Materia oscura: El Audi

Edgar Chávez

Estoy en la barandilla junto con los borrachitos argüenderos. Los polis por lo menos me dejaron la mascarilla que traía y una de repuesto que voy a cambiar en un rato mas. Enfermar de coronavirus quizá me curaría de una vez de la picazón de ese recuerdo, esa carita de ángel y los ojitos de pisecua, ojitos como capulines recién llovidos.

Trato de no pensar amonado en este rinconcito, esperando que llegue el juez calificador o como se llame, evadiendo a los borrachines y su plática. Siento grima de tocar las paredes y me entretengo viendo como va amaneciendo. No tengo a quien llamar, me debí haber ido al pueblo desde que se suspendieron las clases; pero tenía que quedarme a terminar la tesis. En el pueblo me hubieran puesto a ordeñar, a cortar zacate y no sé cuántas cosas más; nunca hubiera terminado la tesis. No me arrepiento de no haberme defendido, siento que le hubiera ido peor a la chava si la agarran a ella. Ya he repasado tantas veces lo que pasó.

A esta hora ya todos están apaciguados, unos durmiendo la mona y otros con cara de preocupación; quizá como yo. Si me piden dinero los policías ya se amoló la cosa, no tengo; para acabar pronto. Uno de los borrachines le platica a otro que ya casi llevan el torito, luego entiendo que van a llevar una olla de frijoles para desayunar. Ni hambre tengo, me siento de la verga.

Ayer andaba en el tianguis del Auditorio buscando un pantalón de las pacas. Un pantalón y si se podía un saco para el examen recepcional. Es dentro de dos semanas, por videoconferencia; pero, de todos modos, me dijeron que tenía que estar de traje. La doña de la casa donde estoy abonado me había dicho que si no encontraba el saco en el Audi, que ella me prestaba uno de su difunto marido. Anduve revisando los puestos, no muchos estaban abiertos por la contingencia; pero de todos modos había mucha gente. Todos amontonados, como la mitad con mascarilla. Había planeado nomás rentar el saco, quería dejar algo en garantía y regresarlo después del examen. Pensaba dejar mi teléfono en garantía y darle unos cincuenta pesos al del puesto por unas horas de usar la ropa. No pensaba llevarlo ayer mismo; nomás iba a apalabrarlo si se podía. Anduve de puesto en puesto, platicando con las doñas y los señores. Ninguno se había animado, todos querían vender. Una señora me dijo que no anduviera ofreciendo el celular en garantía, que me lo iban a hacer perdidizo. Pensé que tenía razón, estaba confiando en los de los puestos porque a mi ver ellos no tenían necesidad.

Viendo que iba a estar difícil concretar mi idea, me puse nomas a mirar. La distracción de un estudiambre es ver, cuando no hay dinero. Ver personas, cosas o perros deambulando en el tianguis. Un chavo de una camioneta tratando de subir un mueble. Se veía de lejos que no iba a caber acostado y parado iba a quedar muy inestable. Le necearon un buen rato hasta que se dieron por vencidos. Pasó una señora vendiendo tamales y atole; no se me hacían horas de andar comiendo tamales. Al medio día se antoja una sopita, un guisado. En el Audi puedes encontrar cualquier cosa, nomás no hay que andar buscando algo específico porque entonces no vas a encontrar nada. En un puesto estaba un don, un señor ya mayor, y vi que tenía pura basura. Un solo zapato, una cazuela de peltre con agujeros y reparada con plastiloca y otras cosas por el estilo. Lo que casi me mata de la risa fue que vendía ¡Medio casette! Si de por sí ya nadie los toca, ni siquiera los CD’s o los DVD’s. Vender medio casette me pareció el colmo. No dudo que algún ocioso lo hubiera comprado por un peso.

En esas andaba cuando vi a una muchacha hermosa. El pelo negro y largo, amarrado en una trenza muy apretada, los ojos negros y brillantes que resaltaban mucho por la mascarilla de colores vivos, con muchos aretes y un tatuaje de un colibrí asomando por debajo de una blusa de colores, tejida a mano; como las que hacen en la meseta. Me quedé embobado viéndola deambular. Ella no estaba comprando nada, ni siquiera les ponía atención a los puestos, estaba viendo a la gente, como esperando a alguien. No he tenido novia, soy demasiado tímido y consciente de que no puedo aspirar a mucho. No he sentido nunca que alguna mujer estuviera interesada en mí. Me falta mucho de atleta, buena ropa, conversación interesante. A pesar de saber que no tenía ninguna oportunidad con ella, o con cualquiera para el caso, me comencé a ilusionar en conocerla. La veía tan resuelta y alegre. Comencé a imaginar cómo sería su carácter. Seguro era una mujer dulce y enérgica al mismo tiempo. Por su ropa debía estudiar humanidades, nada de ingeniería, contabilidad, administración o derecho; tampoco medicina.  

Mientras fantaseaba con conocerla observé a un tipo que no se movía con la multitud, tampoco parecía estar buscando nada. Vi que la vio de lejos y comenzó a moverse a sus espaldas, para que no lo viera; era clarísimo que se le quería acercar. No me dio buena espina. No sé qué me dio, un presentimiento, una angustia. Corrí junto a ella para advertirle. Me le acerqué de frente y ella me vio con susto, me detuve un poco para no espantarla y el tipo aprovechó para acercarse más rápido. Cuando estuvo junto a ella le jaloneó el morral; pero ella lo llevaba cruzado. Le jaló más duro obligándola a agachar la cabeza. Yo ya estaba junto a ella y alcancé a agarrar el morral por un asa. La chava comenzó también a jalar y quedamos dos de un lado y el tipo del otro. Todo pasó muy rápido; la gente aún no se daba cuenta y seguían en el regateo y viendo las cosas de los puestos. Recorté la distancia entre el tipo y yo jalando más fuerte, quedé entre el tipo y la chava, los tres jalando el morral. De pronto se rompió el asa, el tipo cayó al suelo y yo con el codo le di un trancazo a la chava. Quedó tendida en el suelo, noqueada. La gente comenzó a amontonarse, el tipo se levantó y se perdió en la multitud. Lo que vieron fue a la chava en el suelo y yo con el morral en la mano. Comenzaron a gritar ¡Ratero!, sin atreverse a agarrarme. La chava seguía inconsciente, yo me agaché para ver que reaccionara y comenzó a despertar. Abrió los ojos y al incorporarse, lo primero que hizo fue jalarme el morral. El morral se abrió y cayeron un montón de bolsitas con algo verde.

¡Mota!, pensé. La chava rápidamente comenzó a meter de nuevo las bolsitas al morral, justo cuando llegaban dos policías de una patrulla que estaba en la esquina, desviando el tráfico. La chava me vio directamente a los ojos. Me vio con pánico. Entendí que si yo intentaba aclarar algo la iban a meter a la cárcel. Le hice una seña de que se fuera, lo hice con urgencia mientras los policías me agarraban uno de cada lado. Les dije que el ratero se había ido corriendo; pero una señora comenzó a decir que yo era el ratero.

“¿Qué se estaba robando?”
“Pos no sé, pero ese es el ratero; golpeó a una muchacha”.
“¿Dónde está la muchacha?”
“Pos, ya se fue, pero él es el ratero”.

Me subieron a la patrulla y me tuvieron ahí como tres horas en el sol; hasta que terminaron su turno y me trajeron a barandilla. Ya era muy tarde para que me pusieran a disposición del ministerio público.

Ya amaneció completamente, se oye mucho movimiento afuera. Alguien grita mi nombre, llegan a la celda y me dice un policía:

“A la chingada, ya vinieron por ti”.

Siento que ahora si me va a cargar el payaso; pero camino sin decir nada. Al llegar a la baranda veo a la chava con la frente contraída de preocupación y los ojos sonrientes, dibujando una sonrisa amplia debajo del cubrebocas.

Abren la reja y no me atrevo a preguntar nada.

La chava me dice: “Ya pagué la multa, gracias por todo”. Se me cuelga del brazo y salimos de barandilla. “¿Tienes hambre?”, me dice, “por aquí hay unos tacos de cabeza muy ricos”.

Le digo que no tengo dinero; me mira, sonríe y me aprieta la mano.

Los tacos de cabeza huelen riquísimo.

Edgar Chávez.

Es originario de Morelia, vecino de Ensenada y es feliz desde 1964. Sabe leer, escribir y hacer cuentas, e incluso se dice que guarda muy bien su faceta de experto en computadoras porque lo busca la unidad cyberpolicíaca de la CIA.

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