Primo Levi
El doctor Morandi (todavía no se había acostumbrado a que le llamaran doctor) acababa de bajar del coche de línea con la intención de conservar el incógnito por lo menos durante dos días, pero enseguida se dio cuenta de que no lo iba a lograr.
La dueña del café Alpino, sin duda por falta de curiosidad o de agudeza, le había dispensado una acogida neutra. Pero a través de la sonrisa atenta, maternal y al mismo tiempo levemente burlona de la estanquera había notado que ya era, sin posibilidad de dilación, «el médico nuevo». «Debo de llevar el doctorado escrito en la cara», pensó: «“tu es medicus in aeternum”, y lo peor es que todos se van a dar cuenta». A Morandi no le gustaban nada las cosas irrevocables, y se sentía inclinado, al menos por el momento, a no ver en todo aquel asunto más que un considerable castigo. «Algo así como el trauma de venir al mundo», concluyó para sus adentros sin mucha coherencia.
…Pero a todo esto, como primera consecuencia del incógnito perdido, tenía que ir a buscar a Montesanto, sin más demora. Volvió al café para sacar del equipaje la carta de presentación, y echó a andar en busca de la placa de Montesanto, bajo un sol despiadado por las calles del pueblo desierto.
Tardó mucho en encontrarla, después de dar cantidad de vueltas en vano. No había querido preguntar a nadie dónde estaba la calle, porque en los rostros de los pocos transeúntes que había encontrado le pareció leer una curiosidad poco benévola.
Se había imaginado que la placa sería vieja, pero la encontró mucho más vieja de lo que cabía esperar, cubierta de verdín y con el nombre casi ilegible. Todas las persianas de la casa estaban cerradas y llena de desconchados la pequeña fachada desteñida. A su llegada se produjo un rápido y silencioso bullir de lagartijas.
Bajó a abrirle Montesanto en persona. Era un viejo alto y corpulento, de ojos miopes pero vivaces en un rostro de rasgos gruesos y cansados. Se movía con la seguridad silenciosa y maciza de los osos. Iba en mangas de camisa, sin cuello, y la camisa estaba muy usada y era de una limpieza dudosa.
Tanto por las escaleras como luego arriba en el despacho, hacía fresco y estaba todo casi a oscuras. Montesanto se sentó y ofreció asiento a Morandi sobre una silla particularmente incómoda. «Veintidós años metido aquí dentro», pensó Morandi con un escalofrío mental, mientras el otro leía sin prisas la carta de presentación. Se quedó mirando alrededor, al tiempo que sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra.
Encima del escritorio amarilleaban una serie de cartas, revistas, recetas y otros papeles de naturaleza ya indefinible, que alcanzaban un espesor impresionante. Del techo colgaba una larga telaraña, destacada a la vista a causa del polvo pegado a ella, y que secundaba suavemente los imperceptibles soplos del aire de la tarde. Había un armario de cristales con algunos instrumentos anticuados y unos pocos frascos donde los líquidos habían corroído el cristal, dejando la marca del nivel que habían conservado durante mucho tiempo. Colgada en la pared, extrañamente familiar, estaba la gran orla de los «Licenciados en Medicina, 1911», que él tan bien conocía. Allí estaba la frente cuadrada y la barbilla enérgica de su padre, Morandi sénior; y justamente a su lado (¡Dios mío, qué difícil resultaba reconocerlo!), el aquí presente Ignazio Montesanto, delgado, nítido y espantosamente joven, con ese aire de héroe y mártir del pensamiento tan grato a los licenciados de la época.
Una vez que la hubo terminado de leer, Montesanto dejó la carta sobre el cúmulo de papeles del escritorio, entre los cuales se camufló a la perfección.
—Bueno —dijo después—; estoy muy contento de que el destino y la suerte…
Y la frase acabó en un murmullo confuso, al cual sucedió un largo silencio. El viejo médico inclinó hacia atrás la silla sobre sus patas posteriores y se quedó con los ojos fijos en el techo. Morandi se dispuso a esperar a que reanudase el discurso. El silencio empezaba ya a pesarle cuando Montesanto inesperadamente volvió a hacer uso de la palabra.
Habló mucho rato, al principio con múltiples pausas, luego más rápidamente. Su fisonomía se iba animando y los ojos le brillaban inquietos y vivos en el rostro deteriorado. Morandi se daba cuenta con sorpresa de que iba experimentando una simpatía gradualmente creciente hacia el viejo. Se trataba evidentemente de un soliloquio, de una gran vacación que Montesanto se estaba concediendo. Aunque se notaba que sabía hablar y que calibraba la importancia de hacerlo, para él las ocasiones de hablar debían de presentarse raramente, como breves retornos a un antiguo vigor de pensamiento tal vez ya perdido.
Montesanto contaba muchas cosas. De su cruel iniciación profesional en los campos y en las trincheras de la última guerra, de su tentativa de carrera universitaria, emprendida con entusiasmo, continuada con apatía y abandonada entre una indiferencia por parte de los colegas que había quebrantado todas sus iniciativas, de su voluntario exilio en una conducta extraviada, en busca de algo demasiado indefinible para poder ser encontrado. Habló luego también de su actual condición de hombre solitario, extranjero en medio de una comunidad de gente irreflexiva, unos buenos y otros malos, pero irreparablemente lejanos para él; de la preponderancia definitiva del pasado sobre el presente, y del naufragio postrero de cualquier pasión, a excepción de la fe en la dignidad del pensamiento y en la supremacía de las cosas del espíritu.
«¡Qué viejo más raro!», pensaba Morandi. Había advertido que el otro llevaba casi una hora hablando sin mirarlo a la cara. Al principio él había intentado en varias ocasiones traerlo a un plano más concreto, preguntarle por las condiciones sanitarias del servicio, por el instrumental que hubiera que renovar, por el botiquín y tal vez también por los detalles de la misma instalación personal; pero no lo había logrado, ya fuera por timidez o por una reserva más deliberada.
Ahora Montesanto guardaba silencio, con la cara vuelta hacia el techo y la mirada enfocada al infinito. Estaba claro que continuaba el soliloquio para sus adentros. Morandi se sentía violento; se preguntaba si estaría o no esperando una réplica suya, y cuál; se preguntaba si el médico se seguiría dando cuenta de que no estaba solo en el despacho.
Se daba cuenta. De repente dejó que la silla volviera a posarse sobre sus cuatro patas y dijo con una voz rara, como esforzándose:
—Morandi, usted es joven, muy joven. Sé que es un buen médico, o por lo menos que llegará a serlo, y también creo que debe de ser una buena persona. En el caso de que no sea lo suficientemente bueno como para entender lo que le he dicho y lo que le voy a decir ahora, espero que al menos lo sea para reírse de ello. Y si se ríe, tampoco pasa nada. Como sabe usted muy bien, es difícil que volvamos a encontrarnos, y por otra parte el que los jóvenes se rían de los viejos es ley de vida. Solamente le pido que no olvide nunca que va a ser usted el primero en saber de mí las cosas que voy a contarle. No quiero adularle diciéndole que me ha parecido usted particularmente digno de mi confianza. Le soy sincero: usted es la primera oportunidad que se me presenta desde hace muchos años, y probablemente será también la última.
—Dígame —se limitó a decir Morandi.
—¿Se ha dado cuenta alguna vez, Morandi, de la fuerza con que ciertos olores nos evocan recuerdos?
Era una salida inesperada. Morandi tragó saliva con esfuerzo. Dijo que se había dado cuenta, y que incluso había elaborado a aquel propósito un conato de teoría explicativa.
No se explicaba aquel cambio de conversación. Acabó concluyendo para sus adentros que no debía de tratarse, después de todo, más que de una manía obsesiva, de las que tienen todos los médicos al pasar de cierta edad. Igual que Adriani. A los sesenta y cinco años, rico en fama, en dinero y en clientela, todavía le había dado tiempo a cubrirse de ridículo con la historia del campo «neúrico».
El otro había agarrado con las dos manos los bordes del escritorio, y miraba al vacío arrugando la frente. Luego reanudó su discurso:
—Le voy a enseñar algo poco habitual. Durante mis años de asistente en Farmacología, estudié bastante a fondo la acción de las adrenalinas absorbidas por vía nasal. No saqué en limpio para provecho de la humanidad más que un solo fruto, y más bien indirecto, como verá usted. A la cuestión de las sensaciones olfativas, y de su relación con la estructura molecular, también le dediqué seguidamente gran parte de mi tiempo. Se trata, en mi opinión, de un campo bastante fecundo, y abierto incluso a los investigadores que cuentan con medios modestos. He visto con agrado, incluso recientemente, que algunos se ocupan de esto y están también al día de sus teorías electrónicas, pero el único aspecto de la cuestión que me interesa es otro. Yo hoy estoy en posesión de algo que no creo que posea nadie más en el mundo.
Hay quien no se preocupa del pasado y deja que los muertos entierren a sus muertos.
Hay, por el contrario, quien se muestra solícito para con el pasado, y se entristece con su perpetuo esfumarse.
Hay, por último, quien cumple la diligencia de llevar un diario, día por día, a fin de que cualquier cosa de las suyas sea salvada del olvido, y quien conserva en su casa y en su persona recuerdos materializados en una dedicatoria de un libro, una flor seca, un mechón de pelo, fotografías, cartas viejas.
Yo, por naturaleza, no puedo pensar más que con horror en la eventualidad de que uno solo de mis recuerdos tenga que cancelarse, y he adoptado todos esos métodos, pero además he creado uno nuevo.
No se trata de ningún descubrimiento científico; me he limitado a sacar partido de mi experiencia como farmacólogo y a reconstruir, con exactitud y en una forma apta para la conversación, un determinado número de sensaciones que para mí significan algo.
A estas sensaciones (y no crea, le repito, que yo hablo con frecuencia de tales cosas) las llamo «mnemagogos», o sea, suscitadores de la memoria. ¿Quiere acompañarme?
Se levantó y enfiló el pasillo. A la mitad se volvió y añadió:
—Como puede usted figurarse, hay que usarlos con cierta parsimonia, si no quiere uno que su poder de evocación se atenúe. Además no hace falta que le diga que son inevitablemente personales. Estrictísimamente. Se podría decir incluso que son mi propia persona, porque yo, al menos en parte, estoy hecho de ellos.
Abrió un armario. Aparecieron unos cincuenta tarritos con tapón esmerilado y numerados.
—Por favor, escoja uno.
Morandi lo miraba perplejo. Alargó una mano vacilante y eligió un tarro.
—Abra y huela. ¿Qué es lo que siente?
Morandi inspiró profundamente varias veces, primero con los ojos fijos en Montesanto y luego levantando la cabeza, en la actitud de quien interroga a su memoria.
—Yo diría que este es un olor a cuartel.
Montesanto lo olió a su vez.
—No exactamente —contestó—. O por lo menos no es eso para mí. Es un olor a aulas de la escuela primaria; mejor dicho, a mi aula de mi escuela primaria. No insistiré en su composición; contiene ácidos grasos volátiles y un andar de puntillas insaciable. Comprendo que para usted no signifique nada; para mí es mi infancia.
Conservo incluso la fotografía de mis treinta y siete compañeros de la escuela primaria, pero el olor de este frasco está enormemente más predispuesto a traerme a la mente las horas interminables de tedio sobre el abecedario; el particular estado de ánimo de los niños (¡de mí cuando niño!), ante la terrorífica expectativa de la primera prueba al dictado. Cuando lo huelo (ahora no; hace falta, claro, un cierto grado de concentración)… cuando lo huelo, decía, se me remueven las vísceras igual que cuando, a los siete años, estaba esperando a que me preguntaran la lección. ¿Quiere escoger otro?
—Me parece recordar… espere… En la finca de mi abuelo, en el campo, había un cuartito donde metían la fruta para que madurara…
—¡Bravo! —dijo Montesanto con sincera satisfacción—. Justo lo que traen los manuales. Me complace que se haya topado con un olor profesional.
Este es el olor del aliento del diabético en fase acetonémica. Con algunos años más de práctica, seguro que lo hubiera acertado usted por sí mismo. Ya sabe, un síntoma clínico infausto, el preludio del coma. Mi padre murió diabético hace quince años; no fue una muerte rápida ni misericordiosa. Mi padre significaba mucho para mí. Lo velé a lo largo de noches innumerables, asistiendo impotente a la progresiva anulación de su personalidad.
Pero no fueron estériles aquellas vigilias. Muchas de mis convicciones resultaron trastornadas y una gran parte de mi mundo sufrió una mutación. No se trata, pues, para mí de manzanas ni de diabetes, sino de la tribulación solemne y purificadora, que no tiene parangón con otra alguna en la vida, de una crisis religiosa.
—¡Esto no es más que ácido fénico! —exclamó Morandi, al tiempo que aspiraba el olor de un tercer frasquito.
—Efectivamente. Creí que también para usted este olor quería decir algo. Pero, claro, no hace un año todavía que ha terminado usted las prácticas de hospital, y el recuerdo no está aún maduro. Porque se habrá dado cuenta, ¿verdad?, de que el mecanismo evocador del que venimos hablando exige que los estímulos, tras haber actuado repetidamente, vinculados a un ambiente o a un estado de ánimo, dejen luego de surtir efecto durante un tiempo más bien prolongado. Por otra parte, todo el mundo sabe que los recuerdos, para ser sugestivos, tienen que tener el sabor de lo antiguo.
Yo también he hecho prácticas de hospital y he respirado ácido fénico a pleno pulmón. Pero de esto ya hace un cuarto de siglo y además el fenol, de entonces acá, ha dejado de constituir la base de la antisepsia. Pero en mis tiempos era así. Y por eso aún hoy no puedo olerlo (no me refiero al fenol químicamente puro, sino a este al que he añadido residuos de otras sustancias que lo hacen específico para mí) sin que surja en mi mente un cuadro complejo, del cual forman parte una canción que estaba de moda entonces, mi entusiasmo juvenil por Blaise Pascal, una cierta languidez primaveral en los riñones y en las rodillas y una compañera mía de curso a la que, según he sabido, han hecho abuela hace poco.
Esta vez había elegido un frasco él mismo, y se lo alargó a Morandi.
—De este preparado tengo que confesarle que todavía me siento algo orgulloso. Aunque no haya publicado los resultados, lo considero como un verdadero éxito científico mío. Me gustaría conocer su opinión.
Morandi aspiró el olor con todo cuidado. La verdad es que no era un olor nuevo. Se podría calificar de achicharrador, seco, caliente…
—¿Cuando se frotan dos pedernales?
—Bueno, sí, también. Le felicito por su olfato. Se percibe este olor en lo alto de la montaña cuando la roca se calienta al sol, sobre todo cuando se produce el desprendimiento de alguna piedra. Le aseguro que no ha sido tarea fácil la de reproducir en el laboratorio y hacer estables las sustancias que lo constituyen sin alterar sus calidades sensibles.
Hace tiempo yo subía a la montaña muchas veces, generalmente solo. Cuando llegaba a la cumbre, me tumbaba bajo el sol en el aire quieto y silencioso, y me parecía haber alcanzado un objetivo. En aquellos momentos, y solo si ponía atención en ello, percibía este olor ligero, que es raro aspirar en otra parte. Por lo que a mí respecta, lo tendría que llamar el olor de la paz alcanzada.
Una vez superado el malestar inicial, Morandi estaba empezando a tomarle gusto al juego. Destapó al azar un quinto frasquito y se lo dio a Montesanto.
—¿Y este?
Desprendía un ligero aroma a piel limpia, a polvos de tocador y a verano. Montesanto lo olió, volvió a dejar el frasco en su sitio y dijo escuetamente:
—Esto no es un lugar ni un tiempo. Es una persona.
Volvió a cerrar el armario. Había hablado en un tono concluyente. Morandi preparó mentalmente algunas frases de interés y de admiración pero no logró superar una extraña barrera interna, y renunció a pronunciarlas. Se despidió apresuradamente con la vaga promesa de una nueva visita, y se precipitó escaleras abajo hasta salir al sol de afuera. Notaba que se había puesto muy colorado.
A los cinco minutos se encontraba rodeado de pinos y subía con furia por la máxima pendiente, pisoteando el blando subsuelo del bosque, lejos de todos los senderos. Era muy agradable sentir los músculos, los pulmones y el corazón funcionando a pleno rendimiento, así, naturalmente, sin necesidad de intervenir para nada. Era muy hermoso tener veinticuatro años.
Aceleró cuanto pudo el ritmo de la subida hasta que notó la sangre golpeándole fuerte por dentro de los oídos. Luego se tendió sobre la hierba, con los ojos cerrados, a mirar el resplandor rojo del sol a través de los párpados. Entonces se sintió como recién lavado.
Así que aquel era Montesanto… No, no hacía falta huir. Él no llegaría a eso, no se dejaría convertir en eso. No hablaría de aquello con nadie. Ni siquiera con Lucia, ni con Giovanni. Sería poco generoso hacerlo.
Aunque, pensándolo bien… Con Giovanni sí, solo con él, y en términos teóricos… ¿Había existido alguna vez algo de lo que no pudiera hablar con Giovanni? Sí, a Giovanni le escribiría contándoselo. Mañana. O mejor todavía (miró la hora), ahora mismo. Enseguida. Quizá la carta pudiera coger todavía el correo de la tarde. Enseguida.
Primo Levi (Italia, 1919-1987)
Fue un escritor italiano autor de memorias, relatos, poemas y novelas. Sus ancestros fueron judíos piamonteses que habían llegado de España y Provenza. Luego de graduarse de la secundaria Liceo D’Azeglio, donde tuvo a Cesare Pavese como profesor, se inscribió como especialista en química en la Escuela de Ciencias de la Universidad de Turín (1937), justo antes de que el gobierno fascista aprobara sus primeras leyes raciales (1938), que impedían a los judíos asistir a escuelas públicas. Sin embargo, se permitió a los estudiantes que ya estaban inscritos en la universidad terminar sus estudios. Levi se asoció con grupos de estudiantes antifascistas, tanto judíos, como no judíos. En 1941 se graduó con honores y excelentes calificaciones de la Universidad de Turín. Su título lleva la anotación: “de raza judía”.
Fue un resistente antifascista y superviviente del Holocausto. Es conocido sobre todo por las obras que dedicó a dar testimonio sobre el Holocausto, particularmente el relato del año que estuvo prisionero en el campo de exterminio de Auschwitz. Su obra Si esto es un hombre está considerada como una de más importantes del siglo XX. El mayor de sus últimos trabajos fue su libro Los hundidos y los salvados, un análisis del holocausto en el que Levi explicó que, aunque no odiaba al pueblo alemán por lo que había pasado, no los había perdonado.
Levi murió, aparentemente por suicidio, el 11 de abril de 1987, aunque algunos amigos y biógrafos han cuestionado el veredicto. La cuestión sigue fascinando a los críticos literarios debido a la mezcla característica de oscuridad y optimismo en la escritura de Levi, quien no dejó nota de suicidio.