Materia oscura: Otra vez será

Roberto Maldonado Espejo

Salió de La Mar temblorosa con las manos juntas en el pecho y por un momento el vaivén sonoro de las olas respetó el silencio que impuso la silueta dibujada en el resplandor.

Si no fuera por las huellas en la arena se diría que aquella mujer había flotado hasta la orilla. Como si me viera sin verme, pasó al lado de mi silla y me dirigió algo que puede intuirse como una sonrisa leve; otra vez será, dijo a medias para sí y siguió alejándose hacia la calle deteniendo la madrugada.

Algunas veces coincidió esta visión luego de apagar las luces de Café du Calcetín y sentarme frente a La Mar intentando el difícil ejercicio de no pensar. Sin rutina, llegué a comprender que no había día preciso ni hora alguna, pero que eso podía pasar cualquier momento de cualquier madrugada en que la playa es una estampa de la soledad que habita al mundo y lo que podría ser si no existiéramos. Varias veces la vi por las calles o en la plaza y nadie me supo decir su nombre ni procedencia. Se tornó, de pronto, en una esperanza que anidó a cal y canto más allá de mi viejo cerebro; le dio un toque al día que se convirtió en espera de todas las madrugadas del mundo.

Me dijeron que había arrendado una casa muy pequeña en El Cerro de La Tortuga a través de una oficina y Chepina, la administradora, no me supo decir el nombre; el contrato era indefinido, se había pagado un año completo por adelantado y lo firmaba un tal Moasabí Al Suren.

No es raro que a La Manzanilla del Mar acudan más personajes que personas, como si fuera uno de esos circos antiguos; por ahí debe andar el ex marine pacifista, el pintor más buscado por curadores y nunca encontrado, la escritora negra de los finales felices, el empresario retirado que siempre anda descalzo y sin camisa, la mujer fatal cuyo mejor pasado fue acostarse con los playboys más conocidos del jet set, el abstemio exfutbolista que no habla más que de sus pasadas borracheras, el explorador ártico retirado que vino a curarse los sabañones y, en fin, una fauna de monstruos que dicen haber encontrado un lugar en la tierra. Pero a ella le respeté el desconocimiento.

Acaso para ella también fue, si no costumbre, al menos natural encontrarme sentado esperando el “otra vez será” que mi deseo, ese dorado pez de imposibles anzuelos, transformó en promesa y me hizo soñar toda esa juventud desnuda tragándose mi corazón. No sé si es una habilidad o un talento lo que le emanaba, pero la mirada se me había vuelto codiciosa, inconformada, queriendo ver lo que ella, saliendo de la oscuridad de La Mar, hacía visible.

Varias veces tuve la ocurrencia de hacerle un retrato. Hay retratos que sostienen esa magnitud acaso con más fuerza que la persona misma. El sentimiento de ese click oportunísimo en que, en medio de una instantaneidad, brota del retratado lo que no sabe de sí mismo, lo que no quiere saber; la imagen de ese desencuentro no es consciente para el fotógrafo sino después del disparo –valga la metáfora– que al mismo tiempo que mata hace perenne el gesto mínimo; dos inconscientes que comulgan en la casualidad aunque se haya dicho en un diván que ahí, en el inconsciente, no hay azar.

Pero no lo hice, ya no empuño cámara alguna. Nunca vino a Café du Calcetín. A través de Chepina le envié un presente: una onza de Kopi Luwak, un café obtenido de granos que tras ser ingeridos por civetas son expulsados en sus heces. No hubo varianza en algunas madrugadas venideras. Nunca dijo nada. Hace dos meses vino a tomar café Chepina. Me preguntó por la que nombró como vagabunda; me dijo que la casa estaba abandonada y no tenía con quien comunicarse. Que el contrato estaba por finiquitar y había algunas cosas, libros, una moka y un retrato, me preguntó si las quería. Las madrugadas se habían vuelto una pura espera y me fui conformando con el recuerdo.

En los amaneceres que abría Café du Calcetín oteaba la playa, buscaba algún indicio, un cuerpo, una piltrafa siquiera. Dicen que La Mar devuelve lo que no es de ella y la realidad, como siempre, había resquebrajado mi deseo y la frase “otra vez será” estaba herida de muerte. Me convencí de que cada baño marino era el ensayo de un suicidio.

Me siento ridículamente cursi; sólo en la vejez se pueden estar diciendo estas cosas de esta manera tan demodé, pero me resigno, viajo en otra dirección, por así decirlo, aunque no sea preciso: dirección es una palabra que responde al espacio; hemos pisado la luna, tenemos fotos del cosmos, sabemos la posición y desplazamiento de las galaxias, pero desconocemos el fondo de La Mar. Así que no tengo una palabra más cercana que dirección; medimos el tiempo, vivimos en él y no tenemos palabras que lo rodeen, que lo circunden. Acaso pertenezco a esa estirpe dinosáurica que va a ningún lado.

Chepina me hizo llegar algunos enseres, hice un espresso en la moka de la desaparecida sirena. Recibí una edición de La Mil y Una Noches en árabe y un retrato.

A pesar de que nunca firmo mis fotos y, más aún, de que yo no tomé esa foto, el retrato estaba firmado por mí sobre su rostro. La madrugada que siguió a eso, se encontró en mis ojos, acaso más asombrada que yo, no atinó más que a cerrar los labios con fuerza y no supe explicarme más nada aparte de una empatía que me desconocía, no me importó que me hiciera sentir intruso curioseando lo que no debo ver y no pude evitar la sal que se me juntó en los párpados. Absorto en el retrato, ella me veía a mí y eran otros ojos el blanco de mi mirada; o mejor aún, la mirada era una flecha dulce, acaso envenenada, que tenía por blanco mis ojos y me inoculó con el miedo de no volver a ser visto por ese rostro aunque fuera sólo un trozo de la noche y quedara en crisálida la posible mariposa de esa sensación que, meciéndose, se introducía en todo mi cuerpo haciéndome otro.

Me desnudé y entre a La Mar con los pedacitos del retrato que fueron cayendo desde la arena hasta que, los últimos, flotaron en la espuma de las olas. Salí tembloroso con las manos unidas al pecho y las ganas de que la madrugada fuera eterna.

Foto: Andrea González

Roberto Maldonado Espejo (Santa Bárbara, Chihuahua, 1952).

Vive, al fin, al filo del agua: en La Manzanilla del Mar. Sólo Dios sabe cómo pasó por algunas universidades. Para no convertirse en fósil y para matar el aburrimiento acude a cursos de fotografía quién sabe dónde y se vuelve fotógrafo de AP y FP. Ha estado en múltiples conflictos que no ha retratado y ha fotografiado más guerras domésticas y de cama que de balazos. En sus ratos de ocio -casi toda su vida- escribe y hasta se atrevió a tener una beca del Centro de Escritores de Nuevo León, y diez años después publicó un texto (Martes de carne) digno de cualquier psicoanalista principiante o de alguna mente morbosa que quisiera ratificar las peores groserías. Es posible que ande por ahí un viejo librito con versos de juventud y pecados de escritura…

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