Materia oscura: La Nena

Ricardo Piglia

LOS DOS PRIMEROS hijos del matrimonio hicieron una vida normal, con las dificultades que significa en un pueblo chico tener una hermana como ella. La nena (Laura) había nacido sana y recién al tiempo empezaron a notar signos extraños. Su sistema de alucinaciones fue objeto  de  un  complicado  informe  aparecido  en  una  revista científica, pero mucho antes su padre ya lo había descifrado. Yves Fonagy lo había llamado «extravagancias de la referencia». En esos casos, muy poco frecuentes, el paciente imagina que todo lo que sucede a su alrededor es una proyección de su personalidad. Excluye de su experiencia a las personas reales, porque se considera muchísimo más inteligente que los demás. El mundo era una extensión de sí misma y su cuerpo se desplazaba y se reproducía.  La preocupaban  continuamente  las maquinarias, sobre todo las bombitas eléctricas. Las veía como palabras, cada vez que se encendían alguien empezaba a hablar. Consideraba entonces la oscuridad una forma del pensamiento silencioso. Una tarde de verano (a los cinco años) se fijó en un ventilador eléctrico que giraba sobre un armario. Consideró que era un objeto vivo, de la especie de las hembras.

La nena del aire, con el alma enjaulada. Laura dijo que vivía «ahí», y levantó la mano para mostrar el techo. «Ahí», dijo, y movía la cabeza de izquierda a derecha. La madre  apagó  el  ventilador. En  ese  momento  empezó  a  tener  dificultades  con  el lenguaje. Perdió la capacidad de usar correctamente los pronombres personales y al tiempo  casi  dejó  de  usarlos  y  después  escondió  en  el  recuerdo  las  palabras  que conocía. Solo emitía un pequeño cloqueo y abría y cerraba los ojos. La madre separó a los chicos de la hermana por temor al contagio, cosas de los pueblos, la locura no se puede contagiar y la nena no era loca. Lo cierto es que mandaron a los dos hermanos internos a un colegio de curas en Del Valle y la familia se recluyó en el caserón de Bolívar.  El  padre  enseñaba  matemáticas  en  el  colegio  nacional  y  era  un  músico frustrado. La madre era maestra y había llegado a directora de escuela, pero decidió jubilarse para cuidar a su hija. No querían internarla. La llevaban dos veces por mes a un instituto en La Plata y seguían las indicaciones del doctor Arana, que la sometía a una cura eléctrica. Le explicó que la nena vivía en un vacío emocional extremo. Por eso el lenguaje de Laura poco a poco se iba volviendo abstracto y despersonalizado. Al principio nombraba correctamente la comida; decía «manteca», «azúcar», «agua», pero  después  empezó  a  referirse  a  los  alimentos  en  grupos  desconectados  de  su carácter nutritivo. El azúcar pasó a ser «arena blanca», la manteca, «barro suave», el agua,  «aire  húmedo».  Era  claro  que  al  trastocar  los  nombres  y  al  abandonar  los pronombres personales estaba creando un lenguaje que convenía a su experiencia emocional. Lejos de no saber cómo usar las palabras correctamente, se veía ahí una decisión espontánea de crear un lenguaje funcional a su experiencia del mundo. El doctor Arana no estuvo de acuerdo, pero el padre partió de esa comprobación y decidió entrar en el mundo verbal de su hija. Ella era una máquina lógica conectada a una interfase equivocada. La niña funcionaba según el modelo del ventilador; un eje fijo de rotación era su esquema sintáctico, al hablar movía la cabeza y hacía sentir el viento de sus pensamientos inarticulados. La decisión de enseñarle a usar el lenguaje suponía explicarle el modo de almacenar las palabras. Se le perdían como moléculas en el aire cálido y su memoria era la brisa que agitaba las cortinas blancas en la sala de  una  casa  vacía.  Había  que  lograr  llevar  ese  velero  al  aire  quieto.  El  padre abandonó la clínica del doctor Arana y comenzó a tratar a la niña con un profesor de canto. Necesitaba incorporarle una secuencia temporal y pensó que la música era un modelo abstracto del orden del mundo. Cantaba arias de Mozart en alemán, con madame Silenzky, una pianista polaca que dirigía el coro de la iglesia luterana en Carhué. La nena, sentada en una banqueta, aullaba siguiendo el ritmo y madame Silenzky estaba aterrorizada, porque pensaba que la chica era un monstruo. Tenía doce años y era gorda y bella como una madonna, pero sus ojos parecían de vidrio y cloqueaba  antes  de  cantar.  Era  un  híbrido,  la  nena,  para  madame  Silenzky,  una muñeca de goma pluma, una máquina humana, sin sentimientos y sin esperanzas. Cantaba  a  los  gritos  y  desafinaba,  pero  empezó  a  ser  capaz  de  seguir  una  línea melódica. El padre estaba tratando de incorporarle una memoria temporal, una forma vacía, hecha de secuencias rítmicas y de modulaciones. La nena carecía de sintaxis (carecía de la noción misma de sintaxis). Vivía en un universo húmedo, para ella el tiempo era una sábana recién lavada a la que se retuerce en el centro. Se ha reservado un territorio propio, decía su padre, del que quiere ahuyentar toda experiencia. Todo lo nuevo, cualquier acontecimiento no vivido y aún por vivir, se le aparece como una amenaza y un sufrimiento y se le transforma en terror. El presente petrificado, la monstruosa y viscosa detención, la nada cronológica solo puede ser alterada por la música. No es una experiencia, es la forma pura de la vida, no tiene contenido, no la puede asustar, decía su padre, y madame Silenzky (aterrorizada) agitaba su cabecita gris y relajaba sus manos sobre las teclas antes de empezar con una cantata de Haydn. Cuando por fin logró que la nena entrara en una secuencia temporal, la madre se enfermó y hubo que internarla. La nena asociaba la desaparición de su madre (que murió a los dos meses) con un lied de Schubert. Cantaba la música como quien llora a un muerto y recuerda el pasado perdido. Entonces el padre se apoyó en la sintaxis musical de su hija y comenzó a trabajar con el léxico. La nena carecía de referencias, era como enseñarle una lengua extranjera a un muerto. (Como enseñarle una lengua muerta a un extranjero). Decidió empezar a contarle relatos breves. La nena estaba inmóvil, cerca de la luz, en la galería que daba al patio. El padre se sentaba en un sillón y le narraba una historia igual que si estuviera cantando. Esperaba que las frases entraran en la memoria de su hija como bloques de sentido. Por eso eligió contarle siempre la misma historia y variar las versiones. De ese modo, el argumento era un modelo único del mundo y las frases se convertían en modulaciones de una experiencia posible. El relato era sencillo. En su Chronicle of the Kings of England (siglo XII), William de Malmesbury refiere la historia de un joven y potentado noble romano que acaba de casarse. Tras los festejos de la celebración, el joven y sus amigos salen a jugar a las bochas en el jardín. En el transcurso del juego, el joven pone su anillo de casado, porque teme perderlo, en el dedo apenas abierto de una estatua de bronce que está junto al cerco del fondo. Al volver a buscarlo, se encuentra con que el dedo de la estatua está cerrado y que no puede sacar el anillo. Sin decirle nada a nadie, vuelve al anochecer con antorchas y criados y descubre que la estatua ha desaparecido. Le esconde la verdad a la recién casada y, al meterse en la cama esa noche, advierte que algo se interpone entre los dos, algo denso y nebuloso que les impide abrazarse. Paralizado de terror, oye una voz que susurra en su oído:

—Abrázame,  hoy  te  uniste  conmigo  en  matrimonio. Soy Venus y me has entregado el anillo del amor.

La nena, la primera vez, pareció haberse dormido. Estaban al fresco, frente al jardín del fondo. No parecía haber cambios, a la noche se arrastró hacia la pieza y se acurrucó en la oscuridad con su cloqueo de siempre. Al día siguiente, a la misma hora, el padre la sentó en la galería y le contó otra versión de la historia. La primera variante de importancia había aparecido unos veinte años después, en  una recopilación alemana de mediados del siglo XII de fábulas y leyendas conocidas con el nombre de Kaiserchronik. Según esta versión, la estatua en cuyo dedo el joven coloca su anillo es una figura de la Virgen María y no de Venus. Cuando trata de unirse con la recién casada, la Madre de Dios se interpone castamente entre los cónyuges, suscitando la pasión mística del joven. Tras abandonar a su mujer, el joven se hace monje y entrega el resto de su vida al servicio de Nuestra Señora. En un cuadro anónimo del siglo XII, se ve a la Virgen María con el anillo en el anular izquierdo y una enigmática sonrisa en los labios.

Todos los días, al caer la tarde, el padre le contaba la misma historia en sus múltiples versiones. La nena que cloqueaba era la anti-Sherezade que en la noche recibía, de su padre, el relato del anillo contado una y mil veces. Al año la nena ya sonríe, porque sabe cómo sigue la historia y a veces se mira la mano y mueve los dedos, como si ella fuera la estatua. Una tarde, cuando el padre la sienta en el sillón de la galería, la nena empieza a contar ella misma el relato. Mira el jardín y, con un murmullo suave, da por primera vez su versión de los hechos. «Mouvo miró la noche. Donde había estado su cara apareció otra, la de Kenia. De nuevo la extraña risa. De pronto Mouvo estuvo en un costado de la casa y Kenia en el jardín y los círculos sensorios del anillo eran muy tristes», dijo. A partir de ahí, con el repertorio de palabras que había aprendido  y  con  la  estructura  circular  de  la  historia,  fue construyendo  un  lenguaje,  una  serie  ininterrumpida  de  frases  que  le  permitieron comunicarse con su padre. Durante los meses siguientes fue ella la que contó la historia, todas las tardes, en la galería que daba al patio del fondo. Llegó a ser capaz de repetir palabra por palabra la versión de Henry James, quizá porque ese relato, «The Last of the Valerii», era el último de la serie. (La acción se ha trasladado a la Roma del Risorgimento, en donde una joven y rica heredera americana, en uno de esos  típicos  enlaces  jamesianos,  contrae  matrimonio  con  un  noble  italiano  de distinguida  alcurnia,  pero  venido  a  menos.  Una  tarde  unos  obreros  que  realizan excavaciones en los jardines de la villa desentierran una estatua de Juno, el signor conte siente una extraña fascinación ante esa obra maestra del mejor período de la escultura  griega.  Traslada  la  estatua  a  un  invernadero  abandonado  y  la  oculta celosamente de la vista de todos. En los días siguientes transfiere gran parte de la pasión que siente por su bella mujer a la estatua de mármol y pasa cada vez más tiempo en el salón de vidrio. Al  final  la  contessa,  para  liberar  a  su  marido  del hechizo, arranca el anillo que adorna el anular de la diosa y lo entierra en los fondos del jardín. Entonces la felicidad vuelve a su vida). Una llovizna suave caía en el patio y el padre se hamacaba en el sillón. Esa tarde por primera vez la nena se fue de la historia, como quien cruza una puerta salió del círculo cerrado del relato y le pidió a su padre que comprara un anillo (anello) de oro para ella. Estaba ahí, canturreando y cloqueando, una máquina triste, musical. Tenía dieciséis años, era pálida y soñadora como una estatua griega. Tenía la fijeza de los ángeles.

Ricardo Emilio Piglia Renzi (Argentina, 1941-2017).

Nació en Adrogué, Buenos Aires.  Escritor, profesor y crítico literario argentino, considerado uno de los escritores más relevantes del siglo XXI. Debutó con la colección de relatos, Jaulario en 1967 y alcanzó el éxito con la publicación de su primera novela: Respiración artificial (1980). Posteriormente publicó las novelas: La ciudad ausente (1992), Plata quemada (1997), Blanco nocturno (2010)y El camino de Ida (2013). Entre sus relatos sobresalen: La invasión (1967), Nombre falso (1975) y El pianista (2003).Piglia trabajo por más de una década en las universidades de Harvard, Princeton, California y Buenos Aires. Como guionista escribió Corazón iluminado (1996), El astillero (2000) y Plata quemada (2000), entre otros.

Tras ser diagnosticado con Esclerosis Lateral Amiotrófica en 2014, Piglia se dedicó por completo a organizar y editar los escritos que tenía pendientes. Entre estos Los Diarios de Emilio Renzi, en tres volúmenes: Los años de formación (1957–1967) en 2015, Los años felices (1968–1975) en 2016, y Un día en la vida, en 2017. También publicó los ensayos La forma inicial (2015), Por un relato futuro. Conversaciones con Juan José Saer (2015) y Las tres vanguardias (2016). En los últimos años de su vida, Piglia fue galardonado con el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas de 2013 y el Premio Formentor de 2015.

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