Materia oscura: Pista 12

J. G. Ballard

—Adivine otra vez —dijo Sheringham.

Maxted se apretó los auriculares, colocados cuidadosamente sobre las orejas. Se concentró, y cuando el disco empezó a girar trató de percibir algún eco identificativo.

El sonido era un ruido metálico rápido, como limaduras de hierro cayendo por un embudo. Duró diez segundos, se repitió una docena de veces, y luego terminó abruptamente con una serie de sonidos intermitentes.

—¿Y bien? —preguntó Sheringham—. ¿Qué es?

Maxted se quitó los auriculares y se frotó una oreja. Llevaba horas escuchando discos y tenía las orejas entumecidas, lastimadas.

—Podría ser cualquier cosa. ¿Cubitos de hielo derritiéndose?

Sheringham negó con la cabeza, y sacudió la barba. Maxted se encogió de hombros. —¿Dos galaxias colisionando?

—No. Las ondas sonoras no viajan por el espacio. Le daré una pista. Es uno de esos sonidos proverbiales.

Parecía disfrutar con aquella especie de catequesis.

Maxted encendió un cigarrillo y lanzó la cerilla al banco del laboratorio. La cabeza originó un pequeño charco de cera, se enfrió y dejó una cicatriz negra y superficial. La contempló con placer, consciente de la inquietud de Sheringham a su lado. Buscó en su cerebro algún símil obsceno.

—¿Y una bragueta…?

—Se acabó el tiempo —lo interrumpió Sheringham—. Un alfiler cayendo. —Sacó el disco de tres pulgadas y lo limpió con la manga mientras apagaba el reproductor—. Es decir, mientras está cayendo, no en el momento del impacto. Pusimos ocho micrófonos en un tubo de quince metros de longitud. Pensé que lo pillaría.

Cogió el último disco, un elepé de doce pulgadas, pero Maxted se levantó antes de que lo pusiera en el tocadiscos. Por la ventana se veía el patio, una mesa, vasos y una jarra que brillaba en la oscuridad. De pronto, Sheringham y sus juegos infantiles lo irritaban, y se impacientó consigo mismo por tolerar a aquel hombre desde hacía tanto tiempo.

—Vamos a tomar el aire —dijo bruscamente, rozando con el hombro uno de los altavoces al pasar—. Los oídos me vibran como gongs.

—Por supuesto —acordó Sheringham enseguida. Puso el disco con cuidado sobre el plato giratorio y apagó el reproductor—. De todos modos, este lo quiero reservar para después.

Salieron al aire cálido de la tarde. Sheringham encendió las linternas japonesas y se

sentaron en las sillas de mimbre bajo el cielo abierto.

—Espero que no se haya aburrido demasiado —dijo Sheringham mientras empuñaba la jarra—. La micro acústica es un pasatiempo fascinante, pero temo que puedo haberlo convertido en una obsesión.

Maxted gruñó en tono neutro.

—Algunos de los discos son interesantes —admitió—. Tienen esa especie de valor que poseen las novedades disparatadas, como los primeros planos ampliados de

la cara de una polilla o el filo de una hoja de afeitar. Sin embargo, pese a lo que dice usted, no puedo creer que la micro acústica se convierta nunca en una herramienta científica. Es solo un sofisticado juguete de laboratorio. Sheringham negó con la cabeza.

—Está completamente equivocado, por supuesto. ¿Recuerda la grabación de la división celular que le hice escuchar en primer lugar? Amplificada cien mil veces, la división de las células animales suena como si un montón de vigas y chapas de acero se fragmentaran al mismo tiempo. ¿Cómo lo llamó…? Un accidente de tráfico a cámara lenta. Por otra parte, la división de las células vegetales es un poema electrónico, todo acordes suaves y sonidos burbujeantes. Ahí tiene un ejemplo perfecto de cómo la microacústica puede revelar distinciones entre el reino animal y el vegetal.

—Me parece un procedimiento demasiado rebuscado —dijo Maxted sirviéndose un poco de soda—. También podría calcular la velocidad de su coche a partir del movimiento de las estrellas, pero es mucho más sencillo comprobar el marcador de velocidad. Sheringham asintió, mirando a Maxted fijamente por encima de la mesa. Su interés por la conversación parecía haberse agotado, y los dos hombres permanecieron sentados en silencio con sus vasos. Extrañamente, la hostilidad que existía entre ellos desde hacía tantos años era ahora menos velada, el contraste entre las personalidades, las actitudes y el aspecto físico, más pronunciado. Maxted, un hombre alto y corpulento de rostro tosco pero atractivo, estaba casi tumbado horizontalmente en la silla, pensando en Susan Sheringham. Ella estaba en la fiesta de los Turnbull y, de no ser por el hecho de que ya no resultaba discreto que lo vieran en casa de los Turnbull —la razón era de dominio público—, habría pasado la noche con ella en lugar de con su grotesco marido.

Estudió a Sheringham con tanto desapego cormo pudo reunir, preguntándose si

aquel hombre puritano y poco atractivo, pedante y con un innato humor académico, poseía alguna cualidad redentora. Ninguna, por cierto, a primera vista, aunque el hecho de haberlo invitado esa noche requería un cierto coraje y orgullo. Sus motivos, sin embargo, serían tan excéntricos como era habitual.

El pretexto, reflexionó Maxted, había sido de muy poco peso: Sheringham, profesor de Bioquímica en la universidad, disponía de un completo laboratorio casero; Maxted, un atleta en decadencia y sin capacidad profesional, trabajaba como comercial de una compañía que fabricaba microscopios electrónicos; una visita, había sugerido Sheringham por teléfono, podía ser ventajosa para ambos.

Por supuesto, nada de esto había sido mencionado aún. Pero hasta ahora Sheringham tampoco había nombrado a Susan, el verdadero tema de la mascarada de la noche. Maxted especuló sobre las posibles rutas que Sheringham podía tomar para llegar a la escena inevitable de la confrontación; él no era amigo de los rodeos, ni sería propio mostrarle una fotografía acusatoria, ni agarrarlo por las solapas y zarandearlo. Sheringham tenía un vicioso aire adolescente… Maxted interrumpió abruptamente sus pensamientos. De repente, el aire del patio era más fresco, casi como si hubieran conectado una potente unidad de refrigeración. Se le erizó la piel de los muslos y de la columna vertebral. Adelantó la mano y se terminó el whisky que le quedaba.

—Hace frío aquí fuera —comentó.

Sheringham se miró el reloj.

—¿De veras? —dijo.  Había un atisbo de indecisión en su voz, por un momento pareció estar esperando una señal. Luego se recompuso, y con una extraña media sonrisa añadió—: Ha llegado el momento de escuchar el último disco.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Maxted.

—No se mueva —ordenó Sheringham mientras se levantaba—. Yo lo pondré. —

Señaló un altavoz atornillado a la pared, por encima de la cabeza de Maxted, sonrió y desapareció.

Temblando incómodo, Maxted contempló el silencioso cielo nocturno con la esperanza de que la corriente vertical de aire frío que caía sobre el patio se disipara pronto.

El altavoz emitió un leve chasquido, multiplicado por un círculo de otros altavoces que, se fijó por primera vez, colgaban de las rejas del patio.

Sacudiendo la cabeza con tristeza ante las payasadas de Sheringham, decidió servirse más whisky. Al estirarse por encima de la mesa, se tambaleó y cayó sentado sin control en su silla. Parecía que tuviera el estómago lleno de mercurio, helado y enormemente pesado. Se inclinó de nuevo hacia delante y trató de alcanzar el vaso, pero lo volcó sobre la mesa. El cerebro empezaba a nublársele y sin poder hacer nada apoyó los codos en el borde de cristal de la mesa y dejó caer la cabeza entre las muñecas.

Cuando levantó la vista, Sheringham estaba de pie frente a él, sonriendo con cierta expresión de simpatía.

—No se encuentra muy bien, ¿verdad? —dijo.

Respirando con dificultad, Maxted logró inclinarse hacia atrás. Trató de hablar con Sheringham, pero no podía recordar ninguna palabra. El corazón le dio un brinco e hizo una mueca de dolor.

—No se preocupe —le aseguró Sheringham—. La fibrilación es solo un efecto secundario. Desconcertante, tal vez, pero pasará pronto.

Se paseó tranquilamente por el patio, escrutando a Maxted desde varios ángulos. Evidentemente satisfecho, se sentó a la mesa. Cogió el sifón y vació el contenido.

—Cianato de cromo. Inhibe el sistema de control coenzimático, controlando el equilibrio de los fluidos del cuerpo, y vierte iones de hidroxilo en el torrente sanguíneo. En pocas palabras, te ahogas. Te ahogas de verdad, es decir, no solo te asfixias, sino que es como si estuvieras metido en una bañera. Pero no quisiera distraerle.

Inclinó la cabeza hacia los altavoces. Un ruido curiosamente apagado y esponjoso inundó el patio, como olas elásticas rompiendo contra un mar de látex. Los ritmos eran largos y desganados, superponiendo profundos y plomizos siseos, como si emergieran de un fuelle gigantesco. Apenas audibles al principio, los sonidos crecieron hasta llenar el patio y apagar los escasos ruidos del tráfico que llegaban desde la autopista.

—Fantástico, ¿no cree? —dijo Sheringham. Cogió el sifón por el cuello, pasó por encima de las piernas de Maxted y ajustó el control de tono de uno de los altavoces. Ahora parecía alegre, elegante, casi diez años más joven—. Son repeticiones cada treinta segundos, de cuatrocientos microsens, mil veces amplificado. Admito que he editado un poco la pista, pero aun así es notable lo repulsivo que puede llegar a ser un sonido que antes era hermoso. Nunca podrá adivinar lo que era.

Maxted se movió lentamente. El lago de mercurio en su estómago era tan frío e insondable como una fosa oceánica, y sus brazos y piernas se habían convertido en los apéndices hinchados de un gigante ahogado en el mar. Podía ver a Sheringham flotando frente a él y oía el lento latir del mar en la distancia. Ahora estaba más cerca, y golpeaba con un ritmo insistente y monótono. Las grandes olas se inflaban y estallaban como burbujas en un mar de lava.

—Se lo diré, Maxted, he tardado un año en hacer esta grabación —le dijo

Sheringham. Se sentó a horcajadas encima de Maxted, haciendo gestos con el sifón —. Un año. ¿Sabe lo desagradable que puede llegar a ser un año? —Por un momento se detuvo, y luego desechó algún recuerdo—. El sábado pasado, justo después de medianoche, Susan y usted estaban recostados en esta misma silla. Ya sabe, Maxted, aquí hay sondas sónicas por todas partes. Finas como lápices, con un foco de seis pulgadas. Solo en ese reposacabezas había cuatro. —Añadió, como nota aclaratoria—: El viento es su propia respiración, bastante pesada en aquel momento, si mal no recuerdo; los pulsos entrelazados de ambos producen un ruido similar al del trueno.

Maxted flotaba en un mar de sonido.

Momentos más tarde el rostro de Sheringham ocupó todo su campo visual. Le temblaba la barba mientras movía la boca salvajemente.

—¡Maxted! Solo le quedan dos respuestas, así que concéntrese, por Dios —gritó irritado, la voz casi perdida entre los truenos del mar—. Vamos, hombre, ¿qué es? ¡Maxted! —bramó. Corrió hasta el altavoz más cercano y subió el volumen. El sonido retumbó en el patio, reverberando en la noche.

Maxted casi se había desmayado y su deteriorada identidad era una pequeña isla casi sin formas, erosionada por las olas que batían contra ella.

Sheringham se arrodilló y le gritó al oído.

—Maxted ¿puede oír el mar? ¿Sabe dónde se está ahogando?

Una sucesión de olas gigantescas y flácidas, cada una más pesada y envolvente que la anterior, cabalgó hacia ellos.

—¡En un beso! —gritó Sheringham—. ¡En un beso!

La isla se disolvió, hundiéndose en el lecho fundido del mar.

J. G. Ballard (Shangai, 1930-Gran Bretaña 2009).

Su padre era químico, y Ballard nació en China a causa del traslado laboral de su progenitor. En la Segunda Guerra Mundial, la familia Ballard vivió internada durante varios años en el campo de concentración de Lunghua.

Esta experiencia adolescente fue el fundamento para su conocido libro “El Imperio Del Sol”, adaptado al cine por Steven Spielberg con un joven Christian Bale como protagonista.

Tras la guerra, Ballard se trasladó a Gran Bretaña. Después de concluir sus estudios secundarios se mudó a Cambridge para estudiar Medicina en el King’s College.

Este primer deseo de convertirse en médico acabó cuando decidió abandonar sus estudios y dedicar su tiempo a la escritura. Pasó un tiempo por la Universidad de Londres para formarse en Lengua y Literatura inglesa, pero dejó la carrera académica y comenzó a trabajar en diferentes oficios, entre ellos el de vendedor de enciclopedias y redactor publicitario.

A mediados de los años 50 se casó con Helen Mary Matthews y por fin vio publicada su primer relato de ciencia-ficción, “Prima Belladonna”.

Ballard debutó como novelista en los inicios de la década de los 60, período en el que aparecieron El viento de la nada (1962) y El mundo sumergido (1962), distopías especulativas con desastres naturales, personajes penetrados psicológicamente de forma magistral y cambios de civilización que le convirtieron en uno de los nombres puntales de la new wave de la ciencia-ficción británica de los años 60 junto a John Brunner o Brian Aldiss.

En esta etapa también publicó diversos libros de relatos, como “Bilenio” (1962), “Las voces del tiempo” (1962), “Pasaporte a la eternidad” (1963) o “Playa terminal” (1964). El año de publicación de este último volumen, Ballard quedó viudo al fallecer su mujer a causa de una neumonía.

Otras novelas publicadas por el escritor británico en los años 60 fueron La sequía (1964) y El mundo de cristal (1966).

Uno de sus libros más populares de su bibliografía fue La exhibición de atrocidades (1969), influyente novela experimental que condensa varios relatos surreales-psico-existenciales-oníricos influenciados por William Burroughs. El libro es conocido también como Love and napalm: Export USA.

En los años 70 apareció Crash (1973), controvertido texto con lugar a la violencia urbana, el exceso tecnológico, la obsesión y el fetichismo que fue llevado al cine por David Cronenberg. También en la década de los 70 publicó La isla de cemento (1974), inspirada por el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, Rascacielos (1975) y Compañía de sueños limitada (1979).

Durante los años 80 y 90 lo más trascendente fue el citado libro autobiográfico El imperio del sol (1984), Hola América (1981), El día de la creación (1987) y Fuga al Paraíso (1994), con asunto ecológico, Noches de cocaína (1998), y las más recientes Super-Cannes (2000), Milenio negro (2003) y Bienvenidos a Metro-Centre (2006).

Un cáncer de próstata acabó con su vida en el año 2009.

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