Morelia en los libros (y sin orín)

Caliche Caroma

Morelia ha seducido a escritores locales y foráneos, en decenas de libros se ha derramado tinta en honor de la ciudad rosa, amarilla y roja. A 479 años de su supuesta fundación (existen controversias que ponen en duda el 18 de mayo de 1541 como fecha fundacional) y para evitar los fuegos artificiales, aquí se comparten fuegos naturales, llamas que brotaron de los pechos encendidos de literatos enamorados de la novia de piedra, la pluma que quema la hoja donde está escrito “te amo, Morelia”. Es cierto que Morelia no es sólo su zona céntrica, parte pudenda, pero a veces no hay ojos para toda la belleza que una urbe tiene. Los siguientes fragmentos dan cuenta de calles, plazas, jardines y cientos de años de vida contenidos en los muros de cantera que este año no serán rociados con el orín del bondadoso pueblo gracias al Covid-19.

Parte del prólogo escrito por José Juan Tablada para el libro Historia de la Ciudad de Morelia de Jesús Romero Flores, editado por el Gobierno del Estado de Michoacán en 1978: “Por su antañona belleza, por la atmósfera de leyenda que baña sus piedras coloniales, y hasta por su esquivo recogimiento, hecho como de siglo claustral y de persistente romanticismo, siempre tuve a la antigua Valladolid como una de las ciudades mexicanas más interesantes y atrayentes”.

Y de la pluma de Jesús Romero Flores, página 32 de la edición antes citada: “Amaneció el miércoles 18 de mayo de 1541. La atmósfera tibia y transparente del valle invitaba a gozar de encanto y la frescura de aquel día primaveral, que había de ser el primero en los fastos gloriosos de un pueblo que, andando el tiempo, daría héroes, sabios y artistas, cuyos hechos ilustrarían las páginas de nuestra historia nacional».

Del libro de Francisco Alcocer Sierra, Leyendas de Morelia, editorial Balsac, de la segunda edición (28 de febrero de 1985), se extraen tres párrafos que dan luz sobre el origen de Morelia, el primero: “En los finales de 1540, cuando el Virrey don Antonio de Mendoza pasó por estar tierras rumbo a Tiripetío para celebrar su famosa conferencia con el conquistador don Pedro de Alvarado, —29 de noviembre de 1540— encontró que en este valle y sobre la loma del pueblo de Guayangareo se reunían las siete cualidades que exigía Platón para fundar una ciudad, por lo que en esta expedición empezó a tratar con los encomenderos y con varios nobles colonos de la región sobre la fundación de una ciudad. Ya de regreso expidió, el 23 de abril de 1541, la provisión Virreynal para que se edificara una ciudad en el pueblo del valle de Guayangareo”.

El segundo: «Cuatro años más tarde el mismo Carlos VI le dio el título de Ciudad, según cédula real firmada en Zaragoza el 6 de enero de 1545 y, tal vez —pues hay diversas opiniones— el P. D. Antonio de Tello tiene razón al señalar la fecha del 21 de julio de 1563 en que se concede a esta ciudad el derecho de usar escudo de armas, habiendo sido el propio Virrey quien pidió que llevara tres reyes coronados, representando el primero a Carlos V y los otros dos a Felipe II y al Príncipe Maximiliano».

Y el tercero: “El 12 de septiembre de 1828, el segundo Congreso Constitucional decretó que desde el día 16 de ese mes se cambiara a esta ciudad el nombre de Valladolid de Michoacán por el de Morelia, en honor de su hijo benemérito don José María Morelos y Pavón”.

Arturo Molina escribió el libro Crónicas de Morelia para ser contadas en el año 2041, editado por el Instituto Michoacano de Cultura (noviembre de 2000), de este texto se comparte lo que sigue: “Como por suerte con mis padres llegué a vivir cerca de una de las plazuelas más hermosas y tranquilas que ha tenido Morelia. La de Capuchinas, en la cual se podía estar en ella después de las tres de la tarde y así refrescarse en los días calurosos de abril y mayo, donde las familias de su alrededor tranquilamente se posesionaban de una banca y así tener coloquios amistosos con otras familias del barrio, estoy tratando de recordar ese jardín de los principios de la década de los sesentas, la cual va a cambiar su fisonomía y tranquilidad a finales de esa misma década para convertirse primeramente, durante jueves y domingos en una feria francamente pueblerina al hacerse del jardín paso obligado al nuevo y flamante mercado Independencia. Ahora sólo el recuerdo queda hasta de esos días de la semana, ya que hoy en pleno 1991, la bullanguería de tianguis pueblerino es diario, el jardín ha quedado de hecho invalidado como esparcimiento y espacio para las familias tanto de su alrededor —si es que aún quedan moradores— y de calles circunvecinas. Esas calles centenarias de su alrededor, sobretodo hacia el norte del jardín, ahora cuando por ellas camino, me parecen milenarias, han envejecido y han dejado de ser calles angostas pero transitables, ahora son filas de autos estacionados de un lado y del otro, filas de puestos semifijos de una y mil baratijas, así es la calle Vasco de Quiroga. Si usted camina por Vicente Santa María solamente habrá espacio para que una persona camine por las banquetas ya que la cultura del automóvil se ha posesionado de ambas aceras”.

Extasiado, Gustavo Ávalos Guzmán describe en su novela La revolución del dinero, edición apoyada por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (13 de junio de 1949), a la capital del estado de Michoacán, página 64: “Tranquilamente aposentada en un amplio valle atravesado por dos ríos, que los nativos precolombinos llamaron de Guayangareo, circundada de montes protectores, aparece la Ciudad del Generalísimo Morelos. Cortada por una misma medida que retiene sus casas a ras del suelo, sin la impertinencia retadora de las construcciones de muchos pisos, ni rascacielos modernistas, parece Morelia una maqueta pequeñísima de líneas armoniosas y calles bien trazadas, rectas, precisas, dividiendo proporcionalmente las manzanas de casas provincianas. Únicamente sobresalen con gallardas formas de cúspides multicolores, las Iglesias coloniales, las torres esbeltas, las cruces místicas que rematan los campanarios. Y en el centro, junto a una mancha verde que tapiza el ramaje de la arboleda, con elegancia señorial y suprema, ascienden las repujadas torres de la gran catedral”.

Termina esta breve antología moreliana con un poema de Concha Urquiza redactado el 16 de diciembre de 1941, incluido en el libro Hambre del Corazón. Poesía y prosa, editado por la Secretaría de Cultura de Michoacán (12 de febrero de 2010), página 175:

Retorno a Morelia

Cierto, tú has sido fiel; la misma calma,

las mismas alboradas deleitosas;

torres aladas y cantares rosas,

un remanso de paz para mi alma.

Guardarás aún aquel rubor intenso

que ponía en la plaza verdeante

la bugambilia en flor, y aquel instante

de tus campanas en el aire tenso.

Tu Calle Real que va de monte a monte,

la clásica portada de breviario

de Las Monjas, el rojo campanario

donde se cifra todo el horizonte.

Tus suburbios, prendidos en jardines,

y tus fuentes de musgo y luna llena;

y el viejo Bosque, donde vive y pena

un recóndito aroma de jazmines.

La señorial Calzada cuyas piedras

añoran largamente tantas cosas…

como esa cordillera de Las Rosas

que pide al cielo su balcón de yedras.

Igual y fiel te miro, tierra mía;

infiel he sido yo, que ya no tengo

cuando a tu casa rumorosa vengo,

abierta el alma a ti, como solía.

Si tu armoniosa paz no dice nada

a mi cansado amor, ego te absolvo:

culpa es de ausente ardor trocado en polvo,

y juventud en sombras olvidada.

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