El malquerer, el maldecir y el malvivir

David Ramos Castro

Los conflictos de cada época y lugar son también conflictos estéticos que trascienden las formas que un determinado tiempo decide llamar artísticas. Por ello, los productos de las industrias culturales, al producir también una sensibilidad concreta, ofrecen un motivo de reflexión para comprender el estado actual del capitalismo cultural y su hibridismo glocal. Pensemos en una de sus mercancías recientes, Rosalía, joven barcelonesa nacida en 1992, y en cómo cualquier excusa parece ahora buena para convertir dicho nombre en una variedad más del plato llamado «marca personal», tan bien diseñado por chefs del marketing. Desde el minimalismo escénico de su gira hasta sus compras en Coruña, su biquini y cabello rojos en Mallorca o su paseíllo amoroso por Madrid en compañía de su novio, todo hace que la fascinación o el rechazo que suscita el personaje, aderezado con esa pacotilla noticiosa, nos haga más difícil interpretarlo como el síntoma de una época estéticamente miserable. 

Para la evolución de la cantante catalana, apenas importa conocer que su nombre original sea Rosalía Vila Tobella, pero sí, en cambio, entender el vínculo que une su denominación comercial y su estética como producto con esa gotera neoliberal que viene empapando y corroyendo nuestra cotidianeidad desde hace varios decenios. Así, la Rosalía hipervisible, que es casi lo único de lo que habla el periodismo de tendencias, delata el contagio provocado por un estéril narcisismo cuya autorreferencialidad comenzó a desertizar el milenialismo, pero que sólo los pequeños Z han convertido ya en el desierto de su recreo. Tras un aparente apoderamiento, que los devoradores de novedades prefieren llamar empoderamiento, se esconde la indiferencia ante lo que realmente ocurre, daña y pervierte la vida social. Algo huele a podrido en una época que ni anhela el sueño ni se atreve a combatir la pesadilla que se esconde tras esa malbaratada sensibilidad cultural. Lo más grave es que ya ni detectemos el hedor.  

Por otro lado, la presente hegemonía televisual implica, como nunca antes, a nuestros ojos en el engaño. Adictos a verlo casi todo, excepto la importancia de lo que ven, pero incapaces de mirar casi nada, los ojos se tornan insensibles al deterioro de la imagen. En el compulsivo oleaje de los teléfonos-cámara y los tsunamis que levantan, el nihilismo icónico avanza, algo que han demostrado los conciertos de Rosalía, los cuales normalizan aún más el absurdo de pagar por un espectáculo en directo para verlo en diferido, como si un pájaro se arrancase adrede las alas para que su cielo fuese sólo el reflejo que proyectan los turbios charcos del suelo. Puro espejismo espejado para un tedio sin vuelo. También el conformismo auditivo y abotargamiento sonoro nos hacen cómplices de esa falta de libertad estética: una ruidosa pérdida que nos va ensordeciendo más y más. Por su parte, la grey de consumidores, periodistas y críticos, con sus argumentos ad hominem sobre la evolución musical de la barcelonesa, sus fusiones o la supuesta originalidad de sus galimatías, en vez de conjurar el mal, lo agravan, ya que ni explican por qué tal popurrí musical y su soledad de karaoke merecen nuestra atención ni en qué pueda esa música ensanchar nuestra sensibilidad en lugar de estrecharla drásticamente. 

La existencia de Rosalía como mercancía hace que su interés sea más antropológico que artístico. Se trata de un cariz mercantil que acompasa el desbarajuste sensitivo-mental de nuestro tiempo, el mismo que somatiza esa monótona atmósfera de música trapeada y trampeada que nos acecha por todos lados con sus ritmos sin ángel ni duende. Las voces falsificadas con Auto-Tune, las melodías que se suicidaron hace tiempo y los ritmos que ya no son sino cortocircuitos electrónicos hablan de sueños con ovejas eléctricas y de una música de cañerías que ya no es capaz de engendrar expresivos aullidos, como los de Tom Waits, por ejemplo, pero que en cambio es pródiga en pulsos neoindustriales, productivos, repetitivos, fabricando con ellos la desvivida banda sonora de una cadena de humanoides. Rápidamente, todo deriva hacia ese soniquete transhumano con olor a dólar y sabor a sangre, en donde el trap maquilla la maquila a ritmo de Instagram y agazapa luego, bajo oropeles, lo que sucede en los sótanos de la narcoestética. ¿A quién importa que haya dolor real debajo de tanta lisura con brillo de fantasía? ¿A quién, que en el cibermundo de los NFT la música, la poesía o las artes plásticas ya no signifiquen nada? Puede que la ausencia de músicos en los conciertos de Rosalía no sea una novedad, como lo ha recordado recientemente el crítico musical Diego Manrique al mencionar la música disco de los años 70 y el hip hop de los 80, pero eso no evita que la suya sea una descarada culminación del fraude y la traición que el negocio ha perpetrado contra el arte. 

Aunque la marca Rosalía pertenezca al linaje de las mercancías del gran capitalismo (en este caso, repartiéndose entre Sony y Universal), como ya ocurrió con las estrellas del cine de Hoollywood que analizó Edgar Morin en su día, el enigmático glamour de las viejas divas –por lo demás, igualmente artificioso- ha dado paso, en casos como el suyo, a una abaratada amalgama de juventud, una insolencia que es puro postín y el habitual reclamo sexual para públicos excitables. El erótico aroma que contenía un guante de Rita Hayworth en Gilda se descosió para dar paso a la abigarrada ostentación de buchonas e it girls a lo Kim Kardashian. Si tomamos la pornografía como una carnicería de los cuerpos, y no porque en ella se oferte carne, sino porque ésta se vende a pedazos, podemos considerar los vídeos de Rosalía como ejemplos de esa masacre carnal sin perspectiva ni relato. Lo mismo sucede con su jerga, que no es ni jitanjáfora ni glíglico, y en la que el idioma carece de misterio, de secreto, de profundo y eufónico eco, limitándose a urdir una mera astucia babélica, un instrumento comunicativo apropiado para una época que imita lo que no vive, repite lo que no sabe y maltrata lo que no entiende. «Un tee white con tie-dye, bebé (pu-pu-pu-pu)», dice Rosalía. Al final, es ella la que debe explicar estos inexplicables bodrios, como ocurre con muchas otras estafas del arte contemporáneo. 

En cuanto a su reconocimiento social, también hay que decir que por más que los medios se obstinen en hablar del caso más famoso del pop actual, Rosalía no es un ejemplar reclamado por la fama, en su sentido clásico, sino uno producido, gestionado y distribuido por la tecnovisibilidad de la última era internáutica, que no es tampoco sinónimo de visión, sino de una muy particular y eficaz invidencia. Toda alusión a la fama, aquí, resulta un trampantojo de la mercadotecnia y sus capciosos enunciados. Durante su gira, las propias cámaras móviles que acompañaron a la cantante sobre el escenario para que ésta nutriese de contenidos su TikTok demostraron que la sola fama que sobrevivía en ella era la que daba título a una de las canciones de su último disco, en la que se percibe cómo lo único importante en un producto semejante, o en otros análogos, es que el flujo de capital visible siga circulando sin interrupción. Como producto de ese dispositivo de visibilidad, Rosalía encarna una Fame-fatal de la nueva economía del reconocimiento social, para quien las obras duraderas y los tormentos interiores ya no son sino antiguallas, pues hoy la creación se coteja más bien con el acelerado ritmo de las aplicaciones y las actualizaciones externas de un sonriente, positivo, fugaz, pero muy apremiado software llamado ego. Es verdad que Rosalía fabrica productos diferentes, pero aún lo es más que todos ellos participan del mismo mundo marcado por la búsqueda del éxito, el dinero y la influencia. Por más que en su tema Saoko asegure: «soy to’a’ las cosa’, yo me transformo», uno no puede por menos de preguntarse a qué clase de transformación puede aludir alguien que no ha hecho más que adaptarse a las bazofias del mercado a fin de convertirse en un producto mundial. Pese a que la cantante haya escrito una vez en Twitter, «Fuck Vox» -ya es revelador que eligiese hacerlo en inglés, el idioma de la neocolonización cultural-, no se perciben tantas diferencias entre la ideología de ese partido nacionalista-neoliberal y la de la industria trasnacional a la que pertenece la propia Rosalía. Y es que el problema de arriesgarse en una auténtica aventura artística y vital, en vez de apostar por un negocio seguro, es que uno corre el riesgo de perder visibilidad, riqueza y todo aquello que representan inversiones como ella, C. Tangana, Naty Peluso, Bud Bunny o incluso La Zowi, entre otros. Es mucho más de lo que están dispuestos a sacrificar estos nuevos cachorros del triunfo, fascinados como están por el grato perfil del capitalismo o, cuando menos, por la ingrata posibilidad de exhibir un ostentoso kitsch consumista mientras agonizan en la humareda triste del barrio o mueren disparando a lo Tony Montana en una tolvanera de cocaína. Sin paraísos artificiales, ya sólo queda la mala mota, la farla adulterada y el hash renegrido. Sin gran arte, sólo el centro comercial de una creciente glocalidad estética en la que entretenerse con el malquerer, el maldecir y el malvivir son las únicas posibilidades de una existencia desierta con sonidos, pero sin música. 

Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el artefacto.

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Un comentario sobre «El malquerer, el maldecir y el malvivir»

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