Materia oscura: Red head

Vanessa García Leyva

Cuidado.
Desde las cenizas me levanto
Con mi cabello rojo
Y devoro hombres como el aire.

Sylvia Plath

Desde que recuerdo he tenido batallas interminables con mi cabello. Este cabello crespo, grueso y rojo vibrante al que ha sido poco menos que imposible domar. Desde niña sufrí los más humillantes apodos gracias a él, desde  Pelos de elote, pasando por Medusa y Red head, hasta Bruja. Mi madre se esmeraba mucho en ponerme todos los potajes conocidos e inventados por ella misma para intentar contener mis cabellos: limón, gel, gelatina de chía, spray fijador, de todo, pero invariablemente mi cabello encontraba la forma de esponjarse. Las colas de caballo y las mil trenzas que me hizo mamá duraban un par de horas, pero al final mi cabello lograba tener su propia forma y hacerme lucir ridícula.

La adolescencia llegó y con ella el espanto hacia el rechazo de los niños que ya empezaban a gustarme. Pensé entonces que la mejor manera de darle una buena forma a mi cabello era hacerme el “permanente” en una sala de belleza, este tratamiento consistía en ponerme unos tubos con una serie de químicos para que mi cabello quedara rizado. Bueno, pensé, por lo menos no será crespo como ahora y los químicos seguro podrán domarlo. Mi madre no estuvo de acuerdo con la idea, tienes que aceptar lo que eres, dijo, y por dos horas intentó explicarme cómo las mujeres de la familia siempre habían tenido ese cabello rojo indomable, sacó el álbum de fotos y efectivamente mi bisabuela, la abuela y mi madre también lo tenían así. Pero no logró convencerme, lloré, chillé y pataleé hasta que mamá aceptó pagar el “permanente”.

Foto: Andrea González

Fuimos juntas al salón de belleza y después de algunas horas respirando el olor de los químicos en mi cabeza, salí de ahí sintiéndome la chica más bella del mundo. No paraba de verme en los espejos o vidrios que encontraba a nuestro paso. Y a partir de ahí fui feliz. Sin embargo la felicidad, como el “permanente”, no son para siempre y después de tres meses los bellos rizos desaparecieron. Regresó aquel cabello hirsuto y regresé yo con él a la peluquería a reclamar, pues se suponía que el efecto duraba nueve meses. La dependienta me explicó que no todas las cabelleras respondían igual al producto y que no podía ponerme otra vez el tratamiento porque se me caería el cabello con una segunda dosis de químicos.  Intenté ir a otras peluquerías pero todas me decían lo mismo, que si me exponía a otra dosis de químico antes de los 9 meses de haberme hecho el tratamiento podía quedar calva. Ante tal situación no pude hacer otra cosa que regresar a casa. Los siguientes días fueron los peores porque tras perder el efecto parecía que mi cabello se había vuelto más rebelde, más crespo, más rojo. Los siguientes meses los pasé comprando todo tipo de accesorios para el cabello, desde diademas, mascadas, pasando por gorros y sombreros para ocultarlo, pero el resultado era el mismo, las mascadas se desataban, las diademas se caían, las cachuchas y sombreros me quedaban ridículamente muy por encima de las orejas. Pasaron los años y tuve que aprender a vivir con la maldición de ese pelo salvaje, había pasado por todo, planchas, pistolas de aire caliente y rizadoras eléctricas, pero todo era inútil.

 La solución la encontraría unas semanas después de mi último fracaso con el alaciado japonés, tratamiento capilar hecho también a base de químicos. Leí un artículo sobre las bondades del pelo corto al estilo masculino: no se gasta en champú, no se necesita acondicionador, no tienes que gastar tu tiempo en cepillarlo o peinarlo, bastan unas gotas de gel para acomodarlo con tus propias manos y listo. Decidida fui a la peluquería y la melena que me llegaba por debajo de la cintura fue cayendo ante las habilidosas manos de la joven pero experta peluquera. Ella estaba emocionada porque era la primera vez que cortaba un pelo tan largo y virgen. Inmediatamente me preguntó si lo iba a vender, que conocía un comprador que daría una buena cantidad de dinero por un cabello como ese. La verdad era que no lo había pensado, pero me pareció una buena oportunidad, había odiado tanto mi cabellera que por fin me traería algo de alegría, con el dinero que pudiera obtener de ella compraría los regalos de la navidad que ya se acercaba. La peluquera me dio la tarjeta del comprador y me dijo que le llamara esa misma tarde. Salí del establecimiento sintiéndome hermosa y libre, con la maraña de pelo sobrante en una bolsa de plástico. Solamente llegar a casa tomé el teléfono y marqué al número. Me contestó el hombre de la tarjeta, Luigi,  me dijo que necesitaba ver el cabello para hacerme una oferta, yo accedí y fui a verlo a su local. Era una tienda de pelucas, las había de todo tipo, cortas, medianas y muy largas, rojas, rubias y hasta perfectamente platinadas, todas de pelo natural. Al llegar al mostrador y preguntar por el comprador, la chica me guio al trasfondo de la tienda. Ahí estaba él: un hombre guapo con una pulcritud y elegancia de los pies a la cabeza. Me sonrió con su dentadura perfecta y su hoyuelo en la mejilla y me invitó a sentarme. Déjame ver lo que tienes para mí, fueron sus palabras. Yo inmediatamente saqué la bolsa con la maraña de pelo que traía conmigo. Tal vez era mi imaginación pero el pelambre de la bolsa parecía más hirsuto, más salvaje que cuando lo pusieron ahí. Pero no podía pensar en nada, estaba demasiado ocupada viendo los ojos azules de mi interlocutor, esos que le estaban brillando ahora que veía aquel pelo rojo encendido. Una maravilla, haré una preciosa peluca con tu cabello, querida. Nadie te pagará más que yo en el mercado por él. Así dijo y me extendió un cheque. Efectivamente era una jugosa cantidad, así que cerramos el trato y yo me marché de ahí satisfecha.

Habían pasado solo dos días desde la transacción cuando comencé a sentir una profunda tristeza, inexplicablemente me sumí en un estado de nostalgia crónica. Sucedió lo inimaginable, había empezado a resentir la ausencia de mi cabello. Nunca me detuve a pensarlo pero mi cabello me proporcionaba calor en las temporadas de frio, protegía mis orejas y cuello de la inclemencia de esos días,  mi pelo me daba también una comodidad y soporte extra que ni las almohadas ortopédicas conseguían ofrecerme, además algo que no había notado es que cuando escribo tengo la costumbre de tomar un mechón de pelo y hacerlo girar y girar con mi dedo índice, era como si el movimiento de mi dedo sobre mi pelo me hiciera producir ideas que pasaban directamente al papel y ahora con el pelo tan corto como lo llevaba era imposible escribir nada.  En las próximas horas mi estado de nostalgia pasó a uno de angustia total que remató en un ataque de ansiedad que me hizo salir de casa resuelta a recuperar mi cabellera. Pensaba que podría hacerme extensiones con mi propio pelo o hacer con él una peluca hasta que me creciera el nuevo. No había cambiado el cheque así que se lo regresaría a Luigi, seguro que si le explicaba mis sentimientos comprendería y me regresaría el cabello, o haría lo que fuera por recuperarlo.

 Caminaba por las calles del centro hasta que me di cuenta que la mayoría de los negocios estaban cerrados, claro era domingo y ya casi eran las ocho de la noche, de cualquier manera estaba a un par de calles del local así que me apresuré por si de causalidad estaba abierto. Al llegar vi la puerta de cristal cerrada pero noté que al fondo había una luz encendida, toqué pero nadie salió a abrir. Instintivamente moví la manija y la puerta se abrió. Grité un “hola” para hacerme notar pero nadie contestó, la luz provenía del despacho de Luigi, así que me dirigí hacia allá. Cuando llegué estaba él ahí sentado con medio cuerpo echado hacia la mesa de trabajo. Sobre ella mi cabellera esperaba montada en una base, él había empezado a trabajar ya en una peluca, era hermosa: el cabello largo, sedoso y brillante, una melena que se expendía fuerte y vigorosa, enroscada en el cuello amoratado y sin vida del vendedor de pelucas.


Vanessa García Leyva.

Licenciada el Letras Hispánicas y ha cursado estudios de Maestría en Literatura Mexicana. Se ha desempeñado como gestora cultural y promotora de lectura durante diez años. Es especialista en literatura de género fantástico y novela negra. Jefa de la Unidad de Literatura y Fomento a la Lectura de CULTURA UDG de la Universidad de Guadalajara. Fue Coordinadora general del Foro de novela negra, literatura de horror y suspenso, en sus 8 ediciones (2008- 2015). Diseñó el programa y los contenidos para el proyecto The Big Read del Consulado de Estados Unidos en colaboración con otras instituciones, en sus ediciones 2009 y 2011.

Ha sido ponente en congresos y conferencias sobre literatura fantástica y géneros literarios: Congreso internacional de fantasmagorías espectrales en la literatura, Universidad Iberoamericana (2012); Coloquio Internacional de literatura Gótica, UNAM (2014); Congreso Visiones de lo fantástico, Universidad Autónoma de Barcelona (2014). Fue Coordinadora de Literatura de la Secretaría de Cultura de Jalisco (2015-2018)  

Redes:
www.facebook.com/vanessa.garcialeyva

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