Una de pintores: Toxicidades

Rafa Flores

Francis Bacon, el mejor pintor inglés del siglo XX, estaba una noche pintando cuando escuchó un estruendo. La claraboya del techo se había roto y de ella cayó un hombre que quedó tendido en el centro del taller. Fornido, tosco, joven. Era George Dyer, un ladrón que buscaba colarse en casa del pintor para llevarse algún cuadro o cosa de valor. Bacon le dijo:

-Te perdono si vienes conmigo a la cama.

Fueron a la cama y comenzaron una relación que duró siete años. George se convirtió en el muso de Bacon; lo retrató obsesivamente y esas pinturas son, quizá, las más intensas y desgarradoras de todo el arte contemporáneo.

Aquel amor se cargó al sadomasoquismo; Bacon era el sumiso y George el castigador. El ladrón contrataba hombres rudos para sus «performances» sexuales y le ponían unas madrizas ejemplares al pintor. Con su consentimiento, por supuesto.

Sus panchos y rabietas eran conocidas por todo mundo. En una de esas, Dyer plantó un paquete de cannabis en casa del artista y llamó a la policía para que lo apresaran. Nadie entendía por qué el gran maestro se sobajaba a esos niveles.

La relación terminó en 1971. Ese año, el Grand Palais de Paris organizó una retrospectiva de Bacon, con la presencia del presidente Pompidou y toda la cosa. La inauguración significó la consagración mundial del artista. Esa noche, ya en el hotel, Bacon y George discutieron agriamente y durmieron en habitaciones separadas. Al amanecer encontraron el cadáver de Dyer en la cama. Se suicidó con una dosis de alcohol y barbitúricos.

Bacon y George Dyer, 1965. JOHN DEAKIN (BRIDGEMAN IMAGES (AGE FOTOSTOCK))

Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el-artefacto.

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