Materia oscura: Eternidad

Diego Chávez Elizalde y Edgar Chávez

Son ya las cuatro de la mañana en el reloj del pasillo. He estado despierto desde que cantaron los gallos ayer, antes del alba. Repaso mentalmente quién soy, de dónde vengo y a dónde voy. Quiero estar seguro de todo lo que me rodea, quiero tener un punto de partida inamovible, una acción inicial que me ayude a distinguir la realidad, si es que existe, de la mera fabricación de mi mente.  Me recuerdo repasando estos mismos principios por muchos días, a la misma hora, con este sopor, este aire denso y caliente. Una ventana imposible, una luz blanca y cálida, paredes uniformes y un apetito por recuerdos antiguos. Recuerdo la misa de ocho y las gelatinas de colores, que no siempre comía, en una cajita de vidrio al terminar la misa. Recuerdo el kilo de mandarinas a treinta centavos, los cuentos de alquiler a diez centavos y la entrada de cinco pesos en el cine Azteca, a la vuelta del mercadito. Me recuerdo escogiendo comer mandarinas y alquilar cuentos de Kalimán, Kendor o Fantomas hasta que desaparecía la luz, en lugar de entrar al cine con mis primos a ver películas del Enmascarado de Plata. Recuerdo las tareas de Geografía en la Secundaria Técnica, las albercas en el Motel Río Grande y en el balneario Los Chicos, recuerdo una peregrinación en la que había que caminar toda la noche para ir a ver a la virgen. Todos esos recuerdos quedan abrumados por los recuerdos de ayer, repetidos miles de veces.

Todo comenzó en este encierro que ya lleva tantos meses. Trabajar desde casa, divertirse desde casa, conversar desde casa y salir a hacer compras cada semana con mucho temor de respirar un aire de apariencia inocente, incluso refrescante. Todo es incertidumbre mezclada con un alivio por ver otros rostros que no sean el mío, aun con tapabocas. Primero enfermaban desconocidos, números, luego comenzaron a enfermar personas cercanas, amigos de la infancia.

Dentro de poco cumpliré veinticuatro horas despierto. No me quiero dormir porque estoy seguro que olvidaré todo. No es miedo de morir, al contrario. Es miedo de seguir viviendo para siempre, despertando en el mismo día, la misma cama, la misma ventana y los mismos recuerdos.

Hace un poco menos de veinticuatro horas desperté con el sonido del gallo. Tuve la certeza de que ya había vivido ese día. Era una sensación distinta a tener tantos domingos seguidos por culpa de la pandemia. Era la certeza de que ese gallo que acababa de escuchar era el mismo que todos los días me despertaba y que había cantado siempre a esta misma hora. Era reconocer cómo el alba iba, poco a poco, pintando el horizonte y la luz develando cada rincón de mi habitación. Era saber que me levantaría para ir al baño, me serviría café y desayunaría dos huevos estrellados con nopales y pasaría el resto del día trabajando en un reporte financiero. Vería una película en la compu y al final repasaría en el celular noticias en un bucle sin fin, noticias repetidas mil veces, noticias distantes y desconcertantes.

Cuando tuve consciencia de una realidad sólida, cuando amaneció por completo me di cuenta de que esta no era mi cama, ni mi habitación. Es un cuarto blanco con una única puerta y una ventana en la puerta, dando a un pasillo. Me asomé a la ventana y vi que eran las cuatro de la mañana en un reloj colgado casi enfrente. Lo primero que pensé es que había enfermado de COVID19 y que no recordaba nada. Me pareció raro no tener instrumentos conectados y que no hubiera ningún ruido ni otros enfermos. Me volví a asomar al pasillo y dije “Hola”, con mucha energía. Ninguna respuesta. Traté de abrir la puerta para descubrir que estaba cerrada por fuera. Volví a la cama y vi que bajo mi almohada estaba mi celular, con él comencé a filmar, girándolo para ver qué había afuera. La puerta tenía sólo un pasador, sin llave. Pude zafarlo y abrir la puerta. Por algún presentimiento me agaché y comencé a andar de puntillas, en pantuflas, hacia la izquierda, porque me pareció lo correcto. Al llegar a la esquina vi varios ventanales y al centro una puerta de salida, con un guardia de la tercera edad durmiendo plácidamente. Salí a la calle.

Caminé con determinación hasta encontrar una banca y me senté con todo dándome vueltas. Aturdido. Estaba en el Parque Revolución, pensando en ese día cíclico e interminable que había soñado. Ahora estaba seguro que estaba atrapado en un día particular. Pensé en mi película favorita con este argumento de que el protagonista está atrapado en un día y tiene que vivir un día perfecto para liberarse de la maldición. Pensé en el “Día de la marmota” y en el protagonista que muere infinidad de veces para despertar siempre en la misma cama y con la misma canción. Si este era un día infinito, circular y repetitivo, era muy fácil probarlo. Tenía que salir de la rutina, simplemente.

Puse a prueba mi hipótesis. Si es verdad que estoy atrapado en un día particular de una vida particular y mis recuerdos son los mismos de siempre; si es verdad puedo tratar de vivir un día distinto para ver si al despertar mañana, ese mañana elusivo que tiene cara de un hoy estacionario e inamovible, el futuro es distinto que el presente.

Decidí hacer cosas al azar. Pedí un Uber y decidí irme a casa. Me busqué en el pantalón sin encontrar las llaves. Recordé que tengo escondido un juego enterrado a un lado del portón, que siempre está abierto. Fue un viaje accidentado, primero el chofer no me quería subir porque no llevaba cubrebocas. Me vendía uno, pero le dije que no traía dinero, que se lo pagaba en la casa. Me dijo que mejor se lo dejara de propina al terminar el viaje. Luego una discusión porque el chofer me decía que le había dado un domicilio muy lejano y una larga perorata sobre los riesgos de andar trabajando en plena pandemia.

Al llegar a la casa tomé un baño. Ya más relajado, aunque aún desconcertado por no saber dónde había estado, ni por qué había amanecido en ese lugar. De un cajón saqué una moneda grande. Esa moneda fue mi oráculo durante todo el día. La moneda decidió por mí. Terminé vestido con un pantalón deportivo, huaraches, los calzones por fuera y una guayabera blanca y almidonada. El cabello trasquilado, cortado a tijera en unos lados y con la maquinilla en otros. Desayuné unas rosas con sal y comí una papaya condimentada con tierra y jugo de manzana. Todo para hacer único e irrepetible mi día. Todas mis decisiones las tomaba con la moneda, esperando que el azar hiciera su trabajo.

Ya por la tarde, después de recorrer San Antonio de las Minas en un zigzag agotador, después de tocar las puertas de algunos vecinos, apedreando perros, orinando en viñedos y otras cosas poco edificantes; después de todo eso, la moneda me llevó de regreso a mi casa, tomé mi coche y comencé a manejar a Ensenada escuchando música, por supuesto, aleatoria. Al llegar a Ensenada estacioné y comencé a caminar por la calle primera. Para comunicarme con las personas en la calle usé el teclado predictivo apretando siempre la palabra del medio, la palabra sugerida para contestar. Un policía me detuvo por mi aspecto tan poco usual, y quizá por alguna llamada atenta de algún vecino consternado. Me preguntó qué estaba haciendo en la calle, a lo que contesté usando el celular: “Si tan pocos humores escoges tanto para sí mismo alabas los credos”, imitando al emoji que salió al final, para rematar. Llegó una ambulancia, dos enfermeros vestidos de blanco me subieron. Me quitaron la moneda. No opuse resistencia.

Son ya las cuatro de la mañana en el reloj del pasillo. He estado despierto desde que cantaron los gallos ayer, antes del alba. Repaso mentalmente quién soy, de dónde vengo y a dónde voy.


Diego “Nanook” Chávez Elizalde.

Es estudiante de cine en el Centro de Capacitación Cinematográfica realizando actualmente un documental sobre la escena del standup en México.

Edgar Chávez.

Es originario de Morelia, vecino de Ensenada y es feliz desde 1964.
Sabe leer, escribir y hacer cuentas.

Foto de portada: Aditya Joshi

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