¿Feliz cumpleaños, Nietzsche?

Caliche Caroma

Estaba a punto de escribir este texto sobre Federico Nietzsche (que cada quien lo pronuncie como pueda), cuando llegó a visitarme el más nietzscheano de mis amigos, Héctor Jaime Madrigal, y no porque sea un empedernido lector del autor de Así habló Zaratustra, quizás nunca lo ha leído, no lo sé, pero lo considero así porque su existencia, como la del intempestivo filósofo, es uno de los más claros ejemplos de la concordancia entre vida y pensamiento. Antes de irse, Héctor Jaime, que tiene setenta y tantos años (¿o ya serán ochenta y tantos?), se despide con una frase a propósito de los achaques: “El día que esté sano me voy a morir”. Ya ven que sí es nietzscheano.

Al igual que mi amigo, Nietzsche estuvo enfermo de vida, sufrió de incontinencia vital, y esto no es ninguna broma o diagnóstico pseudo científico. Llegó al mundo el 15 de octubre de 1844 en Röcken, Lützen, Alemania, y hoy, que se cumplen 176 años de su nacimiento, quise recordarlo con un texto, pero no de especialista, pues no lo soy (mi única especialidad es la procrastinación), se trata más bien un pequeño recuento o anecdotario sobre la relación que he tenido con este autor de pronunciado bigote y mirada perdida, con sus obras que son su pensamiento (su vida), con lo que él dijo y sigo oyendo, el trueno en el cielo.

Tengo en mis manos el Nietzsche de Michel Onfray y Maximilien Le Roy, la novela gráfica de la editorial Sexto Piso. La leo/veo una y otra vez. Ahí aparecen las pesadillas del niño, del joven y del adulto. Las caminatas por el bosque, los imposibles amores, los contados amigos (los dedos de la mano son muchos), las derrotas propias, las lecturas juveniles (Schopenhauer, Montaigne, La Bruyère), la sentida enfermedad, el pensamiento encarnado: “Cualquier idealismo me es ajeno. Allá donde ustedes ven cosas ideales, yo veo cosas humanas. Por desgracia, demasiado humanas”.

Encuentro en el Youtube el álbum Nietzsche Piano Music interpretado por Jeroen van Veen, lo pongo, escucho y a mi cabeza, como en una llovizna de recuerdos, llegan aquellas clases de la Facultad de Filosofía en 2008 (UMSNH), el seminario sobre el filósofo del martillo y el trueno y el superhombre y el eterno retorno y el amor al destino y la voluntad de poderío (que dice Onfray que es apócrifo, apropiación de su hermana Elisabeth), cómo no, los atinados aforismos: “Perderse a sí mismo. Si uno se ha encontrado a sí mismo, debe saber perderse de vez en cuando y luego volverse a encontrar; suponiendo que sea un pensador. Pues a éste le es perjudicial estar siempre ligado a una sola persona”. Ya llovió.

Algunas de esas clases fueron al aire libre (que rara conjunción de palabras, pero a la vez vienen bien pues Nietzsche salía constantemente a “tomar el aire”), Jaime Vieyra, encargado de la cátedra, explicaba con detenimiento los conceptos, se detenía en cada palabra, mediante el análisis nos hacía reflexionar sobre la obra de Nietzsche. Mis Compañeros y yo nos desdoblamos en interpretaciones, a veces felices, otras exageradas, como corresponde a la etapa estudiantil. Vaya que hicieron eco, resonaron en mí esas frases, en el devenir que soy: las aguas revueltas y la ilusión de profundidad, el látigo con el que me han azotado decenas de veces, la cuerda floja en la que me tambaleo, los maestros y los discípulos, la ciencia como el nuevo dios, la pretensión de puente, la sospecha…

Yo me sumergí en El nacimiento de la tragedia. Recuerdo que escribí un texto sobre lo popular afirmativo en esta obra, hablaba acerca del baile y la música tradicional, del sí dionisíaco y del tolerante Apolo que, de repente, también danzaba, meros intentos interpretativos, como dije antes. Y con ese ensayo viajé a varios congresos nacionales (no alcanzaron mis infundios para lo internacional). El libro que utilizaba estaba todo subrayado y anotado, no quedaba rincón sin rayar: guardas, colofón, márgenes. En Tijuana, adentro de un bar, le regalé ese libro a otro estudiante de filosofía que comenzaba a leer a Nietzsche, me lo pidió y se lo di: “Soy un alegre mensajero como no ha habido ningún otro”.

Han pasado los años y he releído los libros de Federico (¡qué atrevimiento, es Friedrich!), creo que entiendo menos, pero disfruto (disfrutar como sufrir, la batalla) la lectura. En la librería que atiendo han llegado bastantes ediciones, las mejores, las regulares, las peores y una en donde estaba escrito su nombre así, «Nietche», sin la zeta ni la ese. Los clientes siguen pidiéndolo, “¿Tienes El Anticristo?” y voy a la sección de filosofía, saco el “bet-seller”, lo entrego, sin hacer comentarios. Más allá del bien y del mal, vendo libros, no recomendaciones, pero si me preguntaran (lo han hecho) les diría que leyeran El nacimiento de la tragedia, para «empezar por el comienzo o comenzar por el empiezo».

Así acaba este texto, sin ninguna moraleja, ¿qué podría decir que no se haya dicho ya de Nietzsche? ¿Que las autoridades culturales de las ciudades pretenden erigirse muy cultas por la cantidad de festivales que organizan y que eso no demuestra sino su tozudez y la incultura de sus habitantes como lo dijo él en su crítica a Wagner? ¿Que la arrogancia es tendencia y que los locos por el estado son multitudes? ¿O que el caos aún no reina en nosotros y que seguimos siendo los esclavos de hace cientos de años, gusanos dependientes, ávidos de creencias? Ante el alud de evidencias una cercenada cita, la agitada felicitación para este poderoso cumpleañero: “Vivir de tal modo que vivir ya no tenga ningún sentido, ése pasa a ser a partir de ahora el sentido de la vida”.

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