Materia oscura: Justificar un epitafio

Lola Ancira

No le parece admisible que haya llevado otro tipo de vida, prefiere afirmar que esa mujer surgió ya anciana de entre la inmundicia y su lugar en el mundo es una contrariedad, un imposible que se empeña en permanecer, como un cáncer.

Con la iluminación del amanecer, Gabriele la mira a través de la ventana de su auto desde una distancia segura, como cada mes desde hace ya diez años. Ha tachado diecinueve de veinte números en su lista. Cada uno valió el tiempo y dinero invertidos que la acercaron a su objetivo final. En todo el tiempo que lleva realizando esta infatigable labor, Gabriele no ha cesado de maquinar nuevas formas para volverle más miserable la existencia a la anciana, de corroer su valor. Ha dedicado tanto a su empresa, que le cuesta concluirla.

Unos minutos después, Gabriele nota que la mujer despierta y empieza a reunir los periódicos en los que se refugió para pernoctar. Repara también en que su cojera se ha intensificado, y sonríe al pensar que quizá una tercera patada termine de romper el amasijo que la vieja tiene por tobillo.

Se tranquiliza al saber que la rutina de ambas sigue el ritmo habitual. Al revisar de nuevo su lista, cierra los ojos y piensa en la tumba de su padre en Austria, en el alivio que tendrán ambos dentro de poco. Recuerda una lápida y no un rostro porque se lo impuso así al iniciar su misión, la cara de su padre estará velada hasta culminar la venganza.

Cuando lo enterraron, la madre de Gabriele se ahogaba en sollozos repasando las letras talladas en la lápida del hombre: «Aquí están nuestros huesos esperando por ti». Ella prefirió encausar sus sentimientos a hacer pagar con su vida el dolor que le infligieron a su padre en Auschwitz y Dachau. El hombre, un sobreviviente, se mantuvo al tanto del Juicio de los médicos y los Juicios de Núremberg. Dio seguimiento a los fallos y a las sentencias posteriores, realizó numerosas declaraciones y luchó por una justicia no siempre imparcial.

A Gabriele le favoreció la paciencia; los que no habían muerto aún resultaron ser objetivos sencillos. Se dedicó a hacer recordar horrores y doblegar orgullos, a exigir arrepentimiento. No necesitó realizar esfuerzo alguno: la mayoría de las veces, las presas caían solas.

Vio la fecha de nacimiento de la anciana y supo que este caso sería de los más simples. La mayor posesión de la mujer era un carrito de supermercado sin una llanta; la acompañaban algunos perros.

De Herta Oberheuser, la enfermera feroz de las SS acusada de realizar trasplantes innecesarios de miembros entre niños de los campos, misma que estuvo casada con Josef Mengele, quedaba una sombra envuelta en harapos que, sin embargo, mostraba dignidad. Era una mujer-roble de rostro duro y escasa cabellera gris oculta bajo un remedo de cofia que se adueñó de una pequeña jardinera a la que regresaba cada noche para dormir.

Gabriele decidió que, por ser la última en la lista, Herta tendría un trato especial. Tras hacerla presenciar las distintas muertes de sus perros y destrozarle en tres ocasiones la precaria vivienda, optó por cegarla. Gabriele quería acercarse más, caminar junto a ella, observarla de cerca sin ser descubierta.

Sabía de los criminales cuyo rostro impreso en las retinas de la víctima terminaba por delatarlos, y ella no permitiría que eso sucediera. Lo solucionó con facilidad: negoció la complicidad de otro vagabundo con una botella de ron barato. Le indicó que debía acercarse de noche, cuando los ronquidos de la vieja delataran su inconsciencia temporal, colocarle el trapo con formol en la nariz y esperar unos segundos para sacar ambas esferas con una cuchara. Los gritos atrajeron a una patrulla y Herta desapareció por varios días. Cuando Gabriele acudió al mes siguiente, puntual a su cita, la encontró de nuevo allí, con una venda que atravesaba la mitad de su cabeza.

Noctívagos, prostitutos, misántropos y todo tipo de fauna citadina nocturna fueron aliados perfectos para las empresas de Gabriele, pues se satisfacen con poco y realizan los trabajos con el mejor de los empeños. Un caso memorable es el del mendigo que, al romperle de una patada el bastón a la anciana, lo hizo en el punto preciso para que, al caer, se golpeara el rostro en una banca de metal, abriéndose la ceja en el instante. Esa herida resultó en una huella muy particular: una mezcla de sangre seca, sudor y tierra en la que se quedaban pegados sus escasos cabellos.

Gabriele la atormentó en distintas ocasiones hasta las lágrimas de su único ojo, mismo que con los años adquirió un delgado manto blanquecino, pero la vieja continuó impasible, como si nada pudiera dañar su obstinación y lo único que le importara fuera sobrevivir a cualquier costo, como si todas sus faltas fueran pocas comparadas con el castigo que la había alcanzado y ahora llevaba a cuestas.

A pesar de que Herta ha sido amenazada, golpeada y sobajada, Gabriele mira cómo saluda con cordialidad a todo aquel que se atraviesa en su camino, y muestra reiteradamente sus tres dientes con sarro al sonreír a los mismos rostros de quienes le han hecho daño.

Después de recoger su cama y nimias pertenencias, la vieja agradece durante algunos minutos en posición devota, ignorando que eso alimenta la animadversión de quien ha configurado su destino durante la última década, de quien ni las palabras ni los buenos pensamientos la pueden defender. «Fe» es una palabra que Herta repite como mantra esperando recompensas por tolerar esta condena, buscando así la benevolencia de un dios que no ha tenido tiempo para mirarla. Su decrépito cuerpo es un eslabón más de una cadena interminable de miseria.

Gabriele ve a Herta atravesar con lentitud la calle, sorteando basura. La anciana se sumerge en los montículos de desperdicios de botes de metal escondidos en callejones, en los basureros de los restaurantes. La gente le dirige miradas de conmiseración, no de asco: su altura y presencia le otorgan a sus ropas remendadas y sucias un aspecto de disfraz, como si la vieja simulara su propia derrota al no creerla cierta. Gabriele no tarda en perderla de vista.

Sabe que en la firme determinación de Herta existe algo más que la hace aferrarse con fuerza cada que la situación empeora. Tal vez la anciana intuye lo feroz del castigo que le aguarda a su alma tras morir, o quizá se sabe merecedora de esta penitencia y la afronta con arrojo. En cualquier caso, Gabriele jamás tuvo una mártir tan estoica.

Pareciera que la vieja tiene una capacidad ilimitada para descartar todo lo terrible y continuar con su vida. Aunque advierte las amenazas, no huye de ellas, sólo las afronta para poder seguir alimentando su penuria.

Gabriele ha decidido quedarse allí hasta que ella regrese. Cuando las tinieblas empiezan a consumir los restos del día, sabe que no falta mucho para escuchar las tres pequeñas llantas oxidadas dirigiéndose a donde siempre. Esta vez ha decidido vigilarla a pocos metros de distancia, sentada en una banca contigua bajo el anonimato que le otorga la capucha de su sudadera.

Poco después, se sorprende al escuchar una melodía que le resulta conocida y nota también el chirrido esperado. Tras terminar de acomodar su hogar ambulante de mugriento papel, Herta inicia un monólogo muy peculiar sobre cómo los humanos cambian de piel cada determinado tiempo, como si poseyeran un exoesqueleto gracias al cual se deshicieran de cicatrices y marcas, pero también de experiencias y recuerdos, algo imposible para ella, pues no puede liberarse de esa pesada cáscara en la que ha labrado cada uno de sus errores. Sabe que el mal existe y está más cerca de lo que parece.

Un prolongado silencio alimenta la ansiedad de Gabriele. Se levanta de la banca y, con pasos presurosos, se acerca al castillo hecho con material de reciclaje. Necesita ver aquel rostro desde la cercanía, desde lo íntimo de la proximidad; sin embargo, lo único que encuentra al llegar a la improvisada vivienda es una pequeña montaña de harapos. Percibe un olor agrio que la reconforta y decide cubrirse con los despojos que siente ya suyos y que la arropan a la perfección, como si la hubieran estado esperando desde siempre.

Foto: Andrea González

Lola Ancira (Querétaro, 1987).

Ha escrito artículos, cuentos, ensayos, cuentos y reseñas literarias para diferentes medios electrónicos e impresos. Es autora de Tusitala de óbitos (2013), El vals de los monstruos (2018); Fondo Blanco (2020) y Tristes sombras (2021).

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