Materia oscura: De Masa y poder

Elías Canetti

Inversión del temor a ser tocado

Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. Desea saber quién es el que le agarra; le quiere reconocer o, al menos, poder clasificar. El hombre elude siempre el contacto con lo extraño. De noche o a oscuras, el terror ante un contacto inesperado puede llegar a convertirse en pánico. Ni siquiera la ropa ofrece suficiente seguridad: qué fácil es desgarrarla, qué fácil penetrar hasta la carne desnuda, tersa e indefensa del agredido.

Todas las distancias que el hombre ha creado a su alrededor han surgido de este temor a ser tocado. Uno se encierra en casas a las que nadie debe entrar y solo dentro de ellas se siente medianamente seguro. El miedo al ladrón se configura no solo como un temor a la rapiña sino también como un temor a ser tocado por algún repentino e inesperado ataque procedente de las tinieblas. La mano, convertida en garra, vuelve a utilizarse siempre como símbolo de tal miedo. Mucho de ello ha pasado a formar parte del doble sentido de la palabra «agarrar». Tanto el contacto más inofensivo como el ataque más peligroso están ambos contenidos en ella, y siempre hay cierta influencia de lo último en lo primero. El sustantivo «agresión» se ha reducido, sin embargo, solo al sentido peyorativo del término.

Esta aversión al contacto no nos abandona tampoco cuando nos mezclamos entre la gente. La manera de movernos en la calle, entre muchos hombres, en restaurantes, en ferrocarriles y autobuses, está dictada por este temor. Incluso cuando nos encontramos muy cerca unos de otros, cuando podemos contemplar a los demás y estudiarlos detenidamente, evitamos en lo posible entrar en contacto con ellos. Si actuamos de otra manera solo es porque alguien nos ha caído en gracia y entonces el acercamiento parte de nosotros mismos.

La rapidez con. que nos disculpamos cuando entramos involuntariamente en contacto con alguien, la ansiedad con que se esperan esas disculpas, la reacción violenta y, a menudo incluso cuando no hay contacto, la antipatía y el odio que se sienten por el «malhechor», aunque no haya modo de estar seguro de que lo sea, todo este nudo de reacciones psíquicas en torno al ser tocado por lo extraño, en su extrema inestabilidad e irritabilidad, demuestra que se trata de algo muy profundo que nos mantiene en guardia y nos hace susceptibles de un proceso que jamás abandona al hombre una vez que ha establecido los límites de su persona. Incluso el sueño, que nos vuelve mucho más inermes, es demasiado fácil de turbar por esta clase de temor.

Solo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este temor al contacto. Se trata de la única situación en la que este temor se convierte en su contrario. Es esta densa masa la que se necesita para ello, cuando un cuerpo se estrecha contra otro cuerpo, densa también en su constitución anímica, es decir, cuando no se presta atención a quién es el que le «estrecha» a uno. Así, una vez que uno se ha abandonado a la masa no teme su contacto. En este caso ideal todos son iguales entre sí. Ninguna diferencia cuenta, ni siquiera la de los sexos. Quienquiera que sea el que se oprime contra uno, se le encuentra idéntico a uno mismo. Se le percibe de la misma manera en que uno se percibe a sí mismo. De pronto, todo acontece como dentro de un cuerpo. Acaso sea ésta una de las razones por las que la masa procura estrecharse tan densamente: quiere desembarazarse lo más perfectamente posible del temor al contacto de los individuos. Cuanto mayor es la vehemencia con que se estrechan los hombres unos contra otros, tanto mayor es la certeza con que advierten que no se tienen miedo entre sí. Esta inversión del temor a ser tocado forma parte de la masa. El alivio que se propaga dentro de ella alcanza una proporción notoriamente elevada en su densidad máxima.

Masa abierta y cerrada

Una aparición tan enigmática como universal es la de la masa que de pronto aparece donde antes no había nada. Puede que unas pocas personas hayan estado juntas, cinco, diez o doce, solamente. Nada se había anunciado, nada se esperaba. De pronto, todo está lleno de gente. De todos los lados afluyen otras personas como si las calles tuviesen solo una dirección. Muchos no saben qué ocurrió, no pueden responder a ninguna pregunta; sin embargo, tienen prisa de estar allí donde se encuentra la mayoría. Hay una decisión en sus movimientos que se diferencia muy bien de la manifestación de una curiosidad habitual. Se piensa que el movimiento de unos contagia a los otros, pero no es solo eso, falta algo más: tienen una meta. Antes de que hayan encontrado palabras para ello, la meta pasa a ser la zona de mayor densidad, el lugar donde hay más gente reunida.

Hay que decir algo más de esta forma extrema de espontaneidad de la masa. Allí donde se origina, en su mismo núcleo, no es tan espontánea como parece. Pero en el resto, si prescindimos de las cinco, diez o doce personas a partir de las cuales se originó, sí lo es. Desde el momento en que se hace consistente desea aumentar su consistencia. El ansia de crecimiento es la primera y suprema característica de la masa. Quiere integrar en ella a todo aquel que se pone a su alcance. Todo ser con forma humana puede formar parte de ella. La masa natural es la masa abierta: su crecimiento no tiene límites prefijados. No reconoce casas, puertas ni cerraduras; quienes se encierran se convierten en sospechosos. «Abierta» debe entenderse aquí en sentido amplio; lo es por todas partes y en cualquier dirección. La masa abierta existe mientras crece. Su desintegración comienza apenas ha dejado de crecer.

Porque con la misma rapidez con la que se constituyó, la masa se desintegra. En esta forma espontánea es una configuración frágil. Su apertura, que le posibilita el crecimiento, es, al mismo tiempo, su peligro. Siempre permanece vivo en ella el presentimiento de la desintegración que la amenaza. Mediante un aumento acelerado intenta escapársele. Mientras puede lo incorpora todo; pero como lo incorpora todo tiene que desintegrarse.

En oposición a la masa abierta que puede crecer hasta el infinito, que está por todas partes y que precisamente por eso reclama un interés universal, está la masa cerrada.

Ésta renuncia al crecimiento y pone su mira principal en la perduración. Lo que primero llama en ella la atención es el límite. La masa cerrada se establece, se crea su lugar limitándose; el espacio que llenará le es señalado. Es comparable a un cántaro en el que se vierte líquido: se sabe siempre cuánto líquido puede aceptar. Se hallan vigilados los accesos a su propio espacio; a ella no puede ingresarse de cualquier manera. El límite se respeta. Puede que sea de piedra, de sólidos muros. Quizá se requiera un determinado acto de recepción; quizás haya que aportar determinada cantidad para ingresar. Una vez que el espacio está lleno con la densidad deseada no se admite a nadie más. Incluso si se supera el cupo de admisión, la masa densa en el espacio cerrado continúa siendo lo más importante; quienes han permanecido fuera no pueden realmente formar parte de ella.

El límite impide un aumento desordenado, pero dificulta y retarda la desintegración. La masa gana en estabilidad lo que sacrifica de posibilidad de crecimiento. Se halla protegida de influencias externas que podrían serle hostiles y peligrosas. Pero cuenta además y especialmente con la repetición. Ante la perspectiva de volver a reunirse, la masa supera una y otra vez su disolución. El edificio la espera, está allí por ella y, mientras esté, se volverá a encontrar reunida de la misma manera. El espacio le sigue perteneciendo aun en la bajamar y, en su vacío, le recuerda el período de pleamar.

La descarga

El acontecimiento más importante que se desarrolla en el interior de la masa es la descarga. Antes de esto, a decir verdad, la masa no existe, hasta que la descarga la integra realmente. Se trata del instante en el que todos los que pertenecen a ella quedan despojados de sus diferencias y se sienten como iguales.

Entre estas diferencias, debe hacerse especial hincapié en las impuestas desde fuera: diferencias de rango, posición y propiedad. Los hombres en tanto que individuos son siempre conscientes de tales diferencias, que descargan su peso sobre ellos y los mantienen claramente separados. El hombre se sitúa seguro en un lugar determinado y mantiene alejado a todo lo que se acerca con eficaces gestos judiciales. Como un molino de viento sobre una extensa llanura, así se encuentra el hombre de pie, expresivo y en movimiento; hasta el próximo molino no hay nada. Toda vida como él la conoce está hecha de distancias: la casa en que encierra su propiedad y su persona, el puesto que ocupa, el rango al que aspira, todo sirve para crear, para afianzar y aumentar distancias. La libertad se ve coartada en el momento en que existe un movimiento de mayor profundización hacia la otra persona. Impulsos y respuestas quedan embebidos como en un desierto. Nadie puede llegar a las cercanías, nadie alcanza las alturas del otro. Jerarquías sólidamente establecidas en todos los ámbitos de la vida impiden el intento de llegar hasta los superiores, de inclinarse hacia los inferiores, a no ser para guardar las apariencias. En sociedades diversas estas distancias están recíprocamente equilibradas de manera distinta. En algunas se hace hincapié sobre las diferencias de origen, en otras sobre las de la ocupación o propiedad.

No corresponde aquí caracterizar en detalle estas jerarquías. Lo esencial es que están ahí, en todas partes, que en todas partes anidan en la conciencia de los hombres y que determinan de manera decisiva su comportamiento para con los demás. La satisfacción de estar por encima de otros en la jerarquía no compensa la pérdida de libertad de movimientos. En sus distancias el hombre se hace más rígido y hosco. Soporta estas cargas y no avanza. Olvida que él mismo se las ha impuesto y anhela una liberación de las mismas. Pero, ¿cómo ha de liberarse solo? Haga lo que haga para conseguirlo y por muy decidido que esté, sigue inmerso entre los demás, que malogran su esfuerzo. Mientras ellos mantengan sus distancias, no puede aproximarse a ellos.

Solo todos juntos pueden liberarse de sus cargas de distancia. Eso es exactamente lo que ocurre en la masa. En la descarga, se desechan las separaciones y todos se sienten iguales. En esta densidad, donde apenas hay hueco entre ellos, donde un cuerpo se oprime contra otro, uno se encuentra tan cercano al otro como a sí mismo. Así se consigue un enorme alivio. En busca de este instante feliz, en que ninguno es más, ninguno mejor que otro, los hombres se convierten en masa.

Pero el momento de la descarga, tan anhelado y tan feliz, comporta un peligro particular. Padece de una ilusión básica: los hombres, que de pronto se sienten iguales, no han llegado a serlo de hecho y para siempre. Vuelven a sus casas separadas, se acuestan en sus propias camas. Conservan su propiedad, no renuncian a su nombre. No repudian a los suyos; no escapan a su familia. Solo en casos de cambios especiales y muy serios, hay hombres que rompen viejas ataduras y contraen otras nuevas. A tales lazos, que por su naturaleza solo pueden admitir un número limitado de miembros y deben asegurar su existencia mediante estrictas reglas, las denomino cristales de masa.

La masa misma, en cambio, se desintegra. Siente que acabará desintegrándose. Teme su descomposición. Solo puede subsistir si el proceso de descarga continúa debido al aporte de nuevos elementos humanos. Solo el incremento de la masa impide a sus componentes tener que someterse otra vez a sus cargas privadas.

Elías Canetti (Bulgaria, 1905-Suiza, 1994).

Escritor búlgaro en lengua alemana. De origen sefardita, pasó su infancia y su juventud en diversas ciudades europeas. En Berlín entró en contacto con las vanguardias literarias y escribió su primera y única novela, Auto de fe (1935), parábola sobre la oposición entre la cultura de masas y la dignidad individual. Enlazando con esta preocupación, el clima creciente de totalitarismo se tradujo en una serie de obras teatrales centradas en el abuso de poder y sus consecuencias sobre el individuo. Alcanzó la celebridad a partir de 1960, año de la publicación del ensayo antropológico Masa y poder, en el que se manifiesta contrario a las teorías freudianas sobre la psicología de masas. También alcanzaron un gran éxito sus memorias, sobre todo el primero de sus tres volúmenes, titulado La lengua absuelta (1977). En el año 1981 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura.

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