Los inadaptados

David Ramos Castro

Hace algo más de un año comenzamos esta sección, a la que quisimos llamar Intempestivos; casi al mismo tiempo, la pandemia del virus corona imponía un cerrojo planetario y comenzábamos a transitar por un corredor de incertidumbre y miedo. En aquellos primeros artículos, que coincidieron con la penosa novedad del confinamiento y con las imágenes de grandes ciudades desiertas y de bellos animales que, por fin, podían asomarse al mundo sin temor a los animales humanos, mencionamos unas palabras del sociólogo alemán, Hartmut Rosa, quien a la sazón había escrito un texto en donde invitaba a la humanidad a un replanteamiento de sus prioridades globales y sus rumbos vitales. No era de extrañar que Rosa se dedicase a investigar, desde hacía años, el empleo social del tiempo y su aceleración moderna, como tampoco que una de sus últimas obras llevase por título, Resonancia, pues quedaba claro, en el nuevo marco de la pandemia, que nuestros resonadores mundiales se habían atrofiado y, como resultado, el ruido había suplantado la posibilidad de hallar un sonido más armónico para nuestras vidas. Algo más de un año ha transcurrido desde entonces y me pregunto si hemos aprendido algo en este tiempo.

Lejos quedan ya las palabras del pensador alemán, pero, por mor de esa aceleración de nuestra existencia, parecieran resonar todavía más lejos. Aunque apenas haya pasado un año desde los inicios de esta pandemia, podemos llegar a tener la impresión, en ocasiones, de que llevamos lustros conviviendo con la escenografía de amenazas y mascarillas que ha esta ha traído consigo. Por lo demás, de aquella remisión de los relojes del mundo, propuesta por Rosa, lo único que resta es la desoladora impresión de que una gran mayoría de personas ha decidido adaptarse, como sea, a lo que sea. Las mejores pruebas de ello, desde el inicio de esta calamitosa coyuntura, fueron las vergonzosas demostraciones de rapiña y delación que brotaron -como otros tantos virus- en el comportamiento de muchos sujetos. Pero lo que entonces fue difundido con la algarabía propia de la novedad mediática, conforme fueron goteando los meses acabó convirtiéndose en un susurro y en una aparente mancha del pasado. Las cifras del virus, otrora entreveradas con comentarios, análisis y puntos de vista más diversos, fueron quedando poco a poco como únicas referencias del soliloquio mediático que, desde ese instante, se dedicó casi exclusivamente a reproducir, parsimoniosa y rutinariamente, toda clase de “numerología” estadística y a convertir en materia normalizada todo el nuevo dispositivo ideológico denominado covid-19.

Pese a que vuelve a ser urgente reflexionar acerca de la diferencia que hay entre la ciencia, como saber, y la tecnociencia, como ideología, resulta indudable que el orden mundial presente se mueve en la dirección contraria a esa clase de inquietud y pensamiento. Más aún, sus órdenes van en contra de todo intento de plantear una duda razonable y una valiosa crítica al respecto. Frente al afán de restituir el pensar como actividad motora de nuestra especie, se levanta hoy un despótico muro que, como en el relato de Kafka, Ante la ley, impide la entrada del individuo y se dedica a promover su mortal consumición al borde de la espera. ¿Quién obstaculiza la entrada del individuo en el mundo que anhela? ¿Quién o quiénes impiden que franquee el límite que está dispuesto a atravesar? En el breve cuento kafkiano, queda clara la presencia del guardián, aunque no la de quienes se ocultan detrás de él; no obstante, en el instante en que escribo esto, no está tan claro que, detrás de los guardianes que todos conocemos (y hasta puede que hayamos padecido alguna vez), no estemos agazapados nosotros mismos, por medio de nuestra pasividad, gregarismo y nuestra cómplice adaptación. Pero, ¿a qué debemos adaptarnos?

Otra de las referencias realizadas, en su día, desde Intempestivos fue la de Barbara Stiegler y su libro Il faut s’adapter (Hay que adaptarse), en donde la pensadora francesa desmenuza el concepto de adaptación a la luz de los planteos de Walter Lippmann, en la primera mitad del siglo XX, y de la corriente neoliberal a la que sus tesis dieron origen. Conviene recordar, en este punto, que la noción darwinista de evolución no implica una dirección prevista y que, por ello, la adaptación también consistirá en una respuesta ajustada a la porción de un mundo que, en términos generales, va errando a la deriva. La consecuencia de esto compromete inevitablemente la ingenuidad adaptativa, cuando esta quiere trasladarse a la vida social, pues nos deja sin respuestas ante la cuestión de a qué adaptarnos o por qué hacerlo. Cada totalitarismo tiene sus adaptados y sus “adaptables”, como también tiene sus enemigos declarados o potenciales, y la madeja del nuestro, entretejida con las hebras del integrismo tecnoeconómico del nuevo capitalismo, no deja de repetir ese mismo tipo de comportamiento.

Puede que algunas personas se sorprendan al ver que me atrevo a calificar de totalitarias a las sociedades supuestamente democráticas en las que muchos de nosotros vivimos. Considero, por el contrario, que tal sorpresa podría desaparecer si nos atreviésemos a revisar los conceptos políticos que llevamos utilizando en los últimos dos siglos, aproximadamente, y que han ido dejando términos variados como liberalismo, democracia, capitalismo, socialismo, anarquismo, totalitarismo, entre muchos otros. No se trata de erradicar tales conceptos sino de reinterpretarlos en sus condiciones actuales de existencia, evitando los análisis dogmáticos y la continua caída en ciertas dicotomías empobrecedoras que tienden a rehuir el insoslayable fundamento histórico que está presente en todos ellos. En este sentido, el nuevo totalitarismo sigue, en el fondo, respondiendo a los precedentes sentados por una antigua situación y un viejo -aunque acallado- conflicto, en el que, como expresó Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, “la filosofía política de los liberales, según la cual la simple suma de los intereses individuales constituye el milagro del bien común, parecía ser sólo una racionalización de la temeridad con la que fueron impulsados los intereses privados sin respecto al bien común”.

Hoy, a menos de un año y medio del comienzo de la pandemia, esa racionalización ha tomado forma en los protocolos médico-securitarios que han ido colonizando todo el despliegue de la vida social, y en la incesante producción mediática que se ha encargado de nutrir y legitimar, con significados culturales acordes, una nueva época de totalidad tecnocientífica apoyada en la normalización del miedo, la sospecha neurótica, la distancia sociodigital del cuerpo y la estigmatización del individuo. Así, el abismo abierto entre el individuo y un individualismo puramente económico se ha ampliado, de tal manera que las obstrucciones actuales a toda reflexión individual contraria a la normalidad  -y mucho más a esa aberración conceptual de la “nueva normalidad”- conviven con los vítores simultáneos al exitoso establecimiento de nuevos mundos virtuales como el Omniverso (donde las empresas buscan ahorrar una buena parte de sus costos sociales asociados al trabajo humano, simulando la fabricación de sus productos en un entorno artificial) y, en general, a todo el horizonte transhumanista que se nos va imponiendo bajo la apariencia de promesa. Este es el mundo al que se nos induce, primero, y se nos exige, después, que nos adaptemos: un mundo de virtualidades cada vez más enriquecidas, pero de realidades cada vez más pobres. Ahora bien, ¿qué ocurre si decimos que no?

He aquí el dilema que deberíamos poder presentarle hoy a la democracia: un escenario absorbido por los algoritmos, paulatinamente devorado por su doble virtual y entregado, consecuentemente, a la integración de las esferas política, tecnoeconómica y cultural, ¿puede seguir definiendo la democracia con arreglo la mera separación de poderes y la alternancia de partidos regulada por votaciones periódicas? ¿Dónde reside entonces la democracia en el tiempo en que no haya nada que votar o en la vida cotidiana que vive fuera de la actividad legislativa y ejecutiva? Llegado ese caso, o bien aceptamos que la mayor parte del tiempo la democracia vegeta en un limbo social o, por el contrario, asumimos que la sociedad pasa casi toda su vida dormitando en un limbo democrático. Pero, para no recaer en dicotomías y escapar de ese antiguo principio lógico del “tercero excluido”, conviene rescatar una tercera posibilidad: que nuestro nuevo contexto histórico reclame una visión mucho más exigente de la democracia, en donde, por un lado, la participación sea constantemente recreada por una miríada de acciones de responsabilidad crítica -y de crítica responsable- con los problemas de nuestro mundo; y donde, en segundo lugar, dicho compromiso sea cuidadosamente elaborado por medio de un largo proceso educativo que enriquezca mutuamente la constante lucha entre la sociedad y sus miembros.

Hace poco más de un año, elegimos el nombre de Intempestivos para expresar esa necesaria vindicación de un individuo educado, pero no adiestrado, que, al mismo tiempo, se mostrase crítico frente a la misérrima antropología promovida por el individualismo económico. Debía ser un individuo tan consciente de su génesis social como reacio a acatar la adaptación a cualquier clase de sociedad. Él sabe que los maniqueísmos del presente traen nuevas y capciosas añagazas que producen una ruidosa agitación que nada cambia ni logra, y por esa razón intenta recomenzar a vivir -individual y colectivamente- de una mejor manera, a través de un pensamiento sin amos ni siervos. Pero para que la formación de ese individuo social pueda tener lugar, será necesario que se le permita renacer con toda su exuberante e inadaptada libertad, pues aunque ambos -individuo y sociedad- dancen en el mismo océano de tiempo, donde todo brilla un momento antes de sumergirse, solo una singularidad perdida en la corriente tiene algo que enseñarle a las olas.                                                             

Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el-artefacto.

Imagen de portada: Imagen de Harut Movsisyan en Pixabay

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