¿Sueñan los civilizados con salvajes revoluciones?: conversando con Carlos Granés

David Ramos Castro

Descubrí el libro del ensayista colombiano Carlos Granés, Salvajes de una nueva época (Editorial Taurus), en la estantería de una librería madrileña, mientras vagabundeaba por las secciones de Antropología y Artes. Inmediatamente me atrajo su subtítulo: cultura, capitalismo y política, pues me sugirió afinidades con el tema de mi tesis doctoral en antropología social, que había acabado de redactar por aquellos días y que abordaba la relación de la fama con el capitalismo a través de la producción de un nuevo régimen de visibilidad mediática. Poco después de leer el libro, supe que el autor también se había doctorado como antropólogo social en la Universidad Complutense de Madrid. ¿Designio o casualidad? Mi carácter poético prefería, sin duda, creer en la primera posibilidad.

Carlos Granés y yo conversamos en una madrugadora cafetería madrileña con aroma a café y tostadas de pan vespertino. Hablamos durante algo más de dos horas, aguzando, eso sí, el oído para escucharnos entre el ruido que producían los platos al entrechocar con las tazas, las tazas al percutir sus cucharitas, y los españoles al hablar con su estruendosa voz de casi siempre. La prosa rauda y atractiva del autor, que ya había mostrado en su voluminoso libro de 2011, El puño invisible (Editorial Taurus), hacía en principio de Salvajes de una nueva época, texto de menos de 200 páginas, una obra de rápida lectura. Pero sólo era una apariencia, pues pronto me sorprendí convirtiendo sus páginas en un abigarrado palimpsesto, en donde el texto del escritor bogotano se completaba con mi subrayado de los datos ignorados que quería recordar y con la redacción de mis impresiones, matices o desacuerdos con algunas de sus tesis, en los márgenes de la hoja.  

Carlos Granés

El interés de Carlos Granés por el arte ya había quedado patente en su tesis doctoral, en donde exploró los procesos creativos de una nutrida muestra de artistas, cediendo a “un intento un tanto utópico” por “encontrar algún patrón común a los procesos de la creación”. Al cabo,  tal unidad nunca apareció, aunque sí lo hicieron algunas “modas y corrientes filosóficas a las que todo el mundo se adhería en un determinado momento”; pero, “a la larga, cada cual enfocaba su proceso de creación como podía, como sabía y como quería”. Aunque algunos de aquellos artistas ya no se dedicaban hoy al arte, a otros les había ido muy bien. Pero ¿qué significaba que a un artista le hubiese ido bien: acaso que había logrado expresar algo esencial con su obra o simplemente que ésta se vendía y formaba parte de los circuitos de producción y reproducción cultural? Era un dilema que no distaba mucho de lo que ocurría en el presente con la política, en donde la incómoda rebeldía del antiguo revolucionario se había convertido en el privilegio de un nuevo tipo de acomodado. El autor ilustraba esta situación en el libro con diversos ejemplos; uno de ellos, protagonizado por el antiguo agitador del mayo francés de 1968, Daniel Cohn-Bendit, le permitió a Granés aclarar lo siguiente en nuestra plática: “Me interesaba mostrar cuál es el dilema en el que se meten los revolucionarios culturales cuando triunfan. Cohn-Bendit es uno de los símbolos claros del triunfo, pero ya transformado en una forma de establishment. ¿Qué hace ahora? ¿Asume que es establishment o sigue siendo rebelde? ¿Contra qué se rebela? Ése es el drama de todos los que triunfan culturalmente en la revolución: que terminan convirtiendo la revolución en un producto de consumo apetecible”.

En todo caso, para el autor, el caso de Cohn-Bendit representaba “el último eslabón de una revolución cultural que empezó mucho antes que él: desde finales del XIX y, de forma más clara, desde 1909, con las vanguardias artísticas y su deseo de transformar la sociedad modificando la vida y la escala de valores”. Pese a que el mayo francés, a juicio del ensayista, fue políticamente un fracaso, culturalmente había sido un éxito, pues significó “un cambio brutal en los estilos de vida, en las expectativas, en los hábitos de consumo, en el uso del tiempo de ocio, en la manera de enfocar la vida, etc.”. Pero aquella conquista acentuó todavía más las contradicciones internas de los que aún se querían presentar ante los demás como revolucionarios: “Ahora tienen que asumir su rol como símbolo de los nuevos valores –advierte el escritor- y eso es algo que finalmente para muchos revolucionarios es terrible, porque no soportan la idea de no seguir siendo revolucionarios”. Granés lo afirma con respecto de Cuba, en donde considera que esos viejos revolucionarios “hace cincuenta años que son establishment, poder y sistema, y es contra ellos que hay que rebelarse”; pero también lo sostiene en relación a México: “En México fue lo mismo. Después de la revolución mexicana, los caudillos entran al poder, forman el PRI y ahí se establecen, siempre con la retórica revolucionaria, que es hueca”.

Ahora bien, ante esta generalizada decadencia de la credibilidad revolucionaria, ¿qué sentido tendría para este autor, quien se define como un liberal en lo político y un socialdemócrata en lo económico,  seguir oponiendo la izquierda y la derecha? En su opinión, la respuesta reside en el “choque de valores”, puesto que el debate fundamental se da en el conflicto entre “la igualdad y la justicia, o la libertad.  Quienes defienden más la justicia, yo los situaría a la izquierda. Quienes defienden la libertad, estarían más a la derecha”. Para el escritor colombiano, se trata de calibrar en todo caso qué debería priorizarse en cada coyuntura específica, sin asumir un dogmático punto de partida. Con todo, sostiene que “la izquierda ahora está pasando por un momento extrañísimo, que es el momento identitario”, en el cual esa pugna por la igualdad se ha visto contrarrestada por la “reivindicación de particularismos que a lo que aluden es a lo que te diferencia de los demás”. A renglón seguido, añade: Cuando llegó Piketti[1], volvió a poner la igualdad en la agenda política, pero rápidamente regresó el tema identitario y la guerra cultural. Y es que la guerra cultural es muy apetecible para los políticos porque les permite animar cualquier elección y convertirla en un show”. Bajo su punto de vista, esto contrasta con “una izquierda ilustrada decimonónica, marxista hasta cierto punto, muy ligada a la idea de ciencias, cosmopolitismo, igualdad y lucha por derechos universales”.

Los particularismos actuales incluyen para el ensayista ciertas reivindicaciones identitarias que han establecido un pacto exagerado con lo que él mismo llama una “cultura de la queja” y con la figura simbólica de la víctima, algo que se suma a los argumentos de otros autores, como el italiano Giglioli en su reciente Crítica de la víctima, o el francés Pascal Bruckner en su obra La tentación de la inocencia. Argumenta Granés: “A la luz del presente, todo el arte importante pero exitoso que se está haciendo tiene como referente a la víctima. Están Doris Salcedo, las feministas mexicanas, la guatemalteca Regina José Galindo. La víctima está en las discusiones públicas, tiene una visibilidad tremenda y la gente quiere mostrarse sensible, solidaria y empática con ella, pero hay que pensar qué está pasando para que exista esa fascinación, cuando ser víctima es tan horroroso y una víctima lo único que quiere es dejar de serlo. Es un discurso bastante oportunista, en realidad. La víctima es un llamado de conciencia para resarcir los crímenes cometidos, pero eso, que es noble y que habla bien de nuestros tiempos, se ha empezado a instrumentalizar de una forma grotesca. He visto a gente a la que su identidad racial le importaba un pito montarse en el carro del victimismo identitario si veían la oportunidad de exigir visibilidad a partir de una supuesta historia de opresión”. Finalmente, reconoce: “Eso me molesta porque me parece artificial y falso: simplemente una forma de medrar en los campos culturales”.

Ese oportunismo era algo muy distinto a las actitudes lúdicas e irreverentes que proclamaron las vanguardias artísticas de principios del siglo XX, en un período de hostilidad, militarización y guerra. “Entonces, en aquel contexto –matiza Granés- reivindicar la inocencia, la pureza, el infantilismo y la risa, como hizo el dadaísmo, sí exigía coraje. Hoy en día, no. Todos somos payasos, histriones. En aquella época, sí era revolucionario y muy riesgoso burlarse de la patria”. Unas palabras que provocan hoy una extraña sensación de amargura e inquietud mientras la guerra vuelve a llamar a la puerta, reavivando humanos delirios y terrores que creímos enterrados. Por ello, las críticas al victimismo no deberían hacernos olvidar que efectivamente ha habido y sigue habiendo víctimas, como tampoco que existen individuos que aún hoy son ultrajados, incluso por los grupos a los que pertenecen. En este sentido, la víctima, como el héroe, suele tener una dimensión principalmente individual. Lo que es incuestionable es que la nueva visibilidad exigida por un cierto y frívolo victimismo ha afectado también al arte, en el que se ha instalado ese mismo imperativo de visualidad que ha convertido paulatinamente a la obra en un accesorio del artista y a éste en un juguete fugaz del olvido. “Hoy los libros sin el autor no existen”, lamenta Carlos Granés. “Se le da mucha importancia a la fama del personaje en sí, más que a lo que ha hecho. La fama hoy en día es eso: no haber hecho nada, pero ser famoso por algún motivo que nadie se explica. Son famas gratuitas en las que se es famoso por ser famoso”.

Toda esa hipervisibilización del artista ha supuesto un empobrecimiento de la obra, que en muchos casos dice ahora menos que la botana que se va a comer en su inauguración. Sobre ello, el escritor y antropólogo comenta: “Entras en una dinámica de ver lo ya visto, aunque con un falso rubro iconoclasta y revolucionario. Que hoy una obra te diga algo que no sabías es muy complicado. Todo se va hacia el lado reivindicativo, decolonial, identitario, pero también eso se está convirtiendo en una formulita. Es como una nueva moda que está pegando muy fuerte en el mundo del arte, y artistas que no se habían metido para nada en esos temas, están ahora haciendo ese tipo de cosas. Pero la obra de arte, y esto es algo desconcertante de nuestro presente, no te dice nada nuevo. Ves la publicidad y te das cuenta de que no están defendiendo nada distinto a los artistas. Los publicistas y los artistas están apoyando exactamente lo mismo y promoviendo los mismos valores”. Carlos Granés me cita un ejemplo: “La artista peruana, Daniela Ortiz, tiene unas obras en donde busca los planos de las casas de los ricos y mide cuánto tienen las áreas de servicio y las compara con el resto de habitaciones. Es una denuncia al maltrato de los ricos. ¿Y dónde vi yo esas obras? En la colección de un multimillonario peruano. Luego, a los millonarios esas críticas les importan un rábano”.

Pero ¿significa esto que la crítica ya no puede sobrevivir sin pasar por la maquila de la visibilidad mediática y la impostura? Tal derrotismo, ¿no se vuelve cómplice del modelo de explotación cultural imperante? “El discurso crítico no ahuyenta al blanco de la crítica, más bien lo seduce”, responde el escritor. “Creo que el problema es la etiqueta de pensamiento crítico, que se ha convertido en un cliché. El verdadero pensamiento crítico debería ser aquel en el que piensas sin saber a donde vas a llegar”. Al escuchar a mi interlocutor, pienso que acaso sería mejor abandonar el tópico del pensamiento crítico y centrar nuestros esfuerzos en la recuperación de la noción de una teoría crítica que, en el terreno de las artes, defienda que la obra nos perturbe, obligándonos a sufrir también, aunque de otra forma, la injusticia y el esperpento de la realidad social que retrata. “Ese desajuste con la realidad –asegura Granés- hace mucho que no lo percibo en el arte de los museos. La mayoría de las veces mi sensación es de tedio o perplejidad: o bien una sensación de ya visto, o bien de que lo que veo no tiene ni pies ni cabeza. Hoy me resulta mucho más desconcertante la danza contemporánea o el teatro. El otro día, por ejemplo, fui a ver una obra de danza llamada May B, que era una pieza del año 81 realizada por una francesa[2], y me impresionó muchísimo. Es la historia de una comunidad contada sin una sola palabra y con y un sentido estético desafiante. Ese tipo de experiencia hace mucho que en un museo no la tengo. Algo que me haga pensar y me motive a encontrarle sentido a lo que estoy viendo; algo que me intrigue y me seduzca”.

En el curso de nuestra charla, volvemos a hablar varias veces de la relación entre la cultura y la política, un asunto central que aparece en las dos partes que componen el libro. Sobre este aspecto, el autor reitera las contradicciones de un discurso revolucionario devenido farsa, pero que insiste en ofertarse como coartada frente a sus profundas incoherencias. Sobre esto, recuerda por ejemplo cómo sintió lo que él mismo llama “la fascinación venezolana” al llegar a comienzos del 2000 a la Universidad Complutense de Madrid. “En la facultad colgaban cartelones enormes anunciando viajes para ver la revolución en Venezuela y para vivirla”, cuenta. Hace luego una pausa, me mira y añade: “Tú que también has nacido y vivido en América Latina habrás notado la fascinación europea por cualquier estallido revolucionario latinoamericano. Aquí se vive con mucha euforia e ingenuidad, pensando que allí se va a hacer la revolución que en Europa tardará o que ya no se hará”. Y es en esta curiosa proyección europea de su propio imaginario revolucionario que yo, por mi parte, encuentro una interpretación posible para el título del libro de Carlos Granés, en donde sus nuevos salvajes son todavía el resultado de ese viejo fraude ideológico europeo, que continúa siglos después de su nacimiento dando algunos frutos amargos, cuando no envenenados.

Precisamente, una de las cosas que se extraña en el libro es un mínimo análisis del salvaje como símbolo y producto cultural, algo acorde, además, con la formación antropológica de su autor. Y es que, como bien demostró el antropólogo mexicano Roger Bartra, el mito del salvaje fue una elaboración cultural europea que se trasladó al continente americano y borró simultáneamente las huellas de su traslado. En ese sentido, su actual vigencia responde al pertinaz error -¿o mala fe?- de un pensamiento europeo que se mantiene ensimismado y  prefiere disfrazar de alteridad lo que no es sino el resultado de sus propias fantasías, delirios y cobardías, sean éstos los de la civilización o los de la revolución. A fin de cuentas, no existiría el salvaje sin la existencia antagónica y paralela del civilizado, como tampoco podría vivir el revolucionario sin la imagen instrumental de un dizque traidor de la revolución al que combatir.

Asimismo, la crítica a la impostura de ciertos sectores de la izquierda, como la que realiza Granés a lo largo de su obra, resultaría más convincente si se reconociesen a la vez las imposturas culturales de la derecha, observables hoy principalmente en ese rebufo liberal de individualismo antihistórico y desencarnado, en un neoliberalismo adaptativo y despiadado, o bien en un nacionalismo identitario adicto a la violencia de la fuerza y a la fuerza de lo falso. Ésta es, a mi juicio, la mayor ausencia del libro, pues en él falta una interpretación correlativa de esas contradicciones liberales que dan forma al capitalismo de nuestra época, incluidas sus nuevas fabulaciones del otro como salvaje. Pese a ello, el ensayo que ha escrito Carlos Granés resulta una lectura enormemente recomendable y estimulante, que logra exponer de forma pertinente y necesaria una parte importante de las imposturas culturales que definen a un lado del espectro político de hoy -al que sólo faltaría agregar el otro- y provocar los acuerdos y desacuerdos que toda verdadera discusión requiere. Nuestro encuentro finalizó, pues, al menos por mi parte, con una saludable sensación de haber pensado honrada y conjuntamente sobre el mundo y la época que habitamos, como individuos y seres sociales, y no como fantasmas de una psicosis civilizada que sueña sus salvajes revoluciones mientras ve caer apaciblemente la tarde a la izquierda del Sena o defiende ideologías del libre mercado desde algún búnker del Silicon Valley.


[1] Se refiere al reconocido economista francés Thomas Piketti, autor de El capital del siglo XXI  y de Capital e ideología, entre otras obras.

[2] La obra May B, de la francesa Manguy Marin, parte de varios textos del escritor Samuel Beckett para crear un espectáculo que vive entre la danza contemporánea y el teatro.

Loading

También le venimos ofreciendo:

Danos tu opinión: