Thomas N. Scortia
Trató de convencerse de que el tiempo no existía, pero el desierto de Arizona generaba tiempo exclusivamente para él: rápidas estaciones encendidas por una brusca inundación, anchas cataratas de flores que en un día se marchitan y derraman sus semillas sobre las pálidas arenas, truenos distantes, el frenético rumor de los escorpiones que se acoplan, el perezoso arrastre de una serpiente de cascabel. Cada una de estas cosas le recordaba el tiempo a pesar de sus protestas; sin embargo, los ignoraba, existía como en una suspensión intemporal de la vida, buscando… cultivando… la futilidad.
Hasta que a las ocho de la noche, cuando la noche desértica trazaba glaciales planes a sus espaldas, miró por la ventana de la cabaña y vio una fulgurante llamarada que dejaba una herida azul, ionizada, sobre el cielo lleno de luna. La cosa cayó a menos de un kilómetro de distancia. Solo las ondulaciones del desierto protegieron sus ojos del súbito estallido de luz y radiación que convirtió el universo en una blancura informe. La onda de choque golpeó contra su cuerpo y durante unos segundos le dolieron los oídos. Después, silencio. La noche del desierto regresó, y él volvió a estar solo.
No. No estaba solo.
Un grito de angustia, interno, sin voz. Una llamada de ayuda. No había lenguaje. No podía haber palabras, porque se trataba de una llamada remota y extraña, pero llena de emoción y de necesidad.
Apartó de su cuerpo desnudo el ligero cobertor y se levantó, ignorando las feas cicatrices que puntuaban su cuerpo. Se puso sus Levis (sus extremidades inferiores
debían estar siempre cubiertas), una camisa de denim, sandalias, y salió. El aire frío le chupó el calor del cuerpo. Avanzó por la leve ondulación, hacia arriba, hacia el lugar del impacto, sintiendo en su mente la llamada sin voz. En la parte más alta, se detuvo asombrado.
Abajo, la luz de la luna llena iluminaba un vasto círculo de desierto quemado y fundido. Fuera lo que fuera lo que había caído, se había evaporado en la increíble ola de calor que había azotado el desierto.
Y nuevamente el ruego.
¿Dónde? ¡Allí…! ¡Aquí!
Corrió, trastabillando, pisando escombros, con los pies ardiendo. Al principio sólo era una masa negra esparcida sobre la arena. Luego una forma… humanoide. Luego.
Increíble, pero era una chica desnuda, con los delgados brazos tendidos. Una pierna recogida, evidentemente por el dolor. Levantaba la cabeza. Tenía ojos muy grandes y pupilas hendidas que le miraban desde una cara pálida y extraña, con orejas enroscadas, en medio de la brisa del desierto. La boca, humana, se abría en silencio, respirando el aire… Estuvo junto a ella en segundos. La ayudó a incorporarse pasándole el brazo por los hombros, la puso de pie. El cuerpo parecía curiosamente articulado, pero su olor era indudablemente de hembra, una clara fragancia femenina totalmente exenta de los polvos y perfumes que siempre había despreciado en las mujeres que había conocido. Reparó en la parte inferior de su cuerpo: carecía de rasgos, la región genital era absolutamente lisa, asexual.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ella abrió la boca. Sus dientes eran raros y afilados. Su lengua rosada tembló, y por fin suspiró:
—¿Estás bien?
El sonido carecía de acento, ella no hablaba esa lengua, era evidente que le imitaba, que no comprendía lo que él había dicho. Ella suspiró de nuevo, él la sostuvo, y de pronto la muchacha se derrumbó inerte, inconsciente.
La alzó, maravillado de su ligereza. No podía pesar más de cuarenta kilos. Empezó a subir, sosteniéndola estrechamente. La cabeza de ella, y su denso pelo negro azulado intrincadamente ondulado colgaba, inerte, sobre su brazo.
Abrió con el pie la puerta de la cabaña y la llevó hasta la cama, en el lado opuesto de la única habitación. La depositó cuidadosamente y alisó las sábanas para que descansara con comodidad. Nuevamente miró sus suaves caderas; se tocó su propio cuerpo y sintió un escalofrío al recordar.
Por fin ajustó la lámpara de querosene y se sentó en el borde de la cama. Ella se movió suavemente, como si algo turbara su sueño y alzó un brazo por encima de su cabeza. La extraña musculatura del brazo acentuaba de algún modo la femineidad de su cuerpo; la posición destacaba el delicado relieve de sus pechos. Se inclinó sobre ella para mirar mejor su cara, cuando abrió los ojos.
Tenían tal profundidad que involuntariamente aspiró aire con avidez. Sintió que era atraído hacia ellos, que esos ojos de pupilas verticales miraban el interior de su mente, examinaban todo lo que allí había y tocaban con delicadeza cada pensamiento, cada deseo, cada dolor.
—¿Estás bien? —repitió ella suavemente.
—¿De dónde vienes? —preguntó él—. ¿Qué ocurrió? ¿Una nave?
—¿Una nave? —dijo la chica, sin sentido.
Pero no, pensó él. No era sin sentido. Era a la manera de un niño que aprende un lenguaje por medio de la mímica. Pero los ojos eran casi hipnóticos, seguían explorando, buscando, encontrando.
Lleno de furia se puso en pie de un salto. Esa cosa que tocaba su mente se había tornado embarazosamente íntima. Peor. Erótica. Erótica de una forma que jamás había conocido. Se sintió arder de ira. ¿Qué derecho tenía, viniera de donde viniera? Eso no era para él. Él estaba definitivamente alejado del amor y el deseo.
Ella advirtió su reacción y se puso una mano en la boca. Sus ojos parecían atemorizados. Abrió la boca, y su larga lengua vaciló, buscando una palabra.
—¿Mal…? —preguntó.
Él no había usado la palabra. Le estaba leyendo la mente, había encontrado la palabra en su mente. Sintió frío ante la sola idea. Podía ver en su interior, sentir sus emociones, percibir la profunda y terrible angustia que le afligía.
—¿Duele? —dijo muy despacio—. ¿Te duele?
—Sí que duele —respondió con violencia, mientras se alejaba un paso.
Claro que dolía. Le había dolido cada noche durante los últimos dos años. No sólo era el dolor de las terminaciones nerviosas destruidas y remendadas. La herida se había cerrado limpiamente, a pesar de la agonía y el horror; pero había quedado una herida más profunda, y tan aviesa que pocos hombres habrían podido sobrevivirle.
—¿Qué es la guerra…? —preguntó ella.
—No importa —dijo él—. Tienes que descansar.
—Descansar —dijo ella, y cerró los ojos.
Instantáneamente se durmió. Él la abrigó con el cobertor y bajó la mecha de la lámpara antes de retirarse al viejo sillón en el otro extremo de la habitación. Se sentó en silencio, mirando cómo el pecho de la muchacha subía y bajaba, hermoso y excitante a pesar de todo.
Debió dormirse en algún momento. Al principio sus sueños eran informes. Tenía conciencia de su propio cuerpo, algo que flotaba en medio de la niebla. Y sentía agudamente un extraño masaje profundo de su cuerpo dañado, y que estaban ocurriendo cambios en él, y el vigoroso latido de la sangre en sus muslos y en su…
Eso era imposible. Sabía fría y desapasionadamente que era imposible, sin pánico, ni angustia, ni deseos de suicidio, pero ahora sentía emociones que crecían hasta producir en su mente un enceguecedor espasmo de alivio.
Se despertó de su sueño, nuevamente furioso. Ella estaba sentada, con las piernas recogidas bajo el mentón y el cobertor sobre al regazo. Se puso en pie de un salto y fue hasta la cama.
—¿Qué derecho tienes? —preguntó.
Y notó algo extraño. Al principio creyó que era efecto de la luz. Subió la llama de la lámpara y la miró atentamente. No había ninguna duda. Su piel, que tenía una textura muy suave y sedosa, era ahora más áspera; había sombras debajo de los grandes ojos y se veían indicios de finas arrugas. ¿Cómo era posible?, se preguntó, ¿cómo podía haber envejecido en una hora?
Se inclinó y le tocó la mejilla; ella se apartó, con un poco de miedo. Él la tomó del mentón y con una mezcla de brutalidad y ternura le volvió la cara hacia la luz.
Una lágrima grande y dorada brilló en el ángulo de uno de sus ojos. Él, sin saber por qué, la besó, asombrado de su propia dulzura. Hacía dos años que no conocía
Una emoción semejante: la ternura había sido reemplazada por la amargura y la furia dirigida contra él.
—¿Sabes cómo es —dijo en voz alta— darle la espalda para siempre a toda forma de amor normal?
—¿Amor? —dijo ella.
Amor normal, pensó él. ¿Normal? Había que ampliar la definición. Amor a una criatura absolutamente extraña que parecía envejecer con la pasión que volcaba sobre él. Y, sin embargo, amor con todas las implicaciones físicas del término.
Le asombró el pensamiento. No esperaba volver a sentir eso. No porque no lo deseara. Eso era lo irónico. Había sido reparado cosméticamente, y bastaba una inyección mensual para compensar las pérdidas químicas; pero no podía participar en la más básica de las funciones humanas.
Hasta ahora.
La pura alegría animal del recuerdo se apoderó de él. Sin saber bien qué ocurría, la besó y la rodeó con sus brazos, y sintió que ella respondía a su brusca pasión, y que en él crecía la intensidad.
Se apartó saciado y la miró. Ella tenía los ojos cerrados y una expresión como de un suave dolor. Y la cara discerniblemente más vieja. Ahora eran visibles las arrugas alrededor de los ojos, y la tez sin brillo.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué eres?
Ella sonrió con una sonrisa de muchacha (fuera de lugar en ese rostro que envejecía) y dijo:
—Soy… ¿placer?
Volvió a estirarse en la cama. Él la miraba con una mezcla de miedo y maravilla. Por supuesto, pensó. ¿Qué sentido podía tener la presencia de un ser tan inerme y dependiente a bordo de una nave estelar? Bastantes precedentes había en su propia historia. Debían ser una extraña raza, los seres que habían construido la nave vaporizada. Para ellos el sexo no era un hecho físico, sino una especie de empatía explosiva que contenía la misma liberación física que proporciona un contacto físico más inmediato en nuestra propia especie.
Placer, había dicho. Sonrió irónicamente. Tal vez concebida para ese fin. Sólo que la descarga psíquica que para él era la salud y la vida, para ella era terrible. La envejecía y quizá terminara con su vida. Se preguntó si eso sería normal en ella, O una consecuencia de la situación en que se encontraba.
La muchacha volvió a dormir. Él retornó hasta el sillón y un rato después dormitaba. Se encontraba en medio de la jungla, a medio mundo de distancia. Tenía los pies hundidos en un suelo tan lodoso que temía que pudiera literalmente tragarlo.
Silencio.
Ni cantos de pájaros ni voces de animales. Sólo un silencio mortal y poco amistoso: había en la jungla seres escondidos que le acechaban. Sentía el peso opresivo del casco y la humedad de su ropa. Avanzaba cautelosamente, pensando de dónde podía venir la amenaza. No vio hasta último momento el fino alambre cruzado a la altura de sus pies. Espantado, trató de retroceder, pero había perdido el equilibrio. El alambre se tensó, cedió un segundo, y luego se volvió a tensar antes de romperse. En el mismo momento oyó un «pop» delante de sí. No tanto una explosión como una nubecita de humo. Sus ojos frenéticos alcanzaron a percibir la granada que se alzaba entre las plantas hasta un metro de altura, era retenida y detonada por un delgado cable. Un vicioso cono metálico saltó hacia él, desplegando una sombrilla de fragmentos que se clavaron en su cuerpo.
Gritó en sueños, y quizás en voz alta. No estaba seguro. Sus oídos volvieron a ensordecerse al sonido imaginario; nuevamente sentía en el cuerpo esa sensación recordada de algo que calmaba su angustia, se elevaba hasta concluir en una especie de explosión nerviosa que lo dejaba temblando, físicamente exhausto, satisfecho, contento y…
Terminó de despertarse y la vio fuera de la cama, con la cara contraída de dolor.
Sólo que ahora era como una vieja temblorosa víctima de un ataque de reumatismo.
Dios mío, se dijo, yo le he hecho esto…
Y después no habrá otra.
¿O habría? ¿Cómo se reproducían? ¿Era parte de la raza constructora de la nave, o un objeto, un extraño juguete? Sin órganos sexuales visibles, parecía biológicamente inválida.
Se indignó contra su propio egoísmo. Era obvio que se estaba muriendo y sólo podía pensar en sus propios deseos personales, que ahora había encontrado un medio de satisfacer.
Saltó del sillón y corrió a su lado. Ella le miró con sus ojos de anciana, con el rostro fatigado. Respiraba agitadamente.
—¿Qué puedo hacer? —dijo él.
—¿Hacer? —dijo ella, moviendo la cabeza.
Él corrió a buscar un vaso de agua. Se volvió y la vio ponerse en marcha.
—¡Espera! —gritó, pero ella había ido hasta la puerta, apartado la cortina y salido antes que él pudiera moverse.
Corrió en su busca. Salió al frío aire de la mañana: en el Este se veía la brillante promesa de un sol despiadado. No estaba a la vista. Pero sí las huellas de sus pies descalzos, y las siguió: volvían hacia el lugar donde la nave había estallado.
Se detuvo en la parte superior de la elevación. Debajo yacía la forma de ella: cuando estuvo a su lado se detuvo lleno de horror. Estaba muerta, nadie podía vivir con semejantes señales de corrupción. Parecía marchitarse bajo el sol de la mañana; la cara era una masa informe y su abdomen se hinchaba como por la formación de gases internos.
—¡Dios mío! —gritó, dejándose caer a su lado.
No había ningún olor, sólo la corrupción que avanzaba. De pronto su vientre se abrió, muy limpiamente, como por la acción de un bisturí. Dentro había oscuridad y luego…
Algo que se movía.
Se puso de pie, con náuseas. Mientras miraba, la cosa de adentro se erguía; su forma cambiaba, empezaba a brotar una cara en la parte superior. Horrorizado echó a correr. La cosa cambiante se quejaba.
—Espérame —pedía—. Será como era antes.
Corrió por el desierto, sollozando, mientras la cosa, el gusano, cambiaba de forma y crecía y abría ojos todavía ciegos.
—Espérame —pedía—. Espérame…
Thomas Nicholas Scortia (EUA, 1926-1986).
Fue un autor de ciencia ficción. Trabajó en la industria aeroespacial estadounidense hasta finales de la década de 1960 y principios de la de 1970. Colaboró en varios trabajos con el autor Frank M. Robinson . A veces usaba los seudónimos «Scott Nichols», «Gerald MacDow» y «Arthur R. Kurtz».
Scortia nació en Alton, Illinois. Asistió a la Universidad de Washington en St. Louis, donde se licenció en química en 1949. Trabajó para varias empresas aeroespaciales durante las décadas de 1950 y 1960, y tenía una patente para el combustible utilizado por una de las misiones de vuelo de Júpiter.
Scortia había estado escribiendo en su tiempo libre mientras aún trabajaba en el campo aeroespacial. Cuando la industria comenzó a ver un aumento del desempleo a principios de la década de 1970, decidió probar suerte escribiendo a tiempo completo. Su primera novela, The Glass Inferno (en colaboración con Frank M. Robinson) fue, en combinación con la novela The Tower, de Richard Martin Stern, la base de la película de 1974 The Towering Inferno.
Scortia también colaboró con Dalton Trumbo en la novela The Endangered Species. Scortia murió en La Verne, California el 29 de abril de 1986 mientras recibía tratamiento por leucemia.