Materia oscura: El Zapallo que se hizo Cosmos

Macedonio Fernández

Érase un zapallo creciendo solitario en ricas tierras del Chaco. Favorecido por una zona excepcional que le daba de todo, criado con libertad y sin remedios fue desarrollándose con el agua natural y la luz solar en condiciones óptimas, como una verdadera esperanza de la Vida. Su historia íntima nos cuenta que iba alimentándose a expensas de las plantas más débiles de su contorno, darwinianamente; siento tener que decirlo, haciéndolo antipático. Pero la historia externa es la que nos interesa, esa que sólo podrían relatar los azorados habitantes del Chaco que iban a verse envueltos en la pulpa zapallar, absorbidos por sus poderosas raíces.

La primera noticia que se tuvo de su existencia fue la de los sonoros crujidos del simple natural crecimiento. Los primeros colonos que lo vieron habrían de espantarse, pues ya entonces pesaría varias toneladas y aumentaba de volumen instante a instante. Ya medía una legua de diámetro cuando llegaron los primeros hacheros mandados por las autoridades para seccionarle el tronco, ya de doscientos metros de circunferencia; los obreros desistían más que por la fatiga de la labor por los ruidos espeluznantes de ciertos movimientos de equilibración, impuestos por la inestabilidad de su volumen que crecía por saltos.

Cundía el pavor. Es imposible ahora aproximársele porque se hace el vacío en su entorno, mientras las raíces imposibles de cortar siguen creciendo. En la desesperación de vérselo venir encima, se piensa en sujetarlo con cables. En vano. Comienza a divisarse desde Montevideo, desde donde se divisa pronto lo irregular nuestro, como nosotros desde aquí observamos lo inestable de Europa. Ya se apresta a sorberse el Río de la Plata.

Como no hay tiempo de reunir una conferencia panamericana —Ginebra y las cancillerías europeas están advertidas— cada uno discurre y propone lo eficaz. ¿Lucha, conciliación, suscitación de un sentimiento piadoso en el Zapallo, súplica, armisticio? Se piensa en hacer crecer otro Zapallo en el Japón, mimándolo para apresurar al máximo su prosperación, hasta que se encuentren y se entredestruyan, sin que, empero, ninguno sobrezapalle al otro. ¿Y el ejército?

Opiniones de los científicos; qué pensaron los niños, encantados seguramente; emociones de las señoras; indignación de un procurador; entusiasmo de un agrimensor y de un toma-medidas de sastrería; indumentaria para el Zapallo; una cocinera que se le planta delante y lo examina, retirándose una legua por día; un serrucho que siente su nada; ¿y Einstein?; frente a la facultad de medicina alguien que insinúa: ¿purgarlo? Todas estas primeras chancas habían cesado. Llegaba demasiado urgente el momento en que lo que más convenía era mudarse adentro. Bastante ridículo y humillante es el meterse en él con precipitación, aunque se olvide el reloj o el sombrero en alguna parte y apagando previamente el cigarrillo, porque ya no va quedando mundo fuera del Zapallo.

A medida que crece es más rápido su ritmo de dilatación; no bien es una cosa ya es otra: no ha alcanzado la figura de un buque que ya parece una isla. Sus poros ya tienen cinco metros de diámetro, ya veinte, ya cincuenta. Parece presentir que todavía el Cosmos podría producir un cataclismo para perderlo, un maremoto o una hendidura de América. ¿No preferirá, por amor propio, estallar, astillarse, antes de ser metido dentro de un Zapallo? Para verlo crecer volamos en avión; es una cordillera flotando sobre el mar. Los hombres son absorbidos como moscas; los coreanos, en la antípoda, se santiguan y saben que su suerte es cuestión de horas.

El Cosmos desata, en el paroxismo, el combate final. Despeña formidables tempestades, radiaciones insospechadas, temblores de tierra, quizá reservados desde su origen por si tuviera que luchar con otro mundo.

«¡Cuidaos de toda célula que ande cerca de vosotros! ¡Basta que una de ellas encuentre su todocomodidad de vivir!». ¿Por qué no se nos advirtió? El alma de cada célula dice despacito: «yo quiero apoderarme de todo el “stock”, de toda la “existencia en plaza” de Materia, llenar el espacio y, tal vez, los espacios siderales; yo puedo ser el Individuo-Universo, la Persona Inmortal del Mundo, el latido único». Nosotros no la escuchamos ¡y nos hallamos en la inminencia de un Mundo de Zapallo, con los hombres, las ciudades y las almas dentro!

¿Qué puede herirlo ya? Es cuestión de que el Zapallo se sirva sus últimos apetitos, para su sosiego final. Apenas le falta Australia y Polinesia.

Perros que no vivían más de quince años, zapallos que apenas resistían uno y hombres que rara vez llegaban a los cien… ¡Así es la sorpresa! Decíamos: es un monstruo que no puede durar. Y aquí nos tenéis adentro. ¿Nacer y morir para nacer y morir…? se habrá dicho el Zapallo: ¡oh, ya no! El escorpión, que cuando se siente inhábil o en inferioridad se pica a sí mismo y se aniquila, parte al instante al depósito de la vida escorpiónica para su nueva esperanza de perduración; se envenena sólo para que le den vida nueva. ¿Por qué no configurar el Escorpión, el Pino, la Lombriz, el Hombre, la Cigüeña, el Ruiseñor, la Hiedra, inmortales? Y por sobre todos el Zapallo, Personación del Cosmos; con los jugadores de póker viendo tranquilamente y alternando los enamorados, todo en el espacio diáfano y unitario del Zapallo.

Practicamos sinceramente la Metafísica Cucurbitácea. Nos convencimos de que, dada la relatividad de las magnitudes todas, nadie de nosotros sabrá nunca si vive o no dentro de un zapallo y hasta dentro de un ataúd y si no seremos células del Plasma Inmortal. Tenía que suceder: Totalidad todo Interna. Limitada, Inmóvil (sin Traslación), sin Relación, por ello Sin Muerte.

Parece que, en estos últimos momentos, según coincidencia de signos, el Zapallo se alista para conquistar no ya la pobre Tierra, sino la Creación. Al parecer, prepara su desafío contra la Vía Láctea. Días más, y el Zapallo será el Ser, la Realidad y su Cáscara.

(Vivimos en ese mundo que todos sabíamos, pero todo en cárcara ahora, con relaciones sólo internas y, así, sin muerte. Esto es mejor que antes).

Imagen de portada: Escultura de Yayoi Kusama.

Macedonio Fernández Nació el 1 de junio de 1874 en Buenos Aires.

Cursó estudios de leyes en la Facultad de Derecho y en 1897 tomó parte en un proyecto de intelectuales argentinos para la fundación de una sociedad utópica anarquista en Paraguay.

Su interés por la literatura, la psicología, y la filosofía contribuyó a una formación ecléctica y erudita.

En 1904 publicó sus primeros poemas en la revista de vanguardia «Martín Fierro».

En 1929 aparece publicado «Papeles de recienvenido» y es desde ese momento, a pesar de algunas publicaciones esporádicas de artículos y ensayos, cuando su escritura se constituyó en objeto de culto para ciertos escritores.

En 1901 contrajo matrimonio con Elena de Obieta, que murió en 1920.

Macedonio Fernández falleció el 10 de febrero de 1952.

Gracias a su hijo Adolfo de Obieta, fueron publicados entre otros póstumamente «Poemas«, 1953; «Museo de la Novela de la Eterna«, 1967; «Cuadernos de todo y nada«, 1972 y Adriana Buenos Aires, 1974.


Obras

No toda es vigilia la de los ojos abiertos
Papeles de Recienvenido
Una novela que comienza
Poemas
Museo de la Novela de la Eterna
Cuadernos de todo y nada
Teorías
Adriana Buenos Aires; última novela mala
Epistolario

Macedonio Fernández. Argentina, 1874-1952.

Escritor argentino, autor de narraciones fantásticas que muestran su escepticismo ante la aplicación práctica de las teorías filosóficas. Su obra fue revalorizada después de que Jorge Luis Borges reconociera en él los orígenes de su narrativa. Formó parte del grupo «martinfierrista» e influyó en la obra narrativa de Leopoldo Marechal y en la poética de González Lanuza, sobre todo a través de la estrecha relación amistosa que mantuvo con ellos. En 1922 dirigió junto a Borges la segunda época de la revista Proa, que se prolongó hasta 1925. De todas sus obras, tan sólo llegó a publicar una, No toda es vigilia la de los ojos abiertos (1928). El resto de su producción literaria se editó posteriormente gracias al interés de sus amigos. Algunas de sus obras más destacadas son Papeles de recienvenido (1930), Una novela que comienza (1941), Continuación de la nada (1945), Poemas (1953) y Museo de la novela de la eterna (1967).

De los llamados escritores martinfierristas, agrupados en torno a la revista Martín Fierro, Macedonio Fernández destaca sobre el panorama general de los años veinte. Autor de una obra de gran singularidad, es un caso claro de «escritor para escritores», pero justamente ese público de literatos lo convirtió en un clásico de las letras rioplatenses a fuerza de comentar, imitar, analizar y, en fin, considerar sus obras, verdaderos hitos de la literatura de vanguardia, como un eslabón imprescindible en la literatura argentina del siglo.

Su escritura define, como la de ningún otro escritor de su tiempo, un verdadero cuestionamiento de la figura tradicional del lector. Macedonio Fernández obliga insistentemente a sus lectores a interrogarse acerca de hasta qué punto sigue siendo sostenible la división nítida entre lo real y lo aparente, o entre realidad y ficción. La propia existencia del lector y la idea de obra literaria son puestas en cuestión. Sus escritos atacan las dicotomías tradicionales de la filosofía y la vigencia de la división entre los diversos géneros literarios. En consonancia con el espíritu vanguardista que reinaba en los años veinte en casi todo el mundo occidental, puede definirse la obra de Macedonio Fernández como una experimentación constante de las posibilidades de la prosa y el verso, que dejó marcas perdurables en la posterior narrativa argentina del siglo XX.

Macedonio Fernández ejerció desganadamente su profesión de abogado hasta que se alejó definitivamente de ella motivado por sus intereses literarios y filosóficos. En 1901 se casó con Elena de Obieta, con quien tuvo cuatro hijos; en esos años mantuvo correspondencia con el filósofo estadounidense William James, que admiró su inédita manera de plantear la especulación filosófica en un lenguaje coloquial, abundante en detalles irónicos e incluso humorísticos.

Su primera obra poética, Suave encantamiento (1904), es un antecedente fundamental, aunque secreto, de la poesía argentina del siglo XX. En 1920 murió su esposa, hecho que marcó un hito en su vida personal y en su trayectoria literaria; fue entonces cuando escribió la famosa elegía Elena Bellamuerte, que se creyó perdida durante veinte años, hasta que fue recuperada por su hijo del interior de una lata de galletas y se publicó en la revista Sur, en 1941. Su producción lírica apareció dispersa en publicaciones periódicas y luego se reunió en volumen, en una primera edición póstuma publicada en México en 1953.

Sin embargo, por lo general, Macedonio Fernández no se ajustó a ningún género; escribía, con exigencia, a partir de un humorismo que lo impulsaba a la fantasía, a la paradoja y a la especulación metafísica. Concebía obras de extraños títulos, de las que apenas si llegaba a escribir algunas, sin publicar casi ninguna. De su producción narrativa cabe destacar dos extrañas novelas, Ariana Buenos Aires (de 1922, revisada en 1938) y Museo de la novela de la eterna, libro vertiginoso y paródico, con múltiples prólogos, acaso emparentable con Tristram Shandy de Laurence Sterne y que lo proyecta como maestro y precursor de la narrativa experimental.

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