Materia oscura: Otro cuento ruso

 Roberto Bolaño

                                                                    Para Anselmo Sanjuán

En  cierta ocasión,  después  de  discutir  con  un  amigo  acerca  de  la  identidad peregrina del arte,  Amalfitano  le  refirió  una  historia  que  a  él  le  contaron  en Barcelona. La historia versaba sobre un sorche de la División Azul española que combatió en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso, más concretamente en el Grupo de Ejércitos Norte, en una zona cercana a Novgorod.

El sorche era un sevillano bajito, delgado como un palillo y de ojos azules que por esas cosas de la vida (no era un Dionisio Ridruejo ni siquiera un Tomás Salvador, y cuando había que saludar a la romana saludaba, pero tampoco era propiamente un fascista o un falangista) fue a parar a Rusia. Allí, sin que sepa quién empezó, alguien le dijo sorche, ven para acá o sorche, haz esto o lo otro y al sevillano se le quedó en la cabeza la palabra sorche, pero en la parte oscura de la cabeza, y en ese lugar tan grande y desolador con el paso del tiempo y los sustos diarios se transformó en la palabra  chantre. 

No sé  cómo  ocurrió,  supongamos  que  se  activó  un  mecanismo infantil, un recuerdo feliz que esperaba su oportunidad para volver. De modo que el andaluz pensaba sobre sí mismo en los términos y obligaciones de un chantre aunque conscientemente no tenía idea del significado de esta palabra que designa al encargado del coro en algunas catedrales. Pero de alguna manera, y esto es lo notable, a fuerza de pensarse chantre se convirtió en chantre. Durante la terrible navidad del 41 se hizo cargo del coro que cantaba villancicos mientras los rusos machacaban a los del Regimiento 250. En su memoria estos días están llenos de ruido (ruidos secos, constantes) y de una alegría subterránea y un poco fuera de foco.

Cantaban, pero era como si las voces llegaran después o incluso antes, y los labios, las gargantas, los ojos de los cantores muchas veces se deslizaban por una suerte de fisura de silencio, en un viaje brevísimo pero igualmente extraño. Por lo demás, el sevillano se comportó como un valiente, con resignación, aunque el humor se le fue agriando con el paso del tiempo.

No tardó en probar su cuota de sangre. Una tarde, como al descuido, lo hirieron y durante dos semanas permaneció internado en el Hospital Militar de Riga al cuidado de robustas y sonrientes enfermeras del Reich incrédulas ante el color de sus ojos y de  algunas  feísimas  enfermeras  españolas  voluntarias,  probablemente  hermanas, cuñadas o primas lejanas de José Antonio.

Cuando  lo  dieron  de  alta  sucedió  algo  que  para  el  sevillano  tendría  graves consecuencias: en vez de recibir un billete con el destino correcto le dieron uno que lo  llevó  a  los  cuarteles  de  un  batallón  de  las  SS  destacado  a  unos  trescientos kilómetros de su regimiento. Allí, rodeado de alemanes, austríacos, letones, lituanos, daneses, noruegos y suecos, todos mucho más altos y fuertes que él, intentó deshacer el  equívoco  utilizando  un  alemán  rudimentario,  pero  los  SS  le  dieron  largas  y mientras se aclaraba el asunto lo pusieron con una escoba a barrer el cuartel y con un cubo de agua y un estropajo a fregar la oblonga y enorme instalación de madera en donde retenían, interrogaban y torturaban a toda clase de prisioneros.

Sin resignarse del todo, pero cumpliendo con su nueva tarea a conciencia, el sevillano vio pasar el tiempo desde su nuevo cuartel, comiendo mucho mejor que antes y sin exponerse a nuevos peligros ya que el batallón de las SS estaba destinado en la retaguardia, en lucha contra aquellos a quienes llamaban bandidos. Entonces, en el lado oscuro de su cabeza volvió a hacerse legible la palabra sorche. Soy un sorche, se dijo, un recluta bisoño y debo aceptar mi destino. La palabra chantre, poco a poco, desapareció,  aunque  algunas  tardes,  bajo  un  cielo  sin  límites  que  lo  llenaba  de nostalgias  sevillanas,  resonaba  aún  por  allí,  perdida  quién  sabe  dónde.  Una  vez escuchó cantar a unos soldados alemanes y la recordó, otra vez escuchó cantar a un niño detrás de unas matas y la volvió a recordar, esta vez de forma más precisa, pero cuando dio la vuelta a los arbustos el niño ya no estaba.

Un buen día ocurrió lo que tenía que ocurrir. El cuartel del batallón de las SS fue asaltado y tomado por un regimiento de caballería ruso, según unos, por un grupo de partisanos, según otros. El combate fue corto y se decantó enseguida en contra de los alemanes. Al cabo de una hora los rusos encontraron al sevillano escondido en el edificio oblongo, vestido con el uniforme de auxiliar de las SS y rodeado de las no tan pretéritas infamias allí cometidas. Como quien dice, con las manos en la masa. No tardó en ser atado a una de las sillas que los SS usaban en los interrogatorios, una de esas  sillas  con  correas  en  las  patas  y  en  los  reposos  y  a  todo  lo  que  los  rusos preguntaban él respondía en español que no entendía y que allí sólo era un mandado.

También  intentó  decirlo  en  alemán,  pero  en  este  idioma  apenas  conocía  cuatro palabras y los rusos ninguna. Éstos, tras una rápida sesión de bofetadas y patadas, fueron a buscar a uno que sabía alemán y que se dedicaba a interrogar prisioneros en otra de las celdas del edificio oblongo. Antes de que regresaran el sevillano escuchó disparos, supo que estaban matando a algunos de los SS y perdió las esperanzas de salir bien librado que aún tenía; no obstante, cuando los disparos cesaron volvió a aferrarse a la vida con todo su ser. El que sabía alemán le preguntó qué hacía allí, cuál era su función y su grado. El sevillano, en alemán, intentó explicarlo, pero en vano.

Los  rusos  entonces  le  abrieron  la  boca  y  con  unas  tenazas  que  los  alemanes destinaban para otras partes de la anatomía empezaron a tirar y a apretar su lengua. El dolor que sintió lo hizo lagrimear y dijo, o más bien gritó, la palabra coño. Con las tenazas  dentro  de  la  boca  el  exabrupto  español  se  transformó  y  salió  al  espacio convertido en la ululante palabra kunst.

El ruso que sabía alemán lo miró extrañado. El sevillano gritaba kunst, kunst, y lloraba de dolor. La palabra kunst, en alemán, quiere decir arte y el soldado bilingüe así lo entendió y dijo que aquel hijo de puta era un artista o algo parecido. Los que torturaban  al  sevillano  retiraron  la  tenaza  con  un  trocito  de  lengua  y  esperaron, momentáneamente  hipnotizados  por  el  descubrimiento.  La  palabra  arte.  Lo  que amansa a las fieras. Y así, como fieras amansadas, los rusos se dieron un respiro y esperaron alguna señal mientras el sorche sangraba por la boca y tragaba su sangre mezclada con grandes dosis de saliva y se ahogaba. La palabra coño, metamorfoseada en la palabra arte, le había salvado la vida. Cuando salió del edificio oblongo el sol estaba ocultándose pero le hirió los ojos como si hubiera sido mediodía.

Se lo llevaron con el resto escaso de prisioneros y poco después otro ruso que sabía español pudo escuchar su historia y el sevillano fue a parar a un campo de prisioneros  en  Siberia  mientras  sus  accidentales  compañeros  de  iniquidades  eran pasados por las armas. En Siberia estuvo hasta bien entrada la década del cincuenta.

En 1957 se instaló en Barcelona. A veces abría la boca y contaba sus batallitas con muy buen humor. Otras abría la boca y mostraba a quien quisiera verlo el trozo de lengua que le faltaba. Apenas era perceptible. El sevillano, cuando se lo decían, explicaba que la lengua con los años le había crecido. Amalfitano no lo conoció personalmente, pero cuando le contaron la historia el sevillano todavía vivía en una portería de Barcelona.


Roberto Bolaño (Chile, 1953-España, 2003).

A los quince años decidió que «quería ser escritor» y se fue de Chile con su familia rumbo a México y allí descubrió que su vocación era la literatura. Tras cinco años de residencia en el Distrito Federal, volvió a Chile en los meses previos al golpe de Estado. Realizó un viaje por tierra cruzando toda Latinoamérica, experimentando el retorno desde el territorio de un aventurero. Tras ser apresado por ocho días, no permaneció por mucho más tiempo en Chile. Regresó a México donde publicó sus primeras obras poéticas y participó activamente de un movimiento de vanguardia, el Infrarrealismo.

En 1977, dejó México y partió a Europa, además de viajar por África y países europeos en los que trabajó en múltiples oficios. Estas experiencias las convertiría más adelante en materia de su ficción. Así, cada uno de sus libros recogería algún momento vivido, desde su primer viaje a México en adelante. La escritura de Bolaño pronto se convirtió en el reflejo de su autobiografía y como él mismo declaró: «En gran parte la vida ha nutrido mi literatura».

En 1978 se estableció en España. Esta etapa de Bolaño, aún desconocido, fue de mucho esfuerzo y dificultades económicas. Finalmente, en 1984 salió del anonimato, al publicar su primera novela: Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, escrita en colaboración con el catalán Antoni García Porta. A comienzos de la década de los ochenta, escribió La senda de los elefantes, novela que fue galardonada con el Premio Félix Urabayen en 1993, publicada en 1994 y, posteriormente, reeditada con el título de Monsieur Pain en el año 1999.

En el verano de 1985 se estableció en Blanes, un pueblo costero cercano a Barcelona. Desde aquí escribió sus obras más importantes, las que le abrieron una puerta en el mercado editorial español. Desde 1993 no cesó de trabajar y su interés por la poesía se mezcló con su incursión en la narrativa. Ese mismo año publicó la novela titulada La pista de hielo, al año siguiente, en 1994, recibió el Premio literario de la Ciudad de Irún, tras el que publicó Los perros románticos, un libro recopilatorio de su poesía creada entre 1977 y 1990. Unos años después, en 1996, presentó sus obras La literatura nazi en América y Estrella distante, y en 1997 publicó su primera compilación de cuentos, titulada Llamadas telefónicas.

Tras publicar en 1998 una voluminosa novela titulada Los detectives salvajes, recibió dos importantes distinciones: el XVI Premio Herralde de Novela en 1998 y el XI Premio Rómulo Gallegos en 1999, mismo año en el que, además, publicó Amuleto. Ese año visitó Chile luego de veinticinco años de ausencia. A su regreso a España, se dedicó a escribir una novela sobre el ambiente cultural chileno, la que publicó con el nombre de Nocturno de Chile (2000) y, en 2001, el libro de cuentos Putas Asesinas.

Escribió hasta sus últimos días. Falleció el 15 de julio del 2003, dejando dos proyectos de obra inconclusos: una voluminosa novela, publicada en 2004 con el título de 2666 y una compilación de cuentos, editada por Anagrama en septiembre del 2003 con el nombre de El gaucho insufrible.

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