David Ramos Castro
La llegada a un lugar desconocido es uno de los momentos emblemáticos de cualquier viaje, también del antropológico. Salir de un lugar que nos resulta más o menos familiar rumbo a otro cuyos secretos ignoramos nos brinda una emocionante mezcla de desconcierto y entusiasmo. Entre las pocas ocasiones en las que el tiempo ofrece un sentimiento de regreso al pasado, se cuenta también la del antropólogo que alcanza la orilla de una tierra ignota, dispuesto a adentrarse en su vasto territorio de humanidad y prodigios. Apenas pertrechado con la amplitud de su mirada y una aún mayor cantidad de interrogantes, que se irán ensanchando a medida que el viaje progrese, el antropólogo degustará en los instantes iniciales de su aventura el sabor único de los primeros aromas, de los sabores recién descubiertos, de una cierta juventud recuperada. Gracias a esa ebriedad sensorial que trae consigo la enorme curiosidad y receptividad de los sentidos, es la vida misma la que cobra un renovado significado.
Mi llegada a México no fue una excepción a este respecto. Así ocurrió desde mis primeras impresiones en el aeropuerto. Allí, un joven policía me interrogó con educada hostilidad y me hizo saber que no estaba conforme con que dejasen entrar en el país a españoles, cuando España negaba la entrada a los mexicanos. Tenía toda la razón. La reciprocidad brillaba por su ausencia. Sin embargo, si una golondrina no hace verano, como se dice en El Quijote, mucho menos un individuo hace a un gobierno. Así pues, asentí y me disculpé en nombre de un país que ha preferido callar para permanecer como un actor secundario de Europa que compartir protagonismo con la gran comunidad hispanoamericana. “De todas formas, como verá -dije- yo nací en Venezuela”. “Sí, ya lo veo”-respondió el agente, justo antes de sellar mi forma migratoria y dejarme entrar, deseándome una buena estancia. Precisamente, en los primeros pasos por “el monstruo” capitalino, la dádiva del tiempo no me devolvía impresiones de mi juventud y madurez europeas, sino de mi infancia con fondo caraqueño. La Caracas multicultural de mis primeros años, los retazos de un sorprendente viaje al Amazonas venezolano, el pueblo de la playa donde mi familia llegó a tener una pequeña casa, todo ello era rememorado, de pronto, por al trajín urbano entre tiendas de abarrotes, anárquicas y aceleradas combis, puestos con olor a frutas y árboles de anchos troncos y raíces que levantaban las aceras. El concreto perforado de algunas calles, cuyo fondo se perdía en la imaginación de los viandantes que sorteaban el agujero negro, y cierta impresión de caótico crecimiento, ahondaban en esa evocación de un paisaje que había quedado confinado en algún lugar de mi memoria, entreverado con estampas muy diferentes, a verdosas humedades gallegas y refugio al calor de las lareiras[1].
Pero en estos días son otros los confinamientos que nos conciernen y en ellos no son los recuerdos los que se acumulan, con todo su misterioso ordenamiento, sino los rasgos de un porvenir de creciente incertidumbre. Tampoco mi llegada a México estuvo exenta de las nuevas características impuestas por la pandemia. Los elementos de una nueva escenografía y sus empobrecidas ritualidades se abrían paso en medio de mi trayecto y lograban emparentar horizontes de vida diversos y latitudes culturales distintas. Una épica narración relatada por catedrales, pirámides, sacrificios y combates ancestrales. Y frente a la sorpresa que lo inundaba todo, en un país desconocido, abigarrado y complejo, aparecía la estética del virus como un producto más de la globalización y sus corrientes subterráneas de contagio y uniformización.
Los aeropuertos, muy parecidos entre sí -como destacó a comienzos de los 90 el antropólogo Marc Augé[2]– se hacen todavía más indistintos cuando los atraviesan un sinnúmero de viajeros enmascarados. Lo mismo sucede con las calles y avenidas, cuyos préstamos culturales e hibridaciones históricas, motivadas por el lejano encuentro entre mundos, quedan repentinamente mitigados ante los espacios uniformados por la amenaza biológica: instituciones cerradas, control de acceso a las tiendas, barbijos o dispensadores de alcohol con glicerina configuran un correlato global de respuesta ante el peligro. Nada nuevo bajo el sol de esta cultura-mundo de la que ya escribieron en su momento Guilles Lipovetsky y Jean Serroy[3]. Al amparo de ese escenario, explotado hasta la saciedad por el capitalismo, no solo ha crecido una industria del deseo cifrada en todos los imaginarios que la alimentan, sino -y ahora además de saberlo, lo sufrimos- un panorama de riesgos y calamidades compartidas, aunque diversamente interpretadas.
Sin embargo, por debajo de ese entramado de interconexiones, productos, consumos y peligros globales no han desaparecido completamente las coordenadas que nos llevan hacia una transformación de las cuestiones más localizadas, las cuales siguen destilando un regusto cultural más restringido, en medio de los dictados de ese capitalismo mundializado y su maquillaje cultural. Tampoco la llegada a México, en tiempos de pandemia, supone un caso aparte. Las medidas sanitarias y sus puestas en escena concretas entrañan matices diferenciadores que hacen que la representación social del virus sea semejante, pero nunca completamente idéntica, entre un sitio y otro. El control de la temperatura en el acceso a muchos establecimientos institucionales o comerciales, así como los tapetes sanitizantes a la entrada de esos mismos lugares brindan un paisaje securitario inusual en Madrid, por ejemplo. Asimismo, la proliferación de mascarillas de tela, confeccionadas localmente y vendidas al por mayor, informa sobre un procedimiento muy diferente al español, donde los controles y homologaciones europeas, así como las tensiones e intereses políticos internos, impusieron una demora en el abastecimiento de barbijos, el cual desaprovechó la iniciativa potencial de ciertos grupos sociales, retrasó la compra de materiales e incentivó toda una competencia publicitaria dedicada al nuevo objeto de consumo.
La llegada a un país tan grande como México, en el ínterim de esta pandemia cuyos límites temporales son moneda de cambio político para la OMS -que una semana afirma lo que a la semana siguiente niega-, deja indudablemente mermadas las posibilidades para el antropólogo curioso de todo. El cierre de museos, universidades o centros de investigación, así como la prevención comunitaria de ciertas localidades cerradas al tránsito de desconocidos, son causas que agudizan esas limitaciones. No obstante, la mirada inevitablemente ingenua y decididamente curiosa, encuentra siempre formas de trazar rumbos alternativos. Así pues, dado que las mascarillas ocultan nuestras sonrisas, pero no anulan nuestras miradas, un océano de visiones se va abriendo lentamente hasta alcanzar al atónito y sorprendido antropólogo, cuyo primer viaje va goteando imágenes fugaces, fotografías intuitivas, palabras ocasionales recogidas al vuelo, hasta rellenar esa inicial aventura a la que, si todo va bien, le seguirán otras estancias futuras, de pesquisas más sistemáticas y reflexivas, pero inevitablemente menos puras y excitantes.
Entre calles y desconocidos, al tiempo que proyectamos de distintas formas nuestras actitudes culturales ante el riesgo, conviven con nosotros un enjambre de significados, de tiempos e historias superpuestas, de misterios que acercan y alejan en un solo movimiento todas nuestras vidas cruzándose en avenidas del milagro. Estar aquí y ahora, recolectando platerías lábiles en el cabrilleo de la existencia, desconociendo casi todo de un país que, empero, nos ha dejado dar hacia él el primer paso, supone un dilema al que habremos de replicar con el azar o el destino como respuesta. Averiguar, por ejemplo, que en la ciudad de Morelia, a la que llegué una tarde, escribió María Zambrano un libro que amo, que en el Colegio de Michoacán investigó el escritor francés, Jean Marie Le Clézio, los textos sobre la conquista mítica del Imperio Purépecha, o recibir noticias y textos del gran antropólogo y arqueólogo mexicano, Manuel Gamio, por las manos generosas de una hermosa mujer de la capital michoacana, suponen una concatenación de contingencias a las que, desde una sensibilidad abierta a lo poético de toda vida en camino, bien podríamos llamar señales.
De esta forma van transcurriendo las horas que el antropólogo procura paladear a conciencia y cuyos frutos, como jeroglíficos desafiantes, van llenando las páginas de un cuaderno azul de hojas blancas, por donde transcurren, con trazo nervioso y descuidada caligrafía, anotaciones sobre palabras en nahuatl, purépecha, referencias incipientes de autores y libros, nombres de lugares, frases sueltas, intuiciones propias, observaciones sobre la pandemia, sensaciones coloristas de la Catrina y la flor de Cempasúchitl o escalofríos ante el sincretismo macabro de la santa Muerte y el violento delirio del narcocapitalismo. Un país abriéndose como un universo de diálogos desordenados, de catedrales y revoluciones incumplidas, de enigmas que nunca llegarán a desvelarse -los enigmas en el fondo nunca lo hacen-, pero que bien podrían dejar al final un cierto número de respuestas, humildes y provisorias, a alguno de sus dramas y, con ella, a algunos de los nuestros.
[1]La lareira es un vocablo gallego que se traduce en castellano como chimenea. Proviene de Galicia, en el noroeste español, donde la palabra se tomó de los dioses lares latinos, que protegían la casa. Así también, en la casa rural gallega, la larerira marca un espacio de intimidad y de cercanía purificadora al fuego.
[2]Augé,M (2000[1992]). Los “no lugares”. Espacios de anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Gedisa. Barcelona.
[3] Lipovetsky, G. y Seroy, J. (2008). La cultura-mundo.Respuesta a una sociedad desorientada. Anagrama. Barcelona.
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