Materia oscura: Contagio

Los muertos atraen la muerte, simplifican la comedia, arrumban los papeles y sepultan los disfracen en los roperos.
Juan Benet

Alejandro Badillo

Llegaron en la tarde. Sus figuras deslumbradas en el quicio de la puerta. El filo del sol en los sombreros, con pinta de haber merodeado, hambrientos, por el pueblo. Sin embargo, inmóviles en la puerta, parpadeando al mismo tiempo, parecían tener todo menos hambre. El calor era redondo en la estancia. Chupaba los cuerpos. Fruto seco lo que tocaba. Las respiraciones de los hombres se amontonaban. El dueño del bar, somnoliento, sentía el aire caliente desprendido, en mayor parte, de ellos. Sus manos barajaban ases, tréboles, reyes. Dejó el mazo de cartas y miró el polvo que, al fin, se asentó en los hombres. Uno, el más alto, dio un paso adelante y dijo:

—Queremos cerveza.

La voz recorrió, leve, la estancia. Después se apagó en el calor, como lumbre en el agua.

—Pasen, pueden sentarse — respondió el dueño.

Los hombres se miraron. Consultaron en silencio al que había tomado la iniciativa. Éste movió los ojillos y carraspeó. Bajo el sombrero eran profundas sus meditaciones. Alargó un dedo.

—Está bien.

Los hombres se sentaron al mismo tiempo. El dueño sirvió seis tarros. El vidrio de los tarros reprodujo, un instante, sus figuras.

—Tardamos mucho en llegar —dijo uno.

—Eran fuertes las tolvaneras.

—No hay señales, ni indicaciones.

—Pudimos llegar a cualquier otro lado.

—Después veremos qué hacer.

El dueño los ignoró. En ese lugar todos llegaban por accidente y decían siempre lo mismo. Por eso la clientela menguaba en tiempo de secas. Y entonces mataba las horas entre las cartas, satisfecho mientras lo demás ardía.

Los hombres alzaron los tarros y bebieron. Solemnes, en el movimiento llevaron sus semblantes a la luz, también las narices, los afilados bigotes. El sonido del líquido en las gargantas, las lenguas chasquearon. En el silencio cualquier brizna se oía. Por eso, para no incomodarlos, para no atender su charla, el dueño encendió el radio. La música avivó a los de los sorbos. Eran vivos pájaros sus siluetas. Sus voces se enredaban en un murmullo que se comía las palabras. El dueño atisbaba el nervio de las figuras, las manos del principal que conducía el acto. Las cervezas pronto se acabaron y pidieron la segunda ronda. El dueño tuvo recuerdo de otros, merodeando en el pueblo, en las calles. A veces se asomaba y los veía ahí, perdidos en el llano, heridos de sol, aturdidos por sus estoques.

Destapó seis botellas y se acercó con la charola. Regresó a la barra y estuvo un rato ahí, escuchándolos, medrando con la venta del día. Los hombres, oscurecidos por los sombreros, seguían con su charla.

—Hay que apresurarnos.

—Sí, antes de que anochezca.

—Pero, ¿a dónde vamos?

Y entre preguntas el vuelo de las manos, después en ristre a las cervezas, apagando el calor en las bocas. El dueño, aturdido por los sorbos, por el sopor y por el sol que le incendiaba la calva.

Entonces, un trueno en la estancia. El fuego derribó a uno de los hombres. Estrepitosa su caída. Pajarillo cazado al vuelo, pronto dejó de moverse. Un destello en los ojos abiertos y sorprendidos. La bala había hecho trizas la ventana. En su lugar afilados cristales, dientes en el marco. Abajo el polvo relucía, como la muerte en el convidado. Lo orbitaba una mosca que estuvo un instante en el gesto, alambrista entre los labios. En algún tiempo cundiría el hedor y llenaría las cosas de muerte. Y los hombres se acercaron y examinaron al inmóvil con gesto de disgusto.

—Te lo había dicho —dijo uno.

—Era previsible —dijo otro.

—Debimos abandonarlo en el camino.

—¿Cómo íbamos a saberlo?—tarareó uno.

—Una señal, una mancha en su ropa.

—Lo que sea.

El líder inclinó la cabeza. Sumidos entre nubes, sus pensamientos, sus imaginaciones. El gesto llenó la cara de arrugas.

Flanquearon al unísono al muerto. Dos de cada lado. Sin el líder. Una mancha en la camisa, agrandada por el incesante borboteo. Los ojos a la sangre, con miedo a la marea en el piso. El radio seguía ajeno con su sonsonete. El dueño emergió de su asombro y lo apagó. Se acercó a los hombres. La orilla de sangre tocaba las puntas de los pies. El muerto seguía con los ojos en el techo, el espanto en el gesto, como si presintiera el embate de las moscas, de los previsibles carroñeros.

—Va a oscurecer.

—Te lo dije.

—Quedaremos a mansalva.

El líder los calló con una mirada, se acercó al dueño y le preguntó:

—¿Cuánto dura la tarde aquí?

—¿Cómo? —respondió.

—Sí, ¿cuánto tiempo? —dijo impaciente.

El dueño sólo atinó a balbucear. El líder abandonó su indagación y se asomó por la ventana rota. Hundió la mirada en el llano. No había sitio para ocultar al posible tirador. Sólo tierra amarilla, sosegada por la falta de viento. Un cuervo entró en la desolación y picoteó maniaco el suelo. Después alzó la cabeza y un manojo de plumas, el destello de las alas, su vuelo.

El dueño, además de la muerte, sentía una perturbación en el ámbito, la sensación de muchos cuerpos diminutos quitando sustancia al aire. Intranquilo, dijo:

—Señores, deben sacar al muerto, no quiero problemas.

Los hombres lo miraron. Él miró sus figuras sin vértice, suspendidas en el fondo de un sueño. Y metido en el silencio el muerto, persistente con sus ojos abiertos.

—¿Qué hacemos? —dijo uno.

—No lo quiero aquí— arremetió el dueño.

El líder se acercó y le puso una mano en el hombro. Luego señaló el exterior y dijo con lenta voz, impregnado de veneno:

—Esta tranquilidad es falsa, ¿no lo sabe?

El campo amplio e inerte. En los límites de un marco las nubes, la tibia línea del horizonte. Los hombres, al unísono, como borregos a la contemplación. Y el vacío que iba del paisaje a sus cuerpos.

—Aquí no pasa nadie. Sólo extraviados como ustedes —dijo el dueño, manoteando.

—Entonces tendrá que acompañarnos.

—¿A qué?

—A dejar al muerto.

El dueño iba a replicar pero percibió en el otro un movimiento, una mano hurgando entre las ropas. Brilló la boca de una pistola. La boca fue tocada por la luz y osciló lentamente, advirtiendo. El dueño sintió un abismo frente a él y, sin asentir del todo, se apartó unos pasos.

El líder fue por los restos de cerveza y los bebió de un trago.

Sonrió.

—Vamos —dijo.

Los hombres sujetaron al muerto por los pies y por las manos. Su reposo había dejado una mancha uniforme de sangre. Y sobre ella una mosca, su ávido aleteo. Espantaron a la diminuta y, a una señal, caminaron hacia la puerta. Dos de cada lado y el líder al frente de la procesión; atrás el dueño. Pesaba la muerte en el hombre y lo sujetaron con fuerza del pantalón y la camisa. El triste bamboleo dejaba un reguero de sangre en el suelo. El dueño imaginó el lento arrastre de un toro, la derrota del cuerpo, los belfos dejando su huella en el ruedo.

El descampado en vivo amarillo por el polvo. Algunas huellas de animales. A lo lejos los tejados de unas casas. Los ojos bajo los sombreros, por el declive del sol, una ceniza apagada.

—Vamos al matadero —dijo uno.

—Tenemos una oportunidad.

—Apurémonos.

El líder, con un dedo en sus labios, los calló. La procesión se detuvo. Oteaba el horizonte. Ni un ruido había pero el dedo seguía ahí. Vacío de sangre el muerto, por el recorrido, por tanta espera. Como corderillo entre los hombres, los abiertos ojos al cielo.

—Escuchen —murmuró y dura la quijada, una piedra.

Un poco de viento en el polvo. Nubes entre las piernas. Las botas en el amarillo, sus puntas rojas. Un cuervo en círculos sobre todos, sobre ellos como una corona. Para el cuervo toda la atención de los hombres, a las plumas que dejaba, a su grajeo. Y el ave se perdió y los hombres volvieron al nervio:

—No es nada.

—Es sólo el pájaro.

—¿El mismo de antes?

—Quizá sea una señal.

—Es probable.

—No pasa nada. 

—Sigamos caminando —dijo el líder.

El calor había menguado, pero aún encandilaba. El resplandor vespertino sobre las piedras. Los hombres sudaban, dejaban sombras filosas. Sentían que cada paso, cada respiración, era un anzuelo.

El dueño caminaba tras el líder, a un par de pasos, tras la penumbra que proyectaba su espalda. ¿Hasta dónde llegarían? Porque más allá de las casas no había nada. Un barranco, más tierra amarilla, un sembradío de cadáveres, no sabía. Sólo los que merodeaban tras la ventana, los que entraban al bar y luego se iban.

Bajó la vista y se encontró con la pistola enfundada en la cintura del líder. Tan atento estaba al silencio, a la esquiva señal que no llegaba, que no atendía otro peligro. El dueño alargó la mano y con veloz movimiento lo desarmó. El otro sintió la ausencia y descargó con furia el puño. Pero el dueño estaba fuera de su alcance y el puño en el aire, de vuelta, como cosa imperfecta, inacabada. Intentó un nuevo embate, pero la pistola, su boca donde había estado la luz, sosegó al belicoso. La única violencia era la del sol, tras él, que lo coronaba. Los hombres detuvieron la marcha y sus voces bajo los sombreros, apagadas, como desde el fondo de una botella. El dueño aquietó las voces ladeando la cabeza. Pero entonces los hombres dejaron caer al muerto. Un ruido seco, el del cuerpo en el suelo. Y mientras la visión, mientras el caído encontraba su natural curso, los hombres desenfundaron sus armas. Brillaban todas. Todos con resplandores en las manos. En semicírculo los otros, en dirección al dueño, apuntando. La desventaja era clara. El líder le sonrió a la manada que se regodeaba pensando en el solitario, en su final en esa tierra de nadie. De nuevo el abismo para el dueño. Pero esta vez cerró los ojos para conocer la oscuridad que lo esperaba. Desgranaba entre temblores una oración cuando escuchó el silbido de las balas. Y sus captores, como soldados de plomo, de un solo embate cayeron. Algunos boca arriba, otros de costado, como barcos encallados. Las ropas pronto anegadas, abrevando en la sangre; también las botas, los brazos.

El dueño se agachó y miró alrededor. Nada había cambiado. La desolación del cielo, naranja por la ruina del sol. Se acercó a los silenciosos, a la ofrenda de dispersos sombreros. Los cuerpos, a la distancia, como los peces después de la red, con las bocas abiertas. Y con el primero compartían, además del silencio, la mirada en el cielo.

El dueño miró la sangre que manaba y que aquietaba el polvo. Estuvo un rato pensando, las manos con nervio, el gesto. A lo lejos la puerta del bar, el perfil de las mesas y los vasos ahogados por la penumbra. Entonces, aguijoneado por la codicia, comenzó a esculcar a los caídos. Hurgó en las camisas, en los pantalones, en las botas. Tuvo particular cuidado con el líder, cuyo cráneo había sido limpiamente perforado. Y en el afán la sangre en las manos. Contó varios billetes, opacas monedas; incluso un anillo. Los dejó bien esquilmados. Un destello en sus manos era la sangre. Tan abundante que goteaba. Alzó las manos y las miró, leves hojas, a contraluz. Miró el bar y deseó estar ahí, frente al mazo de cartas, parpadeando. Y de vez en cuando, por la ventana, como en irremediable noria, los merodeantes.

Una línea en el cielo dibujó un cuervo. Tuvo presentimiento de algo en el aire. Olisqueó sus ropas. Lentamente comprendió y trató de limpiar la sangre de las manos. Pero sus esfuerzos fueron en vano y más cundido quedó: el cuerpo todo de diablo. Y el rojo corría como agua entre los dedos.

Aguzó la vista. Un brillo a la distancia.

Y esperó, paciente, el trueno.

Foto: Andrea González

Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977).

Es autor de tres libros de cuentos. Obra suya ha formado parte de varias antologías. Ganó dos menciones honoríficas en el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción. En el 2007 y 2010, fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes foeca de Puebla en el área de cuento y novela y en 2016 del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes fonca.

Textos suyos han aparecido en revistas como Manufactura, del Grupo cnn-Expansión; Punto en línea, de la Universidad Nacional Autónoma de México unam; Luvina; Tierra Adentro; Quetzal-Leipzig, de Alemania; y Narrativas, de España, entre otras.

Actualmente es coordinador del Taller de Creación Literaria de la Universidad Iberoamericana-Puebla uia y la upaep. Publica semanalmente en el portal Ladobe su columna de reseña literaria “El increíble devorador de libros”.

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