Hortensia Moreno: De jóvenes, tangas y brechas generacionales

Hortensia Moreno

La aspiración del feminismo, como la de cualquier movimiento social con objetivos claros y una vocación de justicia, es la de desaparecer. Habrá un día en la historia del mundo en que se convierta en un asunto superado, en algo obsoleto y olvidable. Como lo son ahora los movimientos por la abolición de la esclavitud, que durante el siglo XIX tuvieron enorme auge y gran importancia, pero que ahora ya no significan más que un punto lejano en la evolución de las sociedades humanas. Lo cual no quiere decir que las prácticas esclavistas hayan desaparecido del todo, sino que son, en todo el mundo civilizado, prácticas ilegales y perseguidas por la ley. 

La ilegalidad de la esclavitud forma ahora parte de nuestro sentido común. A lo mejor dentro de un tiempo, todas las reivindicaciones que ha planteado el feminismo serán también parte del conocimiento de la gente y no le resultarán ajenas a nadie. Mientras tanto, tal vez valga la pena revisar si su cumplimiento ha tenido alguna repercusión en la vida de las mujeres reales, y en particular en la vida de las nuevas generaciones. 

Bien pudiera ser que, para las jóvenes de ahora, muchos de los reclamos de las mujeres de generaciones pasadas suenen como algo completamente superado y, por eso mismo, no muchas mujeres se involucran en los movimientos feministas: porque no lo necesitan. La urgencia de participar, para muchas de las mujeres que impulsaron el feminismo en los años setenta y ochenta del siglo XX, tenía que ver con una experiencia vital, con una sensación de injusticia que se manifestaba como desigualdad o falta de libertad. Las jóvenes de ahora no encaran las mismas situaciones: sus posibilidades de expresión, sus opciones profesionales y su libertad de acción parecen, al menos, haberse desplegado de manera que las feministas tal vez ni soñábamos hace veinticinco años. 

Esto debería considerarse un triunfo, aunque resulta difícil asegurar que haya avances en un mundo tan heterogéneo y vasto como en el que vivimos. En todo caso, quiero detectar algunos elementos esperanzadores en la vida de las jóvenes que, según creo, habitan un mundo más igualitario y más libre del que yo viví a su edad. 

Advertencia o toma de distancia

Pertenezco a la generación que convirtió este asunto de ser joven en una posición ante la vida. Con el lema de «nunca confíes en nadie mayor de treinta años», mi generación mitificó a tal grado la juventud que el término «viejo» se convirtió en una mala palabra, como si el solo hecho de envejecer significara una forma inefable del fracaso o, todavía peor, como si nos traicionáramos al aceptar pasivamente el efecto del paso del tiempo en nuestros cuerpos y al asumir la edad —esa edad de la «gente de edad»— temida, vilipendiada, aborrecida, o más bien las edades que todos los integrantes de mi generación hemos tenido que transcurrir desde el momento ya lejano en que dejamos de ser jóvenes. 

La paradoja es simple pero inevitable: no se puede ser joven para siempre, al menos que se interrumpa el ciclo vital prematuramente. Y muchas de las personas que formaron parte de mi generación, en efecto, interrumpieron el ciclo, de manera deliberada o accidental, y se quedaron en la eterna juventud de la muerte para enriquecer el mito y fundar la mitología. Pero la enorme, la inmensa mayoría de nosotros siguió viva para ver desplomarse a velocidades vertiginosas la mera posibilidad de sostener nuestra declaración inaugural. 

Nuestra única salida fue la ridícula pretensión de abolir la vejez, la ancianidad, la decrepitud, con el ingenioso expediente de declararlas edades innombrables: en este momento, la palabra «anciano» es políticamente incorrecta y se debe utilizar, en cambio, el torpe eufemismo de «adulto mayor» o algún otro engendro lingüístico por el estilo. Ya no hay viejitos: ahora hay «personas de la tercera edad». De esa manera hemos negado —en el discurso— el paso del tiempo y los signos evidentes de nuestra propia decadencia. 

Pero es obvio que se trata de un intento fallido por evitar lo inevitable: a partir del momento en que la gente de mi generación empezó a ver que todas nuestras argucias para prolongar, conservar, recuperar o fingir la juventud habían fallado y estábamos ahora sí a punto de dar el viejazo —no importaba cuán bien nos hayamos alimentado ni cuanto ejercicio hayamos hecho; sin que valgan cremas, disciplinas ni abstinencias; en el momento en que ya hasta la cirugía plástica es sólo una ilusión óptica—decidimos que la juventud no era una edad ni una etapa pasajera de la existencia ni un estado del cuerpo, sino una voluntad, una declaración, una cualidad del espíritu y, por lo tanto, cualquiera puede seguir siendo joven en la medida en que se empeñe… en negar que ya no lo es. 

Por eso la gente de mi generación se ha sentido siempre como propietaria del tema y por eso también nuestra época, que ha producido una longevidad generalizada, se ha vuelto, al mismo tiempo, la idólatra más descarada de la juventud. Pero no de la juventud real, sino de esa juventud abstracta que se entiende como un valor en sí mismo, como una cualidad, como una voluntad. 

Existe además, para cierto sector de la sociedad, la exigencia de ser «jóvenes» —así, en abstracto—; hay un bombardeo de ese mensaje por todos los medios: después de haber empujado hacia arriba las tasas promedio que en demografía se llaman «esperanza de vida media», ahora se pretende que todas las edades sean lo mismo: todo pura juventud. 

Esta idolatría de la juventud se convierte entonces en un narcisismo engañoso. Caray, antes se amaba la juventud porque se sabía que iba a terminarse; la amábamos en los otros, en los jóvenes. La mirábamos en ellos, la disfrutábamos entonces —porque nadie disfruta así de su propia juventud—, la tratábamos de comprender, de apreciar, de salvaguardar: en los otros. Ahora estamos concentrados en nosotros mismos, tratando de prolongar esa supuesta juventud que nos ofrece el mercado de la salud y de la belleza, tratando de aparentar lo que no somos. 

Sin embargo, las diferencias son tan evidentes que el morboso juego retórico no tiene otro efecto sino el de agudizar los contrastes. 

Quihubo, güey, o una posición tomada en batalla por la igualdad

Las diferencias pueden ser sutiles, pero son evidentes. Muchas  jóvenes adoptaron sin ninguna dificultad el uso del «güey»: apelativo unisex. Tal vez no se pronuncia de manera idéntica al «güey» tradicional, derivado de «buey» y que tiene un significado familiar aunque peyorativo, algo equivalente a «estúpido», en ciertos contextos mucho más duro que cualquier otro insulto que aluda a la bastedad de un hombre —»¡pinche güey!»— pero en otro, un simple sustantivo común que se aplica sin recelos a un camarada ausente de la conversación —»este güey hace tal y tal cosa»—; aquí todavía estamos en el dominio gramatical de lo masculino: «güey» significa persona del sexo masculino. 

El uso ha cambiado de manera audible: en su nueva modalidad ya no se pronuncia la «G» como cuando se dice «ungüento», sino un sonido de «U» suave que deja la palabra en puras vocales: algo así como «uei»: un triptongo, por cierto. Pero la transición a este «uei» que muchas jóvenes aceptan y profieren que implica un deslizamiento más que prosódico; el significado, ahora, las incluye. Y de alguna manera que no aspiro a comprender, a lo mejor esta inclusión le quita a la palabra su cualidad insultante. Las personas jóvenes se refieren indistintamente a los hombres y a las mujeres con el «uei» y las muchachas se dejan llamar de esta manera sin agravio: «Oye uei…»

No quiero encontrar en esto un significado mayor del que pudiera tener, pero tampoco puedo permanecer indiferente ante tal signo de acceso a la igualdad; a cierto tipo de igualdad, que por algo se empieza. Y si bien el intento de abolir la vejez por medio de la prohibición de la palabra «anciano» me parece fallido, la relajación de las costumbres que supone el unisex «uei» me resulta de lo más refrescante, a lo mejor por su espontaneidad, por su insolencia. Y porque nosotras, las personas «de edad», nos suena chirriante esta negación lingüística de la diferencia sexual. 

Tangas, qué barbaridad

 Las jóvenes usan tangas. Son esas prendas mínimas —también unisex en ciertos contextos— cuya principal virtud es que, si se usan solas, dejan completamente al descubierto las nalgas, y si se usan como ropa interior, tienen, en esa parte de la anatomía humana, el mismo efecto que no traer nada: es «como andar a raiz». Las tangas sustituyen los calzones que usamos las mujeres de generaciones anteriores, todavía en el mismo siglo que las jóvenes de ahora, o sea el siglo XX, que para todo fin práctico ya es el siglo pasado. Pero el XX vio desencadenarse cambios asombrosos, en particular en el uso de la ropa, y todavía más particularmente, en el uso de la ropa interior. 

Ese siglo ya antiguo presenció por cierto varios debates intensos acerca de la vestimenta de las mujeres, porque en ninguno como ése se dieron revoluciones tan importantes en ese renglón específico de la organización —y de la construcción— del cuerpo femenino. Las mujeres vigesímicas se liberaron paulatina y trabajosamente del uso de prendas y artefactos que parecían diseñados con la principal intención de estorbarles la movilidad so pretexto de realzarles las formas o adornarlas o proteger su virtud. Así, se negaron al polisón, al corsé, a las faldas largas, a las enaguas abundantes, para adoptar indumentarias que, hasta fechas muy recientes, se consideraban exclusivamente masculinas, como los pantalones. 

En ese largo proceso, por supuesto, los calzones tuvieron un papel protagónico: los enormes pantaloncillos hasta la rodilla o más abajo se fueron simplificando hasta convertirse en las sencillas pantaletas que la mayoría de las mujeres modernas usaron en diversas configuraciones y de diferentes géneros, a partir de la idea de que la prenda de marras no tenía que servir solamente para cubrir y ocultar la zona más crítica de la feminidad, sino que debía tener en cuenta también consideraciones higiénicas, de comodidad y de ‘sex appeal’. 

Estoy segura de que la transición de los enormes calzones decimonónicos a los breves bikinis vigesímicos fue incomprensible para muchas mujeres. Y muchas de ellas pueden haber mirado con mucho escepticismo esos pedacitos de nailon translúcido, de colores vivos y formas sugerentes; es decir, ¿puede alguien imaginarse algo más cómodo que unos calzones blancos de algodón que cubran desde la cadera hasta la ingle? Pero el argumento de la comodidad no es el único relevante cuando de ropa se trata. 

Las jóvenes del siglo XXI usan tangas. Y yo, que soy definitivamente del siglo pasado, me pregunto: ¿para qué? E inmediatamente me imagino a una madre o a una abuela del siglo XX examinando con perplejidad mis bikinis, e imaginándose lo incómoda que podía ser esa prenda, por no hablar de lo indecente que se ve. 

El desparpajo indumentario se refleja también en otros espacios. Por ejemplo, el cabello se ha liberalizado en las cabezas de las mujeres con declaraciones tan radicales como el corte al rape o el tinte azul. El cabello, ese elemento crucial de la feminidad, a permitido modificaciones que a las mujeres de mi edad (casi cincuenta) ni se nos hubieran ocurrido. 

El mundo artificial

Las jóvenes son distintas. Pero también son iguales. Se esmeran en marcar su diferencia con toda clase de artilugios. Viven, como nunca antes en la historia, el imperio de la artificialidad, que está presente en toda su experiencia: en la comida, en la ropa, en el aprendizaje, en el entretenimiento. 

Muchas de ellas tienen una actitud distinta de las que se estilaba en épocas anteriores respecto de la sexualidad. Muchas se refieren a la santa obligación de reproducir a la especie como algo ajeno, algo que no les interesa. Otras están seguras de que se puede vivir la vida de otra manera, y no como la vivieron sus madres y sus abuelas. No se quieren atar, no se quieren casar. Creen que en su destino está la aventura aguardando, en algún viaje muy lejano, en un conocimiento abarcador. 

Les pregunto acerca del machismo: ¿ustedes creen que la actitud general de los hombres haya cambiado? ¿Conocen algún hombre (como quien dice, algún fósil viviente) al que puedan calificar de macho? ¡Por supuesto!, contestan. Los hay por todas partes, de todas las edades. Y ellas dicen que no los pueden soportar. 

Tal vez son ellas el germen de nuevas organizaciones sociales. No lo podemos predecir desde aquí, falta todavía mucho tiempo, pero ellas dicen que no quieren fundar una familia común con un patriarca al frente y ese montón de obligaciones domésticas que destrozan las cotidianeidad de las mujeres y las convierten en sombras. 

Por lo demás, siguen perteneciendo al género humano. Sienten un vago temor del futuro (se va a terminar el agua, la contaminación será terrible…), así, en abstracto. Pero, por lo que a ellas respecta, quieren tener una vida extraordinaria. No se quieren parecer a nadie. 

Simone de Beauvoir decía, en El segundo sexo, que las mujeres carecíamos de modelos; que no contábamos con imágenes de mujeres a quienes emular, prototipos que nos orientaran en alguna dirección específica. Por lo tanto, debíamos inventar casi desde cero nuestra trayectoria personal. Tal vez fue así pero, si bien no sabíamos lo que queríamos, muchas teníamos muy claro lo que no queríamos. 

Las jóvenes de ahora están igual. Tal vez cuentan con más modelos de mujeres diferentes, que han ido más allá de la maternidad y la familia, pero seguramente se trata otra vez de modelos negativos. Todavía no cuentan con toda la libertad a la que aspiran. Todavía no se resuelve para ellas el tema de la igualdad. Cada nueva generación tiene que llevar a cabo su propia búsqueda. A lo mejor estas jóvenes tienen más información, otras armas, y por supuesto, otros ideales. 

A ver por dónde agarran. 

Hortensia Moreno (Ciudad de México, 1953). Novelista, investigadora y profesora universitaria desde 1975. Doctora en Ciencias Sociales con especialidad en Mujer y Relaciones de Género por la Universidad Autónoma Metropolitana – Xochimilco. Directora de la revista Debate Feminista. Ha sido colaboradora de Astillero, Casa del Tiempo, Cuadernos de Palo, Debate Feminista, Diario Monitor, La Gaceta del FCE, Nexos, La Jornada Semanal, La Semana de Bellas Artes, Ovaciones, Palos de la Crítica, Revista de la Universidad de México, Sábado, Siete y Territorios.

Loading

También le venimos ofreciendo:

Danos tu opinión: