Materia oscura: La sala del piano

Ana María Shuá

Todos los sábados el tío compraba juguetes para todos los sobrinos. También ponía sobrenombres feos: a Wálter lo llamaba Báter. Baterclós era inodoro.

Pero ahora la palabra baterclós se usaba poco y Wálter intentó tímidamente acariciarle el brazo. Cuando se dio cuenta de que su roce no podía ser percibido, fue más fácil seguir con caricias largas y mecánicas en el brazo no canalizado. Pudo tomarle la mano, que estaba fresca pero no fría.

¿Todos los sábados?

«Los del servicio médico son un ángel», le había dicho su tía al llegar, después de abrazarlo y llorar un poco. «Nos dieron, los últimos días, una camilla que servía para moverlo todo. El doctorcito que lo ve acá, también un ángel: ya lo sacó de dos paros. Yo por él que se vaya rápido, pobrecito. Por mí, aunque sea así quiero tenerlo».

Casi todos los sábados, de tarde. Imposible recordar si había una secuencia establecida, o algún motivo en particular que desencadenara la partida. «Vamos, chicos», decía el tío. Los primos bajaban las escaleras a saltos. Eso era peligroso. Los primos eran muchos, de distintas edades. Pochoclo y Pochoclito, por ejemplo: hacía tanto que no los veía que ya no sabía sus nombres verdaderos.

—Los del servicio médico son un desastre —le dijo después su prima, la médica—. Entró con un riñón que no le funcionaba hace cuánto y nadie se había dado cuenta.

Sin entender todavía por qué o para qué estaba allí, Wálter volvió a mirar el cuerpo que luchaba desesperadamente por la muerte. Una baba sanguinolenta manchaba de rosa la mordaza hecha con vendas que sostenía en su lugar el respirador. Esa venda deshilachada, asegurada con un nudo casero, parecía más adecuada al ambiente modesto de la clínica que la brillante pantalla del monitor donde iban y venían signos incomprensibles. El cuerpo respiraba a la fuerza, con suspiros convulsivos. Los ojos estaban abiertos y a veces se movían sin dirección. Ojos tan raros. Después de un rato se dio cuenta, una causa concreta explicaba su diferencia: no parpadeaban. Era absurdo hablarle a ese cadáver vivo y sin embargo eso se esperaba de él: en la sala, otros lo hacían con los suyos.

—Tío. Soy yo. Wálter, el hijo de León. ¿Te acordás?

El muerto, naturalmente, no se acordaba. Los sábados, en camino hacia la juguetería, pasaban por el cuartel de bomberos. Desde la vereda de enfrente el tío se cuadraba y hacía la venia. «A la orden mi General con Olor a Caquita Verde», decía. Los chicos se reían. «Ya sabés que el tío no puede gastar mucho», le recomendaba a Wálter su mamá después de darle permiso para salir con los demás. En la juguetería, entonces, Wálter elegía juguetes tan modestos que su tío lo miraba desencantado. «¿Esto querés, Báter? ¿Estás seguro?».

En la Sala de Terapia Intensiva hacía mucho calor. En la calle hacía frío. Wálter estaba demasiado abrigado, la campera le molestaba, pero lo avergonzaba desplegar los movimientos enérgicos y amplios que hubiera necesitado para sacársela. Otros pacientes no estaban tan muertos como el suyo: podían mirar, y algunos hasta podían hablar un poquito. Todos eran muy viejos. Wálter miró a la chica que había venido para acompañar al enfermo de la cama de al lado, que también estaba en coma. La chica parecía tranquila y un poco aburrida. Sin duda no era correcto tratar de conversar con ella: tenían solamente media hora para estar con sus correspondientes cuerpos queridos.

Los juguetes recién comprados no se comparten. Cuando volvían a la casa de los abuelos cada uno le entregaba su paquete a sus padres. Después se iban al vestíbulo a jugar a las prendas. El tío era el único de los hermanos que no tenía hijos. A veces jugaba con ellos a las prendas.

Una enfermera cruzó la salita y se detuvo un momento frente a la pantalla del monitor.

—Qué trabajo da morirse hoy en día —le comentó Wálter, inmediatamente arrepentido de sus palabras.

La enfermera lo miró furiosa.

El que tiene tres prendas se va a Berlín. Había muchos juegos que servían para juntar prendas. Antón Pirulero, por ejemplo, o Pinocho, dice. A veces empezaban con uno que había propuesto o tal vez inventado el tío: «¡El que habla se come las peeeeeelotitas!», gritaba uno. «Yo tengo la llave del cielo y puedo hablar todo lo que quiero». Pero ese juego estaba empezando a hacerse aburrido porque hasta los más chiquitos habían aprendido a quedarse callados mucho rato y nunca se llegaba a las tres prendas. Al tío lo llamaban cuando alguien se iba a Berlín. Para pensar prendas era mejor que ninguno. Las prendas eran difíciles, peligrosas o de dar vergüenza. Pasear con un jarrón en la cabeza alrededor del vestíbulo era difícil y también peligroso, porque si el jarrón se caía los abuelos se pondrían furiosos y el responsable sería castigado por sus padres. Una prenda de dar vergüenza era, por ejemplo, sacarse una media, salir a la calle y acercar la media a la nariz de la primera persona que pasara diciéndole: «Puf, qué olor a pata sucia». Pero había una prenda que a Wálter le daba miedo de verdad, un castigo que se repetía a veces durante varios sábados seguidos y después era olvidado durante meses enteros: había que entrar a la Sala del Piano y traer al Hombre de la Bolsa.

A Wálter lo había despertado por teléfono su tía, a las ocho de la mañana.

Primero lloró. «Querido, querido», le dijo. Se le rompió la voz y empezó a sollozar mientras hablaba en forma muy rápida y confusa. «Cuánto que no te veo, tu tío siempre habla de vos, hablaba, por la memoria de tu padre, tenía que avisarte, pero si no podés no importa, que por lo menos te vengas a despedir».

Después de la explosión vino una calma asombrosa, la voz se volvió clara y directa y recuperó el tono práctico. «Está en terapia intensiva en la San Bernardo, por él hay que alegrarse, después de tantos años dejar de sufrir. Se puede entrar solamente media hora por día, estate a las siete en punto».

Wálter quiso saber si reconocía, si hablaba, si podía ver o escuchar. No podía: estaba en coma.

—Entonces voy a ir, pero a verte a vos, para qué voy a entrar ahí. A vos te quiero ir a acompañar.

—Estate a las siete en punto —dijo la tía, a quien los años de dolor le habían gastado la piedad—. Porque después no se pasa.

—Quién dijo quién dijo que tenés que entrar a la Sala del Piano y traer al Hombre de la Bolsa.

A Wálter le gustaba, generalmente, la tarea detectivesca que lo esperaba a la vuelta de Berlín: acertar el «quién dijo». Hubiera sido demasiado fácil acertar quién había pensado cada prenda: se intercambiaban entonces las ocurrencias, cada uno se hacía responsable de lo que había imaginado otro y también eso estaba previsto. Entrar a la Sala del Piano era un castigo muy grave. El único que podría haberse hecho cargo de semejante prenda era el tío, que no corría ningún riesgo: porque los grandes no tienen miedo.

—Lo dijo el tío.

—No —el tío lo miraba fijo—. Lo dijo Pochoclito.

—Te fuiste a Berlín a propósito —dijo Mirta.

—Todos te vimos, así no se juega —dijo Pochoclo.

Y Wálter supo que nunca podría haber adivinado quién había asumido esa prenda porque ya había sido juzgado y condenado.

A las siete en punto su tía lo había arrastrado hasta el ascensor que llevaba al piso diez, donde estaba la Sala de Terapia Intensiva.

—Para qué —insistía Wálter—. Para qué.

—Ya vas a ver, para que te despidas, la cara claro, ni se lo reconoce, pero el cuerpito está muy bien, los pies que dan ganas de llorar, le tuvieron que sacar una vena para canalizarlo en el talón, pero los tiene tapaditos con la sábana.

La Sala del Piano era grande y estaba siempre oscura. Los muebles estaban cubiertos con sábanas viejas para protegerlos del polvo y hasta la araña de caireles estaba enfundada. Nunca se levantaba la persiana. A veces usaban la sala para jugar al cuarto oscuro, pero entonces entraban todos juntos y gritaban y se reían y casi no daba miedo. Otras veces, para las fiestas, la sala se abría y se desenfundaban los muebles y entonces era una pieza como cualquier otra. Sobre el piano, al fondo, estaba el Hombre de la Bolsa, una estatuita de madera. En la oscuridad la bolsa parecía una cabeza y la cabeza del hombre, una enorme nariz. Lo espantoso, de todos modos, era llegar hasta ella, avanzando en una penumbra poblada de bultos enormes, sin forma, sin color.

Las vecinas que acompañaban a su tía se quedaron abajo deseándoles suerte mientras ellos se apiñaban en el ascensor demasiado chico con los demás parientes de los internados en Terapia.

—Tenga el botón apretado todo el tiempo, que si lo suelta no llegamos más —dijo alguien.

Wálter volvió a intentar la huida. Media hora a la mañana y media hora a la tarde era tan poquito, argumentó. No quería quitarle a ella, a su mujer, su compañera de toda la vida, la posibilidad de estar ese rato con su marido.

Después no podría verlo hasta la mañana siguiente.

—No, para qué, si yo ya lo veo todos los días, no vale la pena, en cambio vos hace años. Hoy mismo lo vi yo, está siempre igual. La desesperación la tuve en casa, que de repente se me iba y se me iba. Por suerte llegaron enseguida, teniéndolo acá ya estoy tranquila.

La Sala de Terapia Intensiva estaba al final de un corredor. Había que esperar que llamaran a cada uno por su apellido. Era de mal gusto mirarse el llanto o la indiferencia en las caras en ese pasillo demasiado angosto donde los cuerpos se tocaban. Dijeron su nombre.

—De verdad que me fui a Berlín a propósito. Prometido que no lo voy a hacer más —intentó Wálter.

—Wálter cagón —dijo Pochoclo.

—Pochoclo dijo una mala palabra —dijo Mirta.

—A la orden, ¡mi General con Olor a Caquita Verde! —dijo el tío, haciéndole la venia a Wálter. Todos se rieron y Wálter también.

Sintiéndose muy solo, caminó por el pasillo que llevaba a la Sala. Empujó la puerta. Había luz. Era el resplandor frío de los tubos fluorescentes. La luz puede ser peor que la oscuridad. La araña de caireles, en su funda, se balanceaba apenas, empujada por el movimiento de aire que había producido al abrir la puerta. Seis cuerpos de cada lado se morían conectados a unas máquinas carísimas, que parecían un lujo disparatado en esa clínica donde ni siquiera funcionaba bien el ascensor. El cuerpo de su tío era el quinto a la izquierda y estaba a medias destapado. Se acercó sorteando los muebles tapados por las sábanas. El pecho lampiño, con la piel blanca y suave, contrastaba por su aspecto extrañamente sano con la cara fea y cavernosa, amarillenta, húmeda de sudor. Los ojos fijos no parpadeaban. La mordaza, manchada de rosa por una baba sanguinolenta, mantenía en su lugar el respirador. El cuerpo se agitaba convulsivamente. Al fondo, sobre el piano, estaba el Hombre de la Bolsa. Wálter no se olvidó de llevárselo antes de salir llorando.

—¿Por qué tardaste tanto? —preguntó Pochoclito.

Wálter lloraba fuerte. El tío lo abrazó, arrepentido.

—Dale Báter, no seas maricón —le decía bajito, mientras le acariciaba la cabeza.

Ana María Shua (Buenos Aires, 1951).

A los dieciséis años publicó sus primeros poemas reunidos en El sol y yo. En 1980 ganó con su novela Soy Paciente el premio de la editorial Losada. Otras novelas son Los amores de Laurita (llevada al cine), El libro de los recuerdos (Beca Guggenheim) y La muerte como efecto secundario (Premio Club de los XIII y Premio Ciudad de Buenos Aires en novela). Su última novela es Hija.

Cinco de sus libros abordan el microrrelato, un género en el que ha obtenido el máximo reconocimiento internacional: La sueñera, Casa de Geishas, Botánica del Caos, Temporada de Fantasmas (reunidos en el volumen Cazadores de Letras) y Fenómenos de circo.

Todos los universos posibles reúne su obra hasta la fecha. En 2016 recibió en México el Premio Internacional Arreola de Minificción.

También ha escrito varios libros de cuentos. Con Miedo en el sur obtuvo el Premio Ciudad de Buenos Aires. Que tengas una vida interesante reúne sus cuentos completos hasta 2011.  Su último libro en el género es Contra el tiempo, publicado en Madrid. En 2014 recibió el premio Konex de Platino y el Premio Nacional de Literatura.

Sus libros para chicos, que obtuvieron premios nacionales e internacionales, se leen en toda América Latina y en España.

Su obra ha sido traducida a quince idiomas.

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