Mitos, géneros y cíborgs: conversando con Roger Bartra (2)

David Ramos Castro

En una entrega anterior, conversamos con el antropólogo Roger Bartra a propósito del cerebro y el transhumanismo, pero sin dejar de lado otros temas de su rica y variada obra. Ahora, en la continuación de nuestro diálogo, seguimos en la misma dirección. La exploración del interior cerebral que el autor acomete en Antropología del cerebro y Chamanes y robots, nos sirve aquí para continuar reflexionando acerca del mito, la identidad o nuestras prótesis simbólicas, que son las que caracterizan la tesis del exocerebro que defiende el investigador mexicano. Entre tales proyecciones aparece la identidad, la cual brota de ese primer atisbo de conciencia que aflora cuando somos capaces de reconocernos frente al espejo. Pero ¿cómo deslizarse desde ahí hasta una identidad colectiva? El profesor Bartra responde con claridad: “Yo creo que hay una diferencia enorme entre la identidad individual y la identidad colectiva. La identidad colectiva, propiamente hablando, no existe; es una construcción simbólica, cultural e incluso ideológica. No hay un ser colectivo que, como tal, sea consciente de sí mismo”.

Pero cabe entonces que nos preguntemos si la identidad individual no es también el fruto de una elaborada ficción. El antropólogo tercia en este dilema, refiriéndose a la conciencia: “No creo que la conciencia individual sea un fenómeno ilusorio como piensan algunos neurocientíficos, pues aunque hablemos también aquí de una construcción cultural, partimos de que el niño pequeño tiene la experiencia de reconocerse como un ser independiente y diferente de otros. Esto es un hecho biológico fundamental”. Detrás de esta postura, palpita el relato como rasgo antropológico esencial. Y es que todos necesitamos uno o varios relatos para seguir adelante y dar sentido a nuestra historia, de manera que la propia evidencia de lo que experimentamos en nuestra vida personal desmiente esa aparente ilusión de la conciencia narrativa, ya que la acción significativa de nuestro cerebro no puede vivir sin esas mediaciones que nos permiten expresarnos y comprendernos a nosotros mismos. “¡Claro, claro! ¡Es como si un economista llegase a la conclusión de que el dinero es ilusorio!” -concluye el maestro.

Precisamente el dinero, que tantas cosas cambia, cambia también el rumbo de nuestra plática, pues de pronto me hace pensar en la formación de los precios y en la polémica que enfrenta a los detractores de Marx y a sus seguidores; unos, que sólo dan importancia a las necesidades, y otros, que subrayan la relevancia del tiempo de fabricación en el valor final de las mercancías. El experimentado antropólogo no permanece ajeno a esta polémica, habida cuenta de su propia biografía: “Yo fui durante muchos años marxista, bastante revisionista, aunque al comienzo muy dogmático. Luego fui abandonando el leninismo, pero también la idea marxista, casi metafísica, de que el capitalismo produce a su enterrador. En cambio, sigo pensando con Marx que la riqueza procede del tiempo de trabajo y que una parte de ese trabajo se lo apropian los capitalistas”. Se trata de una postura que rebate a los más enconados adversarios ideológicos del profesor mexicano, a quien señalan como un tránsfuga de la izquierda, algo que en modo alguno puede derivarse ni de sus textos ni de sus palabras en esta conversación. De hecho, el profesor Bartra se apresura en afirmar: “Si queremos entender el capitalismo, aunque haya cambiado mucho, no debemos olvidar a Marx y cómo se forma el valor de cambio”.

Tras el desvío, nuestro diálogo vuelve al redil de una época –la nuestra- que ha vuelto a retomar el tema de la máquina, tan importante para Marx, por medio de la figura del robot. Sobre este asunto, el profesor Roger Bartra aboga por una liberación del trabajo basada en la posible productividad robótica, una idea que, según sus propias palabras, está inspirada por “las ideas sobre la asignación de ingresos universales que no estén ligados al trabajo acumulado por la persona”. Es una tesis audaz que, con matices, encontramos actualmente en marxistas heterodoxos como el francés Bernard Friot, pero que también puede conjugarse con la demoledora crítica anarquista que realizó el antropólogo social estadounidense, David Graeber, sobre lo que él mismo denominó “trabajos de mierda”. En cualquier caso, y partiendo de lo que explica el autor de Chamanes y robots sobre el aprendizaje profundo de las máquinas, me pregunto si no es hoy el propio capitalismo el que aprende siguiendo los dictados de la inteligencia artificial y el régimen de los algoritmos. “Yo creo –responde el antropólogo- que se están produciendo mutaciones en el capitalismo y que hay que explorar esas mutaciones, pues algunas pueden ser muy dañinas. Podemos preguntarnos, por ejemplo, si el fascismo no fue una mutación del capitalismo”. Lo que sí queda claro es que tales mutaciones exigen renovadas reflexiones, algo que el maestro Bartra tampoco duda en reconocer: “Yo creo que éstos son los nuevos espacios de pensamiento que hay que abrir para entender cómo está funcionando el capitalismo hoy en día, y no seguir con las etiquetas fáciles de la globalización”.

Sin embargo, y pese al interés que demuestra el profesor por estos temas, su principal campo de reflexión sigue estando en otra parte. “Yo sigo sumergido en el mundo de los mitos” –confiesa. Sobre este asunto, formulo una pregunta que me acompaña desde hace tiempo: ¿podemos realmente ir del mito a la razón, según el tópico que aún enseñan en las escuelas? La respuesta del antropólogo hace acopio de su larga experiencia como investigador del mito: “Yo no lo creo, pues me he dedicado a observar cómo muchos mitos se reciclan. Además, el exocerebro no es un aparato lógico implacable, sino un conjunto de mitos que incluyen símbolos y valores”. Una vida sin mito parece, pues, improbable y nos amenaza con una vida empobrecida. No obstante, algunos transhumanistas es lo que defienden. “Sí –puntualiza el investigador-, sin embargo los robots son una realidad cibernética, pero también un mito que impulsa a los ingenieros a buscar. El mito del robot, en este sentido, es muy poderoso”.

Pero volviendo al tema de la identidad, ¿quién puede abordar hoy tal asunto en las ciencias sociales sin caer irremediablemente en las consignas de la llamada identidad de género? Aunque existe una densa cantidad de material etnográfico al respecto, no conozco ninguna sociedad en donde alguien pueda pasarse la vida transitando de un género a otro. ¿Conocerá nuestro interlocutor alguna? Para mi sorpresa, su respuesta inicial es afirmativa: “Pues hay una, de la que habló Úrsula Kroeber Le Guin, hija del gran antropólogo Alfred Kroeber. En la sociedad que ella describe, hay una especie de ciclo en que los humanos cambian de sexo. Pero resulta que ella es novelista, aunque tiene un sentido etnológico muy importante”. Advierto, entonces, la ironía del maestro: “Así pues, existe una, pero está en la imaginación. Fuera de ella, en los documentos etnográficos, no hay nada de eso[1]. Efectivamente –añade-, hay casos de indefinición sexual, pero la inmensa mayoría de los seres humanos tiene un sexo u otro. Reconocer que en torno al sexo se construyen identidades diferenciadas a las que hemos querido llamar género, es una evidencia que los antropólogos conocemos desde hace muchísimo tiempo, pero también está muy claro que existe una base sexual y que los casos de una minoría, que por supuesto deben ser comprendidos yrespetados, no pueden ser extrapolados a toda la sociedad. Yo creo que se trata de ciertas modas filosóficas y de algunas corrientes feministas que nos llevan a un callejón sin salida”.

Con todo y esto, lo que me pregunto es si tales posturas, como la de la teoría queer, no exhiben una actitud corporal que sintoniza en el fondo con el desprecio al cuerpo que muestra el transhumanismo. “Anular el sexo –responde el investigador- es efectivamente una manera de anular al cuerpo, porque es en él donde las características sexuales son más evidentes”. No en vano, tal desdén se traduce en una aniquilación de lo sexual. “En la teoría robótica y transhumanista se tiende a excluir el sexo y, por lo tanto, el cuerpo. Pero si una inteligencia artificial llega a ser un día un sujeto y a tener conciencia, será porque existe en ella alguna base de sensibilidad, entre la que está la que proporciona el placer y, dentro de éste, el placer sexual. Salvo en algunos casos de la ciencia ficción, en la ingeniería robótica el sexo tiende a ser excluido”. Lo que en cambio no excluyen algunos tecnocientíficos es la creencia de que sólo podemos llegar a entender aquello que antes hemos sido capaces de fabricar, según la idea del físico Richard Feynman, retomada por el ingeniero japonés Jun Tani y recogida por el profesor Bartra en su libro Chamanes y robots. Sin embargo, ¿conoce acaso un progenitor cómo van a ser sus hijos en el futuro? Además, ¿qué pasa cuando en vez de entender lo que hemos creado, ignoramos el resultado de lo que hemos hecho? “Esto ocurre en muchas innovaciones de la medicina –responde el antropólogo-, por ejemplo con los fármacos. En todo caso, yo creo que sí se puede entender sin construir; sólo observando lo construido. Ahí tenemos el caso de la Naturaleza, que no la hemos construido y nos permite entender más o menos el universo, que tampoco hemos construido ni vamos a construir nunca. Hay una cierta exageración en frases como la de Feynman, pero es algo saludable porque nos pone a pensar”.

Esa misma estimulación del pensamiento es la que anima la figura del cíborg, cuya presencia despierta una admiración que aviva el temor, según el antropólogo e investigador mexicano. Dicho con sus propias palabras: “No se trata de una pequeña utopía, atractiva y simpática, sino de algo que atrae porque también supone un peligro”. En este aspecto, reconoce el maestro Bartra, el mito del cíborg es similar al del salvaje. Pero ¿son los cíborgs los salvajes o seremos nosotros los que aquél verá un día como salvajes? “Bueno, para esto hay que dejar volar mucho la imaginación. En todo caso, son reflexiones estimulantes. Yo planteo una posibilidad inquietante: que en el futuro una máquina consiga sensaciones enchufándose en un humano”. Una escalofriante posibilidad, sin duda, que si en algo nos conmueve es en nuestro pertinaz anhelo de seguir siendo lo que somos. 


[1] Se refiere a la obra La mano izquierda de la oscuridad, publicada en 1969.

Las opiniones expresadas en esta entrega de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el artefacto.

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