que llegaron un día de paso y se quedaron, sumergidos en la hipnosis del agua o enfebrecidos por la conversación, sólo tienen memoria de su estancia en la ciudad de Luzbel. Su propio pasado quedó abolido. No piensan regresar a ninguna parte ni ir a otra. «Llegué por azar al puerto —me confesó el viajero—, dispuesto a pasar sólo una noche en la ciudad de Luzbel, de la cual, por lo demás, nunca había oído hablar. Desde la baranda del barco me pareció una ciudad extraña, como si flotara entre el mar y la colina. La había indicado un día antes en mi mapa —me gusta viajar con mapas—, cuando supe que haríamos una pequeña escala, para abastecer el barco. Desde la baranda se divisa un cementerio muy blanco, lleno de curiosas esculturas, algunas de pésimo gusto, todo sea dicho, un cementerio que produce un extraño sobresalto: como si las estatuas y las fotografías, las inscripciones y la música del viento —tañedor y lleno de zumbidos— no permitieran establecer esa frontera definitiva entre los vivos y los muertos que es tan rígida en otras partes.» Como tantos, él había depositado su maleta en el mostrador de estaño de un ínfimo café del puerto, dispuesto a volver al barco en cuanto llegara la hora de la partida, pero algo lo retuvo: había creído encontrar algo familiar y todavía indescifrable en la ciudad de Luzbel. «Nunca había estado en ese lugar, según los datos de mi conciencia; no por lo menos en esta vida, ni recordaba que alguno de mis antepasados lo hubiera estado. Sin embargo, cuando levanté la cabeza del mostrador de estaño, donde un silencioso patrón me habla servido un vaso de whisky nauseabundo, destilado en la ciudad, vi mi nombre reflejado en el espejo, con las letras rojas de la marquesina de un pequeño cabaret. Confieso que me sobresalté. Mi apellido no es común, y por lo que sabía se extinguiría conmigo, si no tenía hijos. Jamás hubiera imaginado encontrarlo, en grandes letras de neón, en la marquesina de una perdida ciudad casi olvidada en los mapas. Me serené y le pregunté, con aparente indiferencia, al hombre que me había servido, acerca del origen de ese nombre que brillaba, rojamente, en la marquesina. Lo miró sin interés y me respondió con displicencia: Algún ruso que se perdió por aquí.» Los habitantes de la ciudad de Luzbel —me informó el viajero— comprenden varias lenguas, posiblemente porque es una ciudad de emigrantes, de vagabundos, hombres y mujeres de origen diverso que llegaron un día y no regresaron más a su lugar natal. Por eso mismo son profundamente indiferentes a las genealogías. También a las nacionalidades. «El lugar de origen les parece un accidente trivial, poco significativo, y en todo caso, están mucho más atentos a las afinidades que produce compartir el tiempo, no el espacio. Luzbel está lleno de rusos, polacos, italianos, turcos, rumanos, alemanes, vascos, holandeses y portugueses: si alguien nació en Luzbel, lo hizo hace muy poco tiempo. Se hablan varias lenguas, por lo menos lo suficiente como para entenderse en las cosas esenciales. Aunque las cosas esenciales, en Luzbel, son algo extrañas. Es esencial, por ejemplo, aunque se esté aparentemente de paso, albergarse en algún café. Se puede no tener casa, pero no se puede vivir en Luzbel sin parar en un café que todo el mundo pueda reconocer. Allí donde uno puede ser encontrado, cuando se le busca. De modo que el patrón, luego de servirme otra copa, «invitación de la casa», según sus palabras, me ofreció el bar como mi nueva residencia. «Si le gusta —me dijo, con sencillez— puede quedarse todo el tiempo que quiera. Cierro a las tres de la madrugada, pero usted puede quedarse jugando a la baraja y dormir aquí. Podrá recibir a las visitas en el bar, invitación de la cala, y conocerá mucha gente interesante. Si quiere, habla, si no quiere no habla», me dijo el patrón. Acepté. Estaba intrigado por el nombre en la marquesina del bar o cabaret, todavía no lo sabía, y por lo demás, pasar la noche en un local del puerto de esas características me pareció una empresa singular y quizá bella.»

El viajero intentó investigar el origen de ese nombre, igual al suyo, inscrito en la marquesina brillante del pequeño cabaret. En efecto, se trataba de un cabaret de mala muerte, con butacas de felpa roja raídas por el uso y flecos dorados, retorcidos, que morían por el piso como restos de una antigua cabellera. A algunas butacas les faltaba el respaldo, a otras un brazo, pero también faltaban muchos caireles de la araña manchada de grasa, y las tablas del suelo, desiguales, mostraban grandes agujeros, como caries. Las cuatro o cinco coristas que actuaban cada noche eran mujeres flacas, lánguidas, desentendidas de su oficio que levantaban una pierna machucada como si fuera una sesión de gimnasia y masticaban una rara hierba —barba de choclo, le informó un espectador— que lanzaban, en forma de bola, sobre la cara de los clientes con el impulso de una oscura venganza.
Cuando le preguntó al dueño del cabaret por el nombre que lucía en la marquesina del local, se alzó de hombros y le dijo: «Algún ruso que se perdió por aquí. Se pierde mucha gente por aquí. Se perdió un griego llamado Sócrates —el viajero no supo si reírse o no—, se perdieron varios Homeros, se perdió una bailarina persa llamada Sirta, se perdió un submarino alemán que todavía podrá ver en la costa, si le interesa, se perdió un nazi especialista en abortos, se perdió un húngaro que había inventado el bolígrafo, se perdió un japonés que tenía un récord de algo, se perdió una bruja que había huido de Salem, se perdió un cantante de jazz y el holandés del palito.»

Según pudo averiguar en días y copas sucesivos —ya se había acostumbrado al pésimo alcohol de orujo destilado en miserables catacumbas de la ciudad—, el propietario del cabaret de mala muerte lo había obtenido en una partida de cartas, una noche de invierno, hacía dos o diez años: en la ciudad de Luzbel no existe la costumbre de datar con precisión los acontecimientos, porque el tiempo es una eternidad gris, sin ningún significado. El dueño del cabaret lo habla ganado en una partida de cartas hacía un año, dos o diez: este hecho no revestía importancia. El nombre del bar, entonces, ya lucía en la marquesina, y no se molestó en cambiarlo, ni se le ocurrió preguntar su origen: en Luzbel nada se modifica, porque el tiempo, no existe. Educadamente, el viajero le preguntó al nuevo propietario si podía ver los papeles de la cesión, porque tenía interés en saber quién era el antiguo dueño, pero el hombre le dijo que no existían esos papeles, ni creía que hubieran existido nunca, en Luzbel no hay certificados, ni actas, ni documentos autentificados, ni a nadie se le ocurre reclamarlos, porque las cosas que ocurren —compras, ventas, defunciones, nacimientos, peleas, herencias— siguen ocurriendo y ocurrirán para siempre, de modo que no se necesita ningún testimonio, más que la memoria de la gente. «En su memoria —dijo entonces el viajero—, ¿quién era el antiguo propietario del cabaret?» El hombre pensó un rato. Pareció recordarlo, súbitamente, y dijo: «Un polaco que se perdió por aquí.» A esa altura —me contó el viajero— ya había comenzado a sentir los efluvios de Luzbel y aunque conscientemente no se proponía quedarse, iba dejando pasar los días subyugado por las diversas fantasías que flotaban sobre las aguas de Luzbel como telas de araña. En el café conversaba con hombres y mujeres que le contaban historias de una manera tan dulce y lánguida, tan envolvente, que llegó a sentirse como el marino perdido en un mar de sirenas. Las historias nunca tenían fecha: empezaban «Una vez…», o «Hace tiempo», de manera invariable, y cualquier pregunta que intentara situar en el tiempo el relato era considerada una impertinencia, una grotesca irrupción de la prosa en la poesía.

Envuelto en la marea de relatos que subyugaban la voluntad, hacían flotar el horizonte y creaban inmensos espacios de existencia impersonal, el viajero llegó a pensar que Luzbel era una ciudad Pandora: una gran caja sin fondo de la cual los habitantes, memoriosos e imaginarios, sacaban conejos y peces, plantas, murciélagos, corbatas, campanas, abalorios, luces y pájaros. En los escasos raptos de lucidez que le sobrevenían a veces, como luego de una borrachera, se proponía abandonar la ciudad, seguir el viaje. Antes de partir le preguntó, por casualidad, a un parroquiano del café donde vivía cuáles eran las cosas de Luzbel que le faltaban ver. «Vi el viejo submarino alemán que naufragó en la costa —enumeró, preciso—, la mujer araña del parque, la piedra que gira en dirección opuesta al viento, el faro del vigía suicida, el bosque de pinos azules, el ferrocarril que corre al borde del mar y la estación de los ingleses. Pero nunca encontré al holandés del palito» dijo—. «Ni a Luzbel» —agregó el interlocutor, sin acentuar las palabras, como un comentario al margen. El viajero no quiso caer en la trampa. No se mostró interesado ni curioso. Entonces el otro empezó a contar, mirando la copa medio llena. «A Luzbel no la vio todavía porque no sale nunca. El holandés del palito si sale, pero Luzbel no sale. Ni los domingos. No la puede ver por la calle, ni en una tienda, ni en una iglesia, ni visitando un museo, ni en una confitería. Y para visitarla hay que saber la contraseña.» «¿Cuál es la contraseña?», preguntó el viajero, que ahora no podía disimular su interés. «Un verso», respondió su informante. «Pero no cualquier verso. El verso cambia cada pocos días. Ella lo pronuncia detrás de la puerta, y si usted sabe cómo sigue, tendrá acceso a la casa, de lo contrario deberá irse. Y Luzbel es implacable. No perdona a nadie que no sepa cómo sigue. Al otro día, toda la ciudad sabe que usted es un ignorante que no supo continuar el verso. Luzbel se burla de todos sus amantes fracasados.» Al viajero le pareció una prueba llena de azar, y trató de que su interlocutor siguiera con el relato. «El que acierta la primera vez —continuó el parroquiano, sin mirarlo— es bien recibido. Pero si quiere volver, y le aseguro, amigo mío, que todos quieren volver, tendrá que cambiar el verso la próxima vez.» El viajero meditó. En Luzbel, muchas palabras tienen doble sentido, y él había cometido algunas ingenuidades por no saberlo. Las palabras significan lo que significan, más un espectro difuminado de alusiones metafóricas que giran, como planetas diminutos, quizá porque la única manera de salir de Luzbel es con la imaginación. «Tendrá que cambiar el verso», la última frase de su interlocutor, podía querer decir, también, que el amante aceptado por primera vez en la intimidad de Luzbel debía cambiar su discurso la segunda vez. «¿Quiere decir —preguntó, cauteloso— que la contraseña no se repetirá la segunda vez?», dijo. «Ni la segunda, ni la tercera, si es tan dichoso como para acertar más de una vez», respondió su interlocutor. Bebieron en silencio, como si no tuvieran interés en seguir la conversación. «El secreto está en la pared», agregó el parroquiano, luego de un rato. «¿Qué pared?», preguntó el viajero. «La pared —insistió el otro—. Fíjese en la pared. Si consigue entrar una vez, fíjese en las inscripciones de la pared. Luzbel escribe en las paredes, como las antiguas mujeres del Egipto. Llena las paredes de su cuarto con signos, cábalas, enigmas y los versos que prefiere. No escribe con lápiz de labio, no. No escribe con pinceles. Ni con la sangre de sus amantes, ni de sus menstruaciones. Escribe con una barra de cera roja como su sexo. A veces, borra. O escribe encima, y las inscripciones se confunden, como palimpsestos.» El viajero llenó otra vez las copas. Dijo que un olor a cera lo mareaba, y confundido, pensó que eran las velas del bar, sobresaliendo del cuello de las botellas vacías como mástiles. «Luzbel es lenta —siguió el parroquiano—. Desprecia la pasión confusa que omite detalles y precipita los movimientos, en torpe entrevero. Luzbel ama la pasión lenta, larga, que se detiene, morosa, en cada poro. Luzbel pulsa como quien pesa. Palpa como quien no tiene ojos. Mira, a veces, la pared. Pero no es vista: el amante enfebrecido se sumerge, ciego, y no ve, no oye. Jamás mira alrededor; alrededor: los lugares en los que Luzbel, lenta como un siglo, teje su tela de araña, enhebra hilos, tuerce cordeles. Luzbel es lenta. Mientras el agitado amante se hunde en las fuentes, es posible que una de sus manos libre —con la otra guía la cabeza inmadura del viajero— trace signos en la pared. Escritura que el apresurado no verá. Esté atento a esos símbolos, tanto como a sus corvas. Porque en algún momento Luzbel se derrama en cascada. La lentitud de Luzbel es generosa. Cuando se han recorrido todos sus caminos, intervenido en sus puertas, deslizado suavemente por sus galerías, Luzbel se estremece hasta siete veces. Alguien dice hasta setenta veces siete. Como esos temblores de tierra que empiezan a oírse lejos y retumban difundiéndose cada vez en una superficie mayor; como los truenos que repican a la distancia y su eco crece, golpea la tierra, estremece los árboles, arranca los pájaros del nido. Los ecos de Luzbel se escuchan como tambores en el pavimento de la ciudad, cada vez más fuerte. El golpe de una lonja, hondo y repetido.»

La primera vez, el viajero consiguió penetrar en Luzbel gracias a Dante. Escuchó, detrás de la puerta, el verso iniciático: «Por mí se va a la escondida senda. Por mí se va al eterno dolor.» Emocionado, respondió: «Dejad toda esperanza, vosotros, los que entráis.»

La puerta de Luzbel se abrió lentamente —no la vio, al principio, cegado por la oscuridad— y accedió, temblando, al recinto sagrado. Entonces supo —durante un instante de lucidez— que sólo ese verso le estaba destinado a él, viajero atrapado en la seducción de una ciudad como un sueño.

Se trasladó a Barcelona en l972; comenzó su actividad contra la dictadura uruguaya, escribió en las páginas de la mítica revista Triunfo, pero nuevamente perseguida, ahora por la dictadura franquista, tuvo que exiliarse en París en l974. Regresó definitivamente a Barcelona a fines de ese año, obtuvo la nacionalidad española y desde entonces vive en España.

Cristina Peri Rossi (Montevideo, 1941)

Desde el principio, usó el segundo apellido en homenaje a su madre, que la instruyó desde pequeña en el amor a la literatura, a la música y a la ciencia. Estudió biología, pero se licenció en Literatura Comparada. Siendo muy joven obtuvo la cátedra que ejerció hasta que tuvo que abandonar el país, por motivos políticos. Publicó su primer libro en l963, y obtuvo los premios más importantes de Uruguay, pero su obra fue prohibida, así como la mención de su nombre en los medios de comunicación durante la dictadura militar que gobernó el país de l973 a l985.

Ha sido profesora de literatura, traductora y periodista, y es conferenciante habitual de universidades españolas y extranjeras. Sus numerosos artículos han aparecido en diversos diarios y revistas: El País, Diario 16, La Vanguardia, El Periódico de Barcelona, El Mundo y Grandes firmas de Agencia Efe.

Ha luchado contra las dictaduras, a favor del feminismo y de los derechos de los homosexuales. Su obra abarca todos los géneros: poesía, relato, novela, ensayo, artículos y es considerada como una de las escritoras más importantes de habla castellana, traducida a más de quince lenguas.

Se reconoce como una escritora de mentalidad renacentista, abierta a todas las disciplinas y con intereses muy variados.

Hace unos días le fue conferido el Premio Cervantes 2021.

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