Materia oscura: El largo sueño de las cifras

Ignacio Padilla

Te asustaban cosas que a nadie más habrían asustado: el rumor del agua, la asimetría de ciertas frutas, alguna formación nubosa. Lo demás apenas te conmovía, como si cada uno y casi todo perteneciésemos a un universo alternativo, inaccesible para ti. Solo una vez percibí en tu rostro algo similar a la felicidad; una tarde, poco después de que te regresaran al Instituto de Neurología, volví a observarte a través de un vidrio falso, y por un segundo creí reconocer en tus facciones una emoción distinta de la melancolía y el miedo.

Te vi entonces como te había visto la primera vez, cuando te hallaron en las ruinas del Sector Flehm-Ath y te trajeron acá. Ahora parecías un poco más limpio y mucho más triste. Volvías a sentarte en el suelo, literalmente encajado en una esquina de la habitación, indiferente al parco mobiliario que habían repuesto para ti con la esperanza de que reconocieses las bondades de una cama o la providencia muscular de una silla. Me hiciste pensar en el remedo humano y revolcado de un prisma piramidal. Era como si necesitaras que cada milímetro de tu cuerpo estuviese apoyado en algo o por algo. Y como si el vacío te causara vértigo. Tus guardianes me explicaron que durante el día mantenías los ojos cerrados, y que sólo los abrías de noche, cuanto te era posible no ver nada y escucharlo todo en la tiniebla suave de tu cuarto, esa especie de cajón aséptico donde te refundieron al hallarte y al que fuiste devuelto más tarde, cuando se hizo evidente que jamás sabrías o querrías adaptarte a las maneras del mundo, nuestro mundo.

Me dio rabia verte nuevamente ahí y así. Una rabia que entonces no supe contra quién encauzar. Después de todo me lo habían advertido. Desde el primer encuentro me dijeron que no abrigase esperanzas, pues no estabas ya en edad de llegar un día a reconciliarte con lo humano. Habías sobrepasado la etapa del aprendizaje, dijeron. Aclararon que no tenías ningún retraso. Era más bien que habías avanzado en una dirección poco ordinaria, por caminos nunca antes transitados. Me explicaron que en tu cerebro se habrían activado conexiones inauditas, circuitos distintos de los habituales. Eran otros los cimientos del edificio de tu pensamiento y tu lenguaje. Los sonidos, las formas y los signos se habían ordenado en tu mente para favorecer que te relacionases sólo con aquello que creías semejantes a ti, y con tu propio cuerpo, esa rara estructura de carne y sangre que sin embargo pensabas o deseabas igual al de las máquinas que te habían criado justo en esa etapa de la vida, en la que el resto articulamos nuestras primeras palabras, la prodigiosa babel de la necesidad, la gratitud y el reconocimiento.

Me dijeron eso, o algo parecido. Emplearon términos oscuros, tecnicismos. Me mostraron encefalogramas para mí tan intrincados como debieron ser para ti las cosas que te decíamos. Me enseñaron gráficas y diagramas con la misma actitud con la que antes te habrían mirado a ti, ávidos, quizá morbosos. Es tu hermano, me anunciaron de improviso, y estudiaron mi reacción como si yo también fuese un enigma, una especie de caja negra. Y tal vez lo era, de algún modo lo era. Su jerga científica me tenía confundida, me acorralaba como a ti. De sus sentencias y diagnósticos apenas pude entresacar que tenías ya una idea clara, aunque errónea, de ti mismo. Creías saber bien lo que eras o lo que debías ser. Contabas además con una memoria prodigiosa, y por tanto con una consciencia, si bien era difícil determinar si poseías también una noción clara del tiempo. Tus guardianes pensaban que tu memoria sólo podía ser numérica, abstracta, pero yo me resistí a aceptarlo. Pensé que debías conservar algún recuerdo humano, una imagen que, por remota que fuese, te constituía tan claramente como tus números y tus pitidos. Tenía que haber en tu memoria al menos un registro visual que de alguna forma te uniese a mí más allá de nuestra sangre y nuestros genes en común. Debía ser posible rescatar de los meandros de tu mente la cicatriz pensada de nuestros padres al despedirse de ti en el Sector Flehm-Ath, creyéndote ya muerto, escapando de la base infestada, conmigo en brazos, quién sabe si también enferma.

Quería que recordases todo aquello como yo lo recordaba todavía a mi pesar. Necesitaba que lo revivieses con la misma intensidad con que las imágenes de ese día anegaban mis insomnios; mi nariz asomada entre las mantas de neopreno y entre los brazos de nuestro padre, los ojos asustados de nuestra madre y mis propios ojos mirándote así, inerte, abandonado en el suelo cerca de las máquinas, y mi cabeza infantil despidiéndose de ti para siempre, descartando desde entonces la posibilidad de que muchos años más tarde me llamaran para decirme que te habían encontrado entre las ruinas del sector, cuando nadie creía que las máquinas seguirían activas, menos aún que entre ellas hallarían a un muchacho vivo, no en el sentido en que entendemos la vida de los hombres y las bestias, ni siquiera las plantas. Más que vivo, les habrías parecido activado, no sé, conectado de algún modo con esa fuente de energía milagrosa que se había mantenido y autoabastecido contra todo pronóstico luego de que la base fuera abandonada. Emitías sonidos tan mecánicos y estabas tan quieto, que sólo te hallaron cuando removieron cables y máquinas empolvadas, intrigados no por ti sino por la supervivencia de todo aquel sistema artificial que sin embargo había creado su propio sustento y había sido capaz de sustentarte también a ti. Era como si por puro instinto el cerebro electrónico de la base se hubiese canibalizado para luego producir sus propias recargas, su abasto vital, lo que hiciera falta para mantener activas todas sus extensiones, incluso a ti, a quien el propio sistema habría reconocido inesperadamente como uno de los suyos, como parte de sí mismo.

Tus guardianes nunca acabaron de reconocerte, no entendieron ni creyeron que en ese falso cementerio de circuitos pudiera haberse aletargado un niño para renacer con dignidad a una forma distinta de nutrición y de querencia. Un modo de vida que ellos consideraban menor, inacabado, pero que a mí me pareció siempre envidiable y superior al nuestro. Definitivamente, no eras un autómata. Eras sin duda orgánico y padecías a tu modo el dolor, el hambre, la duda. Conocías además cada célula de tu cuerpo y eras capaz de equilibrarlo con sabiduría, repartiendo sin derroche y con justicia la energía requerida por cada una de tus células, siguiendo un patrón dictado por alguna deidad perfecta y automática. Me parecías tan sano, tan completo, que al mirarte sólo podía sentir vergüenza de mí misma o, como tus guardianes, una especie de envidia disfrazada de interés o compasión. Me agradaba mirarte, y me inquietaba dejar de verte, alejarme de ti. Al volver a casa te recordaba y te comparaba conmigo, con mi vida, y siempre salía perdiendo. Me atragantaba el milagro de que vivieses por encima del tiempo y de la muerte, que fueses capaz de desconectarte de las cosas cuando era pertinente o necesario. Pero, ante todo, me admiraba que lo equívoco te fuese ajeno, y que vivieses por lo tanto en un mundo descastado de la ambigüedad, la traición y el doblez. En tu mundo la rosa sería para ti sólo y siempre una rosa. Por eso tus guardias te auguraban lo peor. Por eso anticiparon, como si fuese una tragedia, que no serías jamás
uno de nosotros.

Pero lo intentaste. Por desgracia y por un tiempo, lo intentaste. Y fuiste como nosotros. Nos aprendiste como si hiciera falta o como si valiese la pena. Ignoro si lo hiciste por deseo o por soledad. De cualquier modo, permitiste que te reprogramásemos en la simulación de lo humano. Supongo que para ello tuviste que desandar lo andado. Remontaste, acaso con dolor, el camino por el que una vez la suerte o la desgracia te habían arrojado lejos de nosotros, hacia un lugar mental más ordenado, más puro. Relegaste a un archivo muerto tu estar desnudo, tu ser feliz a tu modo, tu existir en un planeta propio, con monstruos como cifras y con amantes como intermitencias, con ambiciones y decepciones como complejos dilemas matemáticos que para ti habrían sido tan deseables o tan temibles como para nosotros un viaje a un país remoto o un beso prohibido. Olvidaste o suspendiste tus ecuaciones, tus pitidos en espectros tonales infinitos. Silenciaste ese idioma binario de sonidos puros con que pastoreabas a las ovejas eléctricas de tus sueños. Te vaciaste, en suma, de un universo entero y hasta entonces solo tuyo para que en ti cupiesen las imágenes, los rudimentos de esta lengua torpe con la que nos comunicábamos los elementales seres que te habíamos arrancado de la dicha y que ahora fingíamos amarte.

Te visité un par de veces en esa época en que fingías ser humano, y no pude reconocerte ni reconocerme más en ti. Me mentiste con tus consonantes estrictas y tu hablar atropellado; dijiste con frases hechas que se sentía bien ser un hombre, y que encima te agradaba el trabajo de oficina con que te ganabas la vida. El horario te dejaba tiempo para encerrarte en casa y evitarte el dilema de tratar con la gente. Salías poco, leías por disciplina, con esfuerzo y sin deleite los libros que te habían recetado tus guardianes. No era mucho lo que se esperaba de ti a esas alturas; asistías dos veces por semana al Instituto de Neurología y una vez al mes al Centro de Matemática Aplicada, donde te hacían las mismas preguntas de siempre y te estudiaban con decreciente interés. Podías pasar tardes enteras en el departamento miserable donde te acomodaron, también ahí arrinconado, convencido de haber satisfecho a tus guardianes, calculando a sus espaldas intransitables ecuaciones que te permitiesen despejar las incógnitas de la ciudad, o las cosas más sencillas de la existencia, o los gestos de tu hermana, mis gestos, o la mirada de nuestros padres, que te contemplaban desde la fotografía que hice colocar en tu cocina. A veces simplemente te sentabas en el suelo y pegabas el oído al muro que daba a la calle para calibrar la música que interpretaban para ti los automóviles, los celulares, las turbinas, los altavoces que carraspeaban sus anuncios desde los rascacielos, los tiroteos reales o virtuales. Todo te alcanzaba a través del muro y se confundía en tus oídos con tu recuerdo del ya lejano palpitar de la máquina que hasta hacía tan poco había sido tu diosa, tu nodriza, tu ánima. De ese miasma de sonidos de antes y de ahora intentabas derivar una melodía a modo, un himno en el que se ordenase algo que al fin te pareciese cercano o comprensible en un mundo que nunca dejó de ser del todo extraño para ti.

Supongo que no lo conseguiste. Debió faltarte tiempo para catalogar o comprender nuestras cosas. O quizá fue solo que te diste por vencido. Te apagaste, se agotó tu carga de energía, descubriste tus propios límites y no supiste cómo lidiar con ellos. Poco después de tu muerte me mostraron grabaciones de tus últimos días en el mundo de la gente ordinaria. En una de ellas ha entrado en tu departamento una mariposa negra. Estás, como de costumbre, sentado en el suelo, impasible. De pronto reparas en el insecto, que ha revoloteado cerca de ti sin miedo, como se acercaría a una lámpara o a una estufa en busca de calor. Lo miras encantado, pero tu fascinación no es la de un niño; la mariposa no te enternece ni te espanta, más bien te desconcierta, te reta. Observas sus evoluciones en el aire, alzas la mano como si intentaras controlarla. Pero ese objeto no te obedece, revolotea en forma irregular, reticente a toda geometría, inesperada y distinta ante el estímulo de tu mano, siempre el mismo y exacto. Finalmente, algo sucede en tu interior, algo atávico se enciende o se dispara en tu cabeza; extiendes la mano, capturas al insecto, lo olfateas como lo haría un simio o un perro. El insecto se desespera entre tus manos mientras la escudriñas. Entonces reconozco en tu rostro un destello de angustia. Cierras la mano, aniquilas a la mariposa y la arrojas lejos de ti. Luego vuelves a tu puesto en el suelo, pero ya no eres tú. O, mejor dicho, has vuelto a ser tú mismo; te has desconectado del horror y el desconcierto. Es evidente que ya no harás nada más por descifrarnos ni por ser uno de nosotros.

Así te hallaron tus guardianes cuando te devolvieron al Instituto de Neurología. Y así te encontré yo aquella última tarde, cuando sentí esa rabia que no supe dirigir. Por entonces yo aún no había visto la escena de la mariposa, pero entendí que algo se había habría roto en tu interior, y que pensabas dejarte ir. Poco a poco mi rabia fue desplazada por algo más, quizás la pesadumbre de quien se había resignado, como tú, al sinsentido. Mientras te hundías en tu mar de números y abstracciones me pregunté con qué fórmulas o con qué sonidos habrías alguna vez expresado que tenías hambre o que extrañabas a nuestra madre. Me arrepentí de no haberte contado antes que a veces era yo quien soñaba que me amabas, y que era yo a quien añorabas cuando crecías con tus máquinas en el Sector Flehm-Ath. Me vi navegando en tu placidez mecánica, lejos de todo, acurrucada en tu regazo, convertida en un pequeño y feliz autómata. Pensaba en estos sueños mientras te miraba, y de improviso sentí que sonreías. Creí que sonreías por mí, como si hubieses percibido mis pensamientos a través del cristal. Luego supe que era otra cosa; alguien había activado el aire acondicionado. Aunque el sonido era muy tenue, noté cómo te extasiabas con un suave recogimiento. Entonces envidié la paz con la que navegabas, como si la máquina de aire, compasiva y cómplice, te hubiese dado la clave para desactivarte y volver por fin a casa.

Ignacio Padilla (CDMX, 1968-Querétaro, 2016).

Narrador. Realizó estudios de comunicación y literatura en México y Sudáfrica. Maestro en Literatura Inglesa por la Universidad de Edimburgo y doctor en Literatura Española por la Universidad de Salamanca.  

Fue editor, periodista y agregado cultural de la Embajada de México ante el Reino Unido. Director de la biblioteca José Vasconcelos en 2007. Investigador del Centro de Estudios Cervantinos, profesor de tiempo completo en la Universidad Iberoamericana y titular de la cátedra Rosario Castellanos en la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Miembro del SNCA y becario de la John Simon Guggenheim Foundation. Colaborador de Biblioteca Mexicana, Casa del Tiempo, Ciencia y Desarrollo, El Ángel, Excélsior, Punto, Revista de la Universidad de México, Sábado y Siglo 21 (Jalisco).

Becario del INBA en novela, 1989, y del FONCA, 1991. En 2011 fue elegido como académico de la Lengua correspondiente en Querétaro y el 14 de abril de 2016 ingresó como miembro de número. Premio Nacional de las Juventudes Alfonso Reyes 1989 por Subterráneos. Premio Kalpa de Ciencia Ficción 1994 por El año de los gatos amurallados. Premio Juan de la Cabada 1994 por Las tormentas del mar embotellado. Premio Nacional Juan Rulfo para Primera Novela 1994 por La catedral de los ahogados. Premio Nacional de Ensayo Literario Malcolm Lowry 1994 por El dorado esquivo: espejismo mexicano de Paul Bowles. Premio Gilberto Owen 1999 por Las antípodas. Premio Nacional de Ensayo José Revueltas 1999 por Los funerales del alcaraván: historia apócrifa del realismo mágico. Premio Primavera de Novela 2000 por Amphitryon, otorgado por la editorial Espasa-Calpe. Premio Mazatlán de Literatura 2007 por La gruta del toscano. Premio Nacional de Dramaturgia 2008 por La teología de los fractales. Premio Nacional Luis Cardoza y Aragón para Crítica de Artes Plásticas 2008 por Estigmas de la amnesia. Premio Nacional de Obra de Teatro para Niños 2008 por La maquinota. Premio Juan Rulfo de Cuento de Radio Francia Internacional 2008 (junto con Jorge Dávila Miguel por La mensajera), por Los anacrónicos. Premio Málaga de Ensayo 2008 por La vida íntima de los encendedores: animismo en la sociedad moderna. Premio Nacional de Ensayo Estación Palabra Gabriel García Márquez 2009 por Darío en Tiberíades.

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