Palabras prohibidas

Livier Fernández Topete

Hace unos días Carmen Villoro respondió a una de las 25 preguntas instantáneas diseñadas con anti solemnidad y esmero por Héctor Alvarado, para escritores mexicanos:

– ¿Hay palabras prohibidas?
– Sí. Hay palabras humillantes y violentas, racistas y descalificadoras. Esas deben estar ausentes de un libro para niños. En la literatura para adultos no hay nada prohibido. (25 Instantáneas de Carmen Villoro o Río sobre aguas turbulentas)

La pregunta no dice “malas palabras” o su hermana gemela “maldiciones”, tampoco apunta “groserías”; y es que todas estas formas de nombrar a las palabras con connotaciones negativas, cargadas de juicios morales, no hacen más que evidenciar las limitaciones de su emisor.

Mayor vocabulario – mejor dominio de la lengua – menos prejuicio – más expresividad, parece ser una cadena conformada por eslabones casi consecuentes, lo mismo jugando con los antónimos de los adverbios de cantidad.

Creo que la respuesta de Villoro es firme y clara, las palabras humillantes, violentas, racistas y descalificadoras no están prohibidas (salvo en los libros para niños), se usan, las usamos a la menor provocación, no reparamos en el perjuicio de los vocablos, sino que ejercemos nuestros prejuicios a través de ellos. La mayoría no presta interés al daño que pueda ocasionar lo dicho en los otros, pero sí parece importarle la parafernalia alrededor de otras palabras.

En un mundo al revés la forma está por encima del fondo, los eufemismos son más valiosos que las verdades, las florituras les suenan mejor a oídos sosos, las palabras desnudas y desanudadas (sin la telaraña de las buenas costumbres o de los buenos modales) pasan a ser tabúes para las pulcras lenguas, esas bocas maestras en humillar, violentar, descalificar y discriminar.

En El laberinto de la soledad, Octavio Paz habla de las llamadas maldiciones como palabras altisonantes, o sea, voces que suenan alto, que se caracterizan por su carga expresiva y que son tan necesarias como el resto para transmitir un mensaje con cierta emoción.

Qué sería de nosotros sin esas palabras, qué sería de nuestras mentes, seríamos seres contenidos, siempre a punto de ebullición pero con el hervor quemándonos por dentro. Benditas sean las palabras malditas, benditos los malditos que las usan porque conocen su idioma, porque lo enriquecen y lo mantienen con vida.

Las “malas palabras” son parte del tesoro de un idioma y no debemos confundirlas con las palabras sectarias, las denigrantes, las violentas, las que separan, clasifican y cosifican a los humanos, preocuparnos en el uso de unas y normalizar el uso de las otras, es centrar nuestra atención en tonterías.

Florecen las malas palabras contra la voluntad de sus taladores. Brotan también las buenas consciencias con sus buenas palabras para herir confortablemente tras bambalinas.

No existen las malas palabras, existen los mal entendidos respecto a la lengua, existen los malos y limitados usos de la misma, existen los prejuicios y la repugnante necesidad de pompa, el oropel en la casa del habla, la baratija simuladora del que ignora pero fantasea que sabe.

Silence (Anne), de la serie Silence, por Justine Tjallinks

Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el-artefacto.

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