Materia oscura: Al final del pasillo

Héctor Alvarado Díaz

(Cuando llegue al último nivel y se abra la puerta, espero que haya música.  Gente real tocando música real como lo hemos imaginado tantas veces, una brizna de razón para darle cauce a los días, al trabajo tan incoloro como la atmósfera allá afuera. Sería menos triste si a mi lado fuera alguno de mis compañeros).

En mi módulo hay 49 trabajadores. Durante la jornada no se permite comunicación, tras un vidrio podemos mirarnos y con la mirada decir: Nos vemos más tarde en el ascensor o el dispensario. Aunque quisiéramos, una conversación es casi imposible. Apenas articulamos, todo se desmembra, cae en el sinsentido porque no hay referentes, sólo nosotros. ¿Qué podríamos decir si todo lo que ocurre en este lugar está por dentro, sucede en el interior?  Tal vez por eso, con el tiempo, hemos llegado a olvidarnos de las palabras.   

        Oprimir selectivamente entre una docena de interruptores, observar con cuidado los niveles críticos y hacer lectura de resistencia de los materiales: tal es la trascendencia de mi función.  A cambio, departamento en esta base pre construida, alimento, algunas tardes en la sala de interacción y seis horas de descanso a la semana.  Seis malditas horas preso en una botella.

        Somos escoria de escoria que nadie quiso contratar en otras bases limpias y pudorosas de verse manchadas con empleados de segunda.  Desaparecimos de cualquier memoria, de cualquier nómina cuando nos embarcamos a Juno. Pero era un trabajo sencillo y al principio hubo una actitud resignada cuando nos íbamos al descanso,  vivir aquí era mejor que pasarse los años vagando de colonia en colonia, viajero de chatarras acorazadas y satélites sin rumbo.  Luego de suciedad y hacinamiento cualquiera desea abrigarse en una estación decente, no se diga en una base o un planeta, aunque éste se halle en medio de la oscura nada. 

        De lejos, oídas a través de cientos de miles de kilómetros, las centrales de mantención eran un juego.  Sencillo. Conveniente. No muy limpio aunque sin preguntas.  Comida de primera, el pago equivalente a veinte días trabajando seis, y a la hora del descanso ese proceso de hacerte humo,  volverte una nube atomizada de gas que se guarda seis largas horas en un tubo aséptico. 

        El proceso es una absorción, golpe de viento que se lleva todo a una cápsula entrópica, caldo de uno mismo vagando en ¿dónde? En poco tiempo uno se acostumbra, de todos modos no estamos del todo en ninguna parte, es como el desarraigo de la vida, y ese descanso, luego de mil curvas, hambres, viajes, era no sólo un deseo sino un paraíso buscado por muchos.  Te alejas paulatinamente bajo una sensación de mareo que además evita que envejezcas. Lo venden como el milagro de la eterna energía.  Durante los primeros cuarenta años el ritmo de trabajo es soportable.  Podría decirse que se disfruta, pues el cuerpo apenas se ha desgastado lo suficiente para sentir algún calambre o la tensión muscular en el cuello y las articulaciones.  A partir del año cuarenta y cinco se cierra sobre nosotros un cerco de silencio; conforme llegamos a la madurez nos aíslan, cuidan de que nada en el entorno sea capaz de alterarnos al punto de hacer preguntas o conjeturas.  Como todo se nos proporciona y no hay en qué gastar, nuestro salario se acumula.  Al momento de jubilarnos,  cada quien podrá irse e hipotéticamente tendrá una fortuna.

        La base tiene siete módulos: dos de trabajo con la maquinaria extractiva de mineral.  El área de interacción,  provista de comedores, cubículos individuales para conectarnos con los procesadores de imágenes, baños y enfermería.  Separadas del resto por un túnel metálico, las dos centrales de mantención.  Finalmente, dispuestos en círculo, están el edificio de comandos de siete pisos con los controladores humanos y cibernéticos de toda la base,  y un hangar con  puerto de embarques y talleres. 

        A este último llegan cada año naves no-tripuladas.  Miles de contenedores vacíos se alinean para cargar el mineral que desfila interminablemente por una doble banda que los introduce a los diferentes niveles de la nave-bodega.  El sistema es perfecto y frío, nadie participa, sólo ojos electrónicos, robots montacargas de enlace, máquinas que pesan, numeran y sellan cada contenedor. Nada puede salirse del plan, el sistema es infalible y se detiene para revisar hasta los sobresaltos de algún pedazo de mineral que se cae de la banda.  

        No estamos seguros, pero a lo largo de años descubrimos que en el edificio de comandos  hay sólo cuatro o cinco personas.  Esos pocos nos mantienen ocupados, dan órdenes, establecen cuándo y cómo trabajar, hablar, defecar y descansar.  Tienen el control de las centrales de mantención pero ellos, hasta donde hemos podido ver, nunca se someten al proceso.  No se requería ser un genio para concluir que no son los mismos todo el tiempo; se sustituyen tal vez cada año, van y vienen en las naves-bodega y no quieren que nadie lo advierta.

        Yo fui el primero en desobedecer.  Fue sencillo y aterrador a un tiempo:  me quedé sentado en mi lugar después que terminó la jornada mientras mis compañeros, que se alejaban rumbo al módulo de interacción, sólo miraron cómo las luces se iban apagando junto conmigo, sin moverme a pesar de las advertencias de alarmas y voces que llenaban las bocinas. Siempre supusimos que habría una legión de máquinas vigilando las desobediencias, pero en esa ocasión la idea se tornó vaga e improbable. Toda la noche sentí la prisión y la libertad, algo sin estructura, ese orgullo negro de la protesta en mi pecho, eso que no fui capaz de comunicar a los demás una vez que me les uní en el módulo de interacción porque está hecho de más que palabras, se trata de oír tu propios latidos por horas, se trata de morderte los labios, de respirar tan hondo que te asalta un mareo de paz en medio del temor, se trata de algo como si salieras allá afuera sin protección y pudieras correr entre las dunas para siempre.  

(Estoy frente al acceso al nivel 6.  Un ascensor abierto aguarda para tragarme.  El indicador 7 palpita.  El aire artificial puede oírse lijando los ductos.  Brillos, dobles, deformidades mientras subo y son como espejos los seis lados que me rodean).

Esperé una semana y volví a quedarme en mi lugar, sólo que entonces cobré fuerza y recorrí con cuidado todo el módulo.  Así, a oscuras, parecía un cementerio de viejos animales de hierro. Manos, tenazas, garras que se hubieran hundido alguna vez en la garganta del suelo para desangrarla.  Era patético, tuve lástima de todos nosotros, amos de aquellas pobres montañas de hojalata.

Cuando llegué a mi cubículo tenía un mensaje en la pantalla: 

Comienzo del juego 9:00.  Pulse ERR para reinicio.  0.31 minutos de desfase.  Segundo retardo.  Revisión personal dentro de 14 minutos. Pulse AC para cancelar.  Jump. Me puse en el lóbulo la unidad interactiva y en el menú elegí un juego de exploración de la memoria.

…Ahí estaba la tortuga. Sus largas uñas casi no le permitían tocar el suelo y me parecía divertido que de pronto se entrampara entre las patas de sillas y mecedoras del jardín. La veía por la ventana de la biblioteca, y un segundo después,  yo estaba moviendo los dedos sobre un teclado. Cada letra, en la esquina inferior izquierda, correspondía a un alfabeto que jamás había visto y aun así lo pulsaba con destreza y escribía como obedeciendo a mi flujo mental. Luego alguien, que vigilaba sobre mi hombro, me invitó a seguir mirando por la ventana. La oscuridad del jardín era casi total, pero entre los árboles la luna dejaba caer su fuerza poniendo una huella de luz en el césped.  Bajo una de estas luminarias estaba la tortuga.  Dormía con el cuerpo oculto en el caparazón duro y como burilado con figuras de otros animales. Busqué la forma de salir.  En la biblioteca no había puerta que diera al jardín.  Tampoco en la sala ni en la cocina.  Por fin, asomándome por el ventanuco de un baño, pude ver y sentir la frescura de lo verde. Reconocí un fresno recién podado, una cerca de madreselvas y di con la tortuga.  Sólo sobresalían las puntas de sus patas delanteras, podría decirse que era un terrón muy viejo aunque también seguía los caprichos de un tronco abandonado al clima por años. Cerré los ojos y puse la mano sobre la espalda de la tortuga que reaccionó ocultando rápidamente las patas.  Hecha piedra, el animal se volvió mapa, cuadrantes imaginarios, líneas que me hacían perderme sin remedio  y ser arbitrario y ordenado como el niño que lee un libro sagrado y al final lo comprende y lo ignora a la vez. Un lunar de luna hizo brillar el cuadrante más lejano.  Instantáneamente la tortuga emprendió una carrera sin dirección. La acompañé un paso atrás esperando que retomara la confianza.  Cerca de un macizo de laureles se detuvo; la luna no llegaba hasta ahí, batallé para encontrar de nuevo las vetas y las líneas.  Sentí un mareo que me obligó retroceder: el caparazón se volvía poco a poco mosaico de nubes, luego agua y finalmente un espejo:  vi mi perfil sin color, la ausencia de cabello, los ojos celestes que se miraban perplejos hasta dar con el fondo mismo del vacío. Vi las orejas pequeñas como hojas de higuera, la delgadez de un rostro que no recordaba o recordaba a medias y en otro tiempo lejano, cuando tenía hambre, cuando era fácil embarcarse a cualquier sitio. Vi una marca en el pómulo derecho: una flor de seis pétalos hundida en la piel a punta de fuego.  Era el emblema de nuestra base en Juno.  La tortuga corrió con mi última imagen.  Línea de mercurio. Camino de níquel.  Relámpago…

        Cuando volví, otro mensaje parpadeaba en la pantalla.  Acceso a interacción clase 3 cerrado. Elija interacción clase 0, 1.  Aún faltaban cuatro horas antes de volver al trabajo, pero ya había dejado dos huellas de comportamiento irregular y no quise arriesgarme a salir de nuevo.

        No sé si me descubrieron, pero desde entonces alguien parecía seguirme.  Escuchaba el leve el latido de un reloj, los segundos horadando el aire.  En el trabajo y en el descanso sentía los ojos electrónicos fijos en mí.  Las alarmas se encendían a mi paso sin razón. Cada pasillo parecía habitado de una sombra.  Y todo eso era sin ser como si trataran de enloquecerme. 

        La celda de mantención era mi único refugio: sabía que una vez iniciado el proceso estaba en manos de ellos, y sabía también que ahí no podían alcanzarme, pero en cuanto somos otra vez huesos y piel, naufraga la voluntad, repetimos los comandos del mecanismo de extracción de minerales a un planeta casi inerte, caminamos rumbo a una sala de imágenes falsas, ponemos la esperanza en las seis horas que nos arrojan tan lejos como lejos puede estar la vida.

(Nadie quiso ayudarme, y quizás haya sido lo mejor.  Demasiado movimiento hubiera llamado la atención hasta el punto de controlarnos en las centrales de mantención por tiempo indefinido. Durante los segundos que aún quedan pienso que ellos, los del piso 7, tal vez no me hayan visto y entonces exista una ranura para volver, un abrir cerrar de ascensor como si nada, ausencia de alarmas y emergencias, pasillos desiertos, zumbar monótono de tubos de gas que iluminan los controles de este mundo cerrado. 

        Pienso en el individuo que soy ahora, ahora que estoy solo, fuera de las reglas. Tal vez todos los demás me recordaron antes de ser atomizados.  Pienso que este miedo que siento es mío, y embriaga porque es mío, nadie más podría sentirlo, es efecto de un proceso de miedo que se aleja.

        El ascensor se detiene. ¿En realidad qué busco?  La puerta se abre a otras puertas seguramente cerradas para mí.  Penumbra.  Hay un cristal enorme al final del pasillo. El piso no es metálico pero brilla como si lo fuera.  Es tibio y su tersura invita a poner las manos sobre él.  No hay nadie.  Tal vez duerman en otra ala o tal vez sí se sometan al proceso de mantención después de todo.

        No hay música.  Nada parecido a una nota, una alegría, una evasión, un insomnio que permita conocer nuestra mente por dentro.  Ningún vuelo, ningún puerto, ninguna nube de sonidos. El calor crece y no viene del piso, o por lo menos no solamente del piso. Una puerta entreabierta: dentro de ese cuarto la oscuridad es total, un triángulo exiguo de luz entra desde el pasillo pero no permite ver nada, y sin embargo, hecho de hilos de aire hay algo que me llama.  Ahí habita el reloj, las sombras, el ojo azul que me electriza los días.  Ahí están los dedos que ordenan, el futuro, el vacío.

        Doy con el interruptor.  Es una habitación alta y alargada.  Ellos están sentados, desangrándose sin ruido, cada cual en una posición distinta, como si se hubieran ayudado mutuamente a morir. No parecen mejores que nosotros. Frente a ellos hay un conjunto de paneles multicolores que titilan inquietos y dan la impresión de un pequeño sistema solar a punto del colapso.

        Nadie me creerá, y aun si lo hicieran, ¿quién podría descifrar esos controles?   Nos han dejado solos.  Verdaderamente solos por primera vez).

Héctor Alvarado Díaz es originario de Monterrey.

Cursó la carrera de Letras en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ha publicado 11 libros (6 novelas, 4 libros de cuentos y uno de entrevistas a escritores de Nuevo León). Por su trabajo literario ha recibido premios nacionales e internacionales como el Premio de Novela Corta Roger de Conynck (2020); el Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos, el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero, el Premio Internacional de Cuento Miguel de Unamuno, en España, el Premio Nacional Juan Rulfo para Primera Novela y el Premio Latinoamericano de Cuento.

Fue Coordinador del Centro de Escritores de Nuevo León que trabaja en la formación y el desarrollo de proyectos de escritores jóvenes del estado y es uno de los proyectos literarios de mayor permanencia, cuyos egresados han publicado alrededor de 100 libros.

Fue Director de la Casa de la Cultura de Nuevo León durante 8 años.

Obtuvo la beca del Sistema Nacional de Creadores de Arte en la Emisión 2013 con un proyecto de narrativa, y fue Director de la Editorial de la Universidad Michoacana de 2013 a 2017.

Actualmente es profesionista independiente. Mantiene dos proyectos de promoción literaria en la Internet: 25 Instantáneas de… Entrevistas con Escritores que lleva 30 semanas ininterrumpidas de publicarse en el portal electrónico “El-artefacto”; y Materia oscura, Revista de Fantasía, Ciencia Ficción y Fantasía, que lleva 32 semanas apareciendo  en el mismo portal.


Imagen de portada: Sijon Thapa

Loading

También le venimos ofreciendo:

Danos tu opinión: