Materia oscura: Perros Paraíso

Víctor Solorio Reyes

La conexión micro magnética neural entra en un feedback con los cerebros de perro. Si fuese un micrófono amplificando sonido, las bocinas escupirían un chirrido infernal. Pero no hay bocinas ni sonido, sólo está mi sistema nervioso y los córtex caninos. La interferencia se siente como una aguja en mis ojos. Hay olor a gasolina dentro de mi frente. Me muerdo la lengua para no vomitar. En medio de una arcada, la habitación vuelve a ser material. Adriana sigue sentada frente al panel de control.

—¿Estás bien? —

—Creo que sí— le digo tratando de mantener la voz en un tono aceptable, aún con el vientre temblando.

—La grabación entró en un error lógico.

—¿Cuál fue?

—Ren.

Ren ha estado intolerable desde hace dos días. Si no logra seguir el paso hasta la próxima semana, tendremos que sacrificarlo. No sé qué sea peor: matar a Ren o enfrentarse a la ira de Lula. Pienso en Lula, el cuchillo que siempre carga fajado a la cintura; la cicatriz que tiene en vez de ojo y lo que dicen que le hizo al Maco. Entonces palmeo la lata de Ren y le digo:

—Ándale. Agarra la onda.

—Ya está compilada la simulación otra vez —dice Adriana detrás del monitor.

—Cárgala.

Ella oprime el interruptor. La habitación se escurre por las comisuras de mis párpados. Estoy corriendo en una llanura inmensa. Huele a hierba fresca, a noche de otoño y a hembra lejana. Puedo paladear el olor en el cielo de mi boca, como si fuera un fango pegajoso. Reconozco la urgencia arcaica que impulsa mis carreras. Ren siempre ha sido un perro temperamental y sus pocas experiencias antes de ser una computadora biológica, lo demuestran. La emoción se me desborda por la nariz. Encuentro el punto exacto en el que la simulación se fue al traste en el loop cognitivo anterior. La excitación de Ren se vio reforzada por la mía propia. Hay que intentarlo de nuevo con cautela, ser menos específico, sensaciones sin imágenes, voluptuosidad sin volumen. Encuentro a la hembra en la llanura. Me esfuerzo en recordar a Adriana y la manera en la que mueve las caderas contra mí, su aliento tibio y su olor. No hay feedback, la simulación es auto sustentable. Entro al paraíso.

—Ya está — dice Adriana fuera de la simulación. Apenas la puedo escuchar a lo lejos, inmerso en esta neblina de placer de bordes afelpados. Asiento con la cabeza.

Este es el circo de pulgas más grande de todos los que hemos hecho, cinco perros: Rex, Rómulo, Remo, Ren y Ramona. Es muy difícil mantener tantos cerebros en red, pero son necesarios todos para mantener una simulación de este tamaño y profundidad. Adriana pasó dos meses armando los enlaces y los candados para cada circuito. Maco ayudó con los vínculos raquídeos y las inyecciones de antibióticos. Cada nuevo eslabón que interconectaban, requería de una ilusión puente. Y ahí entraba yo. Siempre fui bueno con los animales y en realidad no hay mucha diferencia en amaestrar perros enteros, de carne y hueso, que solo sus cerebros virtuales. Cada uno de sus córtex trae algo a la construcción que diseñé. Rex es el líder de la manada, hosco y duro, por eso lo usamos como módulo de control. Rómulo y Remo son nuestros procesadores cognitivos, sabuesos inquietos y curiosos. Ren es el motor de sensaciones que los empuja a todos. Ramona es la carnada para los machos. Y yo estoy ahí para silbarles y mostrarles el camino. Un perro, animal sencillo, nunca podría distinguir esta simulación de la realidad.

—Tampoco un ser humano —dijo Maco cuando terminamos el andamiaje virtual—. He sabido de personas que se quedan atoradas en el loop, incluso de algunas que deciden no salir.

—Esos son mitos —respondí.

—Con la suficiente resolución y si la conexión está libre de ruido, pudiera ser… —dijo Adriana contemplando la posibilidad dentro del tarro de cerveza.

—No creo —dije en aquel entonces. Luego todos brindamos por el logro técnico. Faltaba lo más complicado, amaestrar a los perros.

Una empresa de este tamaño merecía lo mejor. Por eso usamos una conexión micro magnética que salió más cara que la operación para instalármela. La clínica a la que Lula nos mandó estaba cerca de un basurero en Ciudad Cuatro. Me recordó a mi casa materna. Yonkis, pepenadores y buitres pululando las calles. Mientras esperábamos a que la anestesia me hiciera efecto, la enfermera habló de Carl Ji y la Guerra Norcoreana. Soñé con hongos atómicos y pop asiático. Al despertar, el botón metálico en la base del cuello, me ardía con un calor constante.

—Es normal, sólo hay que cuidar que no se infecte —había dicho la enfermera antes de dejarnos salir.

Adriana intentó curar mi mal humor platicando trivialidades. Me contó que la enfermera tenía 62 años, en realidad no parecía de más de dieciséis. Incluso se comportaba como adolescente y eso me molestó más que el dolor físico. Nos detuvimos en un puesto de bóls, ella pidió un plato que aseguraba tener algas biológicas. La mentira empeoró mi mal humor.

—Bueno ¿qué quieres, chingado? —preguntó indispuesta, con el enojo a punto de estallarle por la boca. En realidad ni yo sabía qué quería. Y entonces lo vi. El cachorro estaba metiendo el hocico en un montículo de basura. Indefenso y malnutrido: “ese”, dije aniñado por la cirugía. Adriana corrió tras de él y me lo entregó, entre fascinada, apenada y tierna. En medio del zumbido de la electricidad estática —aún no podía controlar la conexión a voluntad—, lo abracé y sonreí. Le puse Ren por una caricatura vieja que veía mi abuelo en el último monitor viejo que hubo en casa de mamá. La vista embotada de Alzheimer nunca se despegaba de los colores y a veces sonreía.

Desde el primer momento Ren nos ganó. Tras un par de meses nos dimos cuenta de que serviría como motor de sensaciones. Era listo, juguetón y aprendía rápido a pesar del hambre.  No tuve estómago para ver la mutilación a la que tenía que ser sometido. Maco se burló de mí por salirme del cuarto antes de que el bisturí tocara la piel del perro. Aún ahora, no me lo puedo imaginar como un pedazo de sesos dentro de la lata de metal que es nuestra red. Todavía lo veo como un costillar de ojos tristes.

Ahora el circo está completo. Todos los perros aprendieron sus trucos bien. Todos precargados con las rutinas que dificultosamente les enseñé. Por eso usamos perros, porque aprenden más rápido que los puercos y son más empáticos que los gatos. Cuando empezamos con las funciones virtuales, siempre creí que Adriana armaba las mejores simulaciones; más intensas. Pero los clientes —incluso las mujeres— preferían las mías. Adriana dice que es por la vida de artista que llevé. “Artista callejero” le acoto; “pero al fin artista” dice ella.

Ahora hay que esperar que las pulgas vengan al circo, a brincar gustosas en los perros. Nos toca un porcentaje de las ganancias. Lula dice que lo veamos como un servicio a la comunidad. Yo asiento con la cabeza y oculto mi disgusto por él. La cicatriz en su ojo derecho me intimida, pero sonrío: sin su dinero no podríamos armar el circo. Trato de no pensar en Maco y me convenzo a mí mismo. A pesar de todo, sigo siendo un artista callejero.  

Los clientes llegan en leves oleadas a la casa que nos sirve de local. Adolescentes descarriados que pagan con la tarjeta de papá; sexoservidoras en busca de olvido; lavacoches apesadumbrados por el sol y el metal; incluso oficinistas en traje, tratando de diluir en sueños ajenos las pesadillas propias.

Con los clientes tumbados en el suelo, sus conexiones micro magnéticas encendidas, me siento tentado a participar de los frutos que ofrece el jardín neurálgico que armamos.

—Voy a entrar —le digo a Adriana—, a checar que todo esté bien—. En realidad quiero sentir la cálida geometría de la simulación. La boca se me hace agua.

—No tardes —me dice al tiempo que me besa la mejilla.

Me deslizo en el abrazo tibio de la mente canina colectiva. En la estepa, la inmediatez de los instintos perrunos me hacen hervir la sangre. Los demás participantes han moldeado mi cajita de juegos a un escenario de caza y persecución, no tienen los detalles muy claros pero definitivamente han sabido aprovechar la intensidad emocional de Rómulo. Me dejo llevar por la simulación, algo gruñe adentro. Es esto lo que nuestros clientes buscan, es esto lo que los hará regresar una y otra vez.

Después de un rato, algo se revuelve en los límites de ese universo de ladridos que habitamos. De nuevo un feedback que me saca de la simulación con las quijadas ardiendo, de tan apretadas. Algo se queda atrapado en mis oídos. Sin darme cuenta me quedé sólo en Ren. La habitación vuelve con toda la violencia de la realidad. Aquí también estoy sólo. Todos los clientes se han ido, excepto dos que, tumbados en el suelo, parecen un bulto de carne. Me acerco aún temblando por la resaca de habitar mi propia cabeza. Y los veo. Lula está sobre Adriana. Ambos, bañados en sangre. No atino a entender nada y paso un buen rato balbuceando palabras que no alcanzan a decir algo. Ella ha muerto, las mordidas de una navaja le abren el vientre; él resopla con los estertores de la muerte próxima por una cabeza abierta. La sostengo a ella, Adriana pálida entre mis manos, y entiendo qué ocurrió.

Él intentó violarla. Seguro venía por el pago. Ella había prometido que nunca más lo iba a permitir, “primero muerta que dejar que ocurriera de nuevo”. Lo cumplió.

Me enjugo las lágrimas con las manos y me lleno la cara de sangre. El calor de la caza aún está presente en la parte de atrás de mi cabeza. Me conecto de nuevo a Ren, pero esta vez me cercioro de permitir una inmersión total. Botar el seguro no es difícil con esta conexión, la resolución es estable y profunda.

Aúllo a la luna y encuentro el rastro de olor fangoso que termina en una hembra. Voy a recorrer esta estepa desolada por eones, hasta que la policía me desconecte o el hambre real me mate. Voy a correr hasta cazar y devorar todos los recuerdos que tengo de Adriana.

Foto: Andrea González

Víctor Solorio (Morelia, Michoacán, 1982)

Diseñador gráfico y escritor. Sus cuentos se han incluido en varias antologías de terror, ciencia ficción y fantasía. El libro de cuentos Lex Arcana le mereció en 2014 el premio Xavier Vargas Pardo en el marco de los Premios Michoacán de Literatura. En el 2014, su novela Artillería nocaut fue ganadora del VIII Premio de Novela Negra “Una Vuelta de Tuerca”, convocado por Conaculta, el Instituto Queretano de la Cultura y las Artes y el sello editorial Joaquín Mortiz.

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Un comentario sobre «Materia oscura: Perros Paraíso»

  1. Roberto Maldonado Espejo

    Es un excelente cuento. Me hubiera gustado un poco más de contención y un pocoi más de conciencia de lenguaje…Aún estoy fascinado….

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