Tomar té

Livier Fernández Topete

Tomamos té para calmar la sed, para colmar la boca, para acariciar la lengua, para besar la tibieza, para humedecer el alma. Bebemos té porque nos gusta cómo se proyecta la luz en la superficie del licor, para ver brillar el agua; lo hacemos porque nos deleitamos con sus colores pajizos, verdosos, ambarinos, amarronados o terrosos. Escuchamos el crepitar de sus hebras (como nota nueva) junto al oído para identificar su frescura. Sorbemos té para oxigenarnos, que aire renovado entre a nuestros cuerpos. Libamos el néctar del té de sabores infinitos, revolotea nuestra mente alrededor de una taza, sobrevolamos este mundo salvaje; tomamos té para suspender el peso de los días, para aligerar el propio peso. Tragamos té como si probáramos un pedazo de tierra, como si recorriéramos otros países, como si fuéramos emperadores, reyes o geishas, como si viajáramos en el tiempo. Succionamos té de una teta complaciente, de una madre amorosa. Absorbemos té, nos bañamos en sus aguas calientes, nos dejamos devorar por un carrusel de sensaciones, nos entregamos a los tentáculos de un dios que incendia la cabeza a la vez que relaja nuestro soma. Cuando el ritual del té, alzamos nuestro rezo a un dios apolineo-dionisiaco, nos embriagamos con su inquietante sobriedad, atendemos el dictado torrencial de una voz minimalista.  

Imagen de portada: Afloat, de Christian Schloe


Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el-artefacto.

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