Materia oscura: Todo es cuestión de costumbre

Nancy Murillo

Lupina siempre procura que en sus pláticas se cuelen algunos párrafos del último libro que esté leyendo.  La incomodidad de sus amigas llega al límite cuando con aire de suficiencia les endilga como al descuido: «El ser y el conocimiento debe desarrollarse al mismo tiempo, ¿eres consciente?». Y aunque ellas en vez de apantallarse tuercen la boca, se burlan y hacen muecas a sus espaldas, muy a menudo la invitan a que dé conferencias en las juntas de aniversario de sus clubes. No cobra.

En estos eventos se presenta con un atuendo de falda y saco gris oscuro, blusa que combine y zapatos negros cerrados de tacón bajo. Entra al salón con pasos calculados, despacio, muy seria. Se para frente a los oyentes, con ademán teatral acomoda sobre sus ojos los lentes toscos de aro negro (sin aumento) sintiéndose intelectual y muy importante.

A su lado colocan una pequeña mesa en la cual ella dispone dos o tres libros bien gordos de autores extranjeros, escritos en diferentes idiomas, con títulos difíciles de pronunciar, además de sus apuntes que tanto odia porque le restan imagen.

Se consideraría una mujer realizada si no la obsesionara  la evocación de una frase leída algunos meses atrás: «Los momentos más elevados de consciencia crean la memoria».

(Yo no he tenido ningún momento elevado —se repite afligida—, todo se me olvida. La última vez que fui al mol, tuve que regresarme en Uber, nunca recordé donde estacioné mi camioneta.  Claro que la recuperé en la noche cuando ya estaba el lugar vacío, pero… ¿Y la pérdida de tiempo? Maldice su mala memoria. Se prepara un café. Como cuando se me hizo tarde para la reunión de «traje» de la generación; entré acelerada a la tienda Don Colchón pidiendo un pastel de manzana. Pendeja, hubiera jurado que ahí era una panadería).

Decide poner remedio a esa situación. Termina su café y recorta un anuncio del periódico que está leyendo. El olor que emana de la cafetera la hace titubear. Se le hace agua la boca y se dirige a rellenar su taza.  Un impulso repentino la obliga a desconectar el aparato y pone la taza vacía en el fregadero.

(Mejor desconectada que apagada, capaz que dejo el mugrero encendido y encuentro todo achicharrado a mi regreso).

Pinta sus labios, toma el bolso y se da un último vistazo en el espejo antes de salir. Al abrir la puerta un ligero viento tibio la reconforta. Los dos naranjos que tiene sembrados en la banqueta están repletos de azahares, los contempla y aspira el aroma que la abraza. Sonríe feliz y esperanzada.

—¿Es aquí donde se imparten clases para mejorar la memoria? —pregunta cohibida a la recepcionista.

—¿Quien la recomendó?

—Vi su anuncio en el periódico. Es que yo…

—Son ochocientos pesos mensuales, más dos mil  de inscripción, el curso dura tres meses, las clases son de cuatro a ocho de la tarde cada tercer día, y la primera empieza en diez minutos —la interrumpe la mujer con brusquedad.

Lupina traga saliva.

(Es demasiado caro para mí —piensa—, pero con tal de mejorar… Abre la bolsa y saca todas sus reservas del mes.

Ya en el salón observa que la mayor parte de las butacas están vacías. Al frente se alza un podio con micrófono sobre el escenario de duela maltratada al que se llega por dos escalones. Elige un asiento al centro de la primera fila. En ese momento aparece el maestro que al subir muestra los cordones de sus zapatos desabrochados y un calcetín de color diferente en cada pie.

(El licenciado Cavazos es extraordinario —recuerda que le dijeron cuando habló por teléfono para pedir información— tiene un total control de sí mismo y una memoria fotográfica increíble).

Una voz fuerte y clara interrumpe su inquietud.

—Queridos amigos, les doy la bienvenida, han entrado al templo de la lucidez, del conocimiento, del aquí y ahora, el único lugar donde aprenderán a tomar conciencia de sí mismos, un espacio que…

(¿Por qué no se subió el zíper de la bragueta? —se pregunta Lupina incómoda, al no poder concentrarse en la explicación del titular. A cada movimiento del maestro, la bragueta, que a sus ojos se ha convertido en una descarada ventana, le permite apreciar una pequeña masa oscura y temblorosa en su interior.

“…en este caso, la evolución del hombre significará el desarrollo…”

(Al menos se hubiera puesto calzoncillos —piensa ella).

“…de ciertas capacidades interiores que habitualmente permanecen embrionarias”.

El maestro se detiene de pronto para enfatizar su exposición. La ventana del pantalón, amplia y desfachatada, queda exactamente a la altura de los ojos de Lupina. Intenta mirar hacia otro lado. Como hipnotizada, no puede apartar la vista de aquel bizarro pingajo que orondo temblotea frente a ella.

(Con desesperación quiere advertir al hombre lo que sucede. No se le ocurre cómo hacerlo de manera sutil. Su inquietud va aumentando mientras la mente busca con frenesí alguna correcta manera de avisarle: —Perdón, maestro, maestro, hay algo extraño en su bragueta… No, está muy obvio. —Maestro ¿podría revisarse abajo de su plexo solar? Aaay, se oye muy raro. Oiga, se le está viendo la pinga… No, no, suena demasiado íntimo).

“… a partir del momento en que nos damos cuenta de que estamos dormidos, es cuando podemos decir que iniciamos el camino del despertar…”

(Si este idiota fuera consciente, lo primero que haría, es taparse eso que se le está viendo —se dijo Lupina inclinando la cabeza y apretando con fuerza las manos sobre los ojos).

“…pero para lograrlo se necesita concentración y voluntad… Señorita, ¿qué le sucede? Por favor, ¿se siente mal? —insiste él acercándose mucho, casi rozándola con su ventana, para tocarle el hombro.

(Lupina se repliega en su asiento, pegándose al respaldo lo más que puede.  Sin descubrirse el rostro, con un hilo de voz que le escurre entre los dedos, logra contestarle:)

—Sí, ¿me permite retirarme?

Sin esperar respuesta se levanta de un salto y con el rostro siempre de perfil, sale apresurada. Ya afuera toma aire, siente la boca seca, la brisa del anochecer la calma. Los árboles de la calzada están llenos de brotes nuevos. Se mecen los follajes como si bailaran al ritmo de una melodía. Busca sus llaves. No están en el bolso. Camina varias cuadras preguntándose que hizo con ellas, hasta que por fin encuentra su vehículo. Ya no siente molestia alguna.

(Le hablaré a un cerrajero —murmura).

Se asoma por la ventanilla de su camioneta y ve las llaves pegadas al tablero, sólo que, gracias a su mala memoria, las puertas habían quedado sin el seguro. Suspira aliviada mientras se acomoda en el asiento. Aún resuenan en sus oídos las últimas palabras que alcanzó a escuchar mientras huía…

» falsas teorías, falsas deducciones, falsas observaciones».

(¡Ni madre! —se dice—, después de todo, no es tan terrible llevar mis apuntes a las pláticas que doy).

Dio la vuelta para evitar un semáforo pero se metió en contra. Ante los estridentes bocinazos y mentadas de madre, no tuvo otra opción que regresarse en reversa una cuadra.

(No pienso perder mi dinero —decidió mientras los calcetines dispares, la ventana del pantalón y el titilante pingajo bailaban en su memoria—: así que regreso la próxima clase. No habrá pinga que me frene).


Foto: pexels-cottonbro

Nancy Murillo

Bruja blanca siempre rodeada de espíritus, Nancy Murillo nació para ser escritora aunque no publica con regularidad (hasta ahora).

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