Ya no estoy aquí y Sanctorum: dos películas para repensar al narco

Oscar Eme Mora / @asterioonn

Desde que el ex presidente Felipe Calderón le declaró “la guerra al narcotráfico”, -el narco- (con sus protagonistas vestidos, casi siempre, de sombrero, camisa y botas vaqueras) había sido un tema más bien exótico y fantasioso para las obras de ficción, y entre las que podemos incluir, al llamado séptimo arte. Los narcos, en el cine previo a los sexenios de Vicente Fox y Calderón Hinojosa, aparecían la mayoría de las veces, como sujetos específicos y definidos. Eran villanos planos que se movían en desiertos y ciudades fronterizas, con tramas predecibles de origen, ascenso y caída y se hacían acompañar de policías corruptos que adornaban su cara con lentes de aviador. El final promedio de estas producciones era una balacera donde la justicia (representada por algún policía honesto apadrinado por un político todavía más honesto) terminaba con la vida del capo del momento. Fue así que el cine de narcotraficantes se volvió un subgénero.

En la llamada transición democrática mexicana, el cine que abordó al narco fue más bien, una mezcla de melodramas y westerns americanos que terminó por configurar un cine de serie B mexicano, y que bajo formatos como el videohome y la piratería, explotó (y lo sigue siendo) hasta el cansancio a figuras mediáticas. Así narcos como Amado Carrillo “El Señor de los Cielos”, “El Padrino” Félix Gallardo, Caro Quintero “El Chapo” Guzmán y un largo etcétera, se convirtieron en leyendas dignas de contar con su película.

Sin embargo y con el paso de los años, la ficción sobre la delincuencia organizada (que engloba al narcotráfico, a la corrupción policial y a la complicidad de la política-económica por igual) se ha transformado hasta llegar a dos ejemplos imprescindibles para entender su evolución y posible futuro. Se trata pues, de las cintas “Sanctorum” de Joshua Gil y “Yo no estoy aquí” de Fernando Frías de la Parra. A continuación, algunas ideas para comprender su importancia y relevancia.

 Sanctorum: los pueblos originarios y el despojo

Una de las ideas más propagadas; a través de la propaganda, los medios masivos y la propia ficción (se han escrito cientos de novelas, miles de cuentos y decenas de películas sobre ello) es la narrativa de identificar al narco como el malo de la historia. Por consecuencia, instituciones como la policía, las procuradurías, los fiscales y las fuerzas armadas, son el bueno de la historia. Lo anterior deja de ser la narrativa a reproducirse en el trabajo cinematográfico del director mexicano Joshua Gil Delgado y quien pudo estrenar en territorio nacional su cinta “Sanctorum” en la edición 2019 del Festival Internacional de Cine de Morelia.

En el sexto trabajo de Joshua Gil (antes de “Sanctorum” había dirigido cinco películas para la televisión), el espectador asiste a una historia fuera del relato convencional. En su película, el ejército deja de ser el ente bueno y justiciero que expulsa al narco abstracto y malvado (o antagonista). Además, a través de una antigua leyenda, los protagonistas de la historia presagian el fin de los tiempos. Se cuenta en lengua Mixe, el regreso de unos poderosos dioses ocultos en los altos y nublados cerros de la sierra oaxaqueña. Ahí mismo, los habitantes de un pueblo originario en vías de convertirse en fantasma, dedican su vida laboral al cultivo de marihuana porque no les queda de otra. Años de olvido y precariedad, los ha empujado al cultivo de la hierba, que eventualmente, acaban traficando hombres armados que en una larga y silenciosa secuencia de la cinta, llevan a cabo la ejecución y desaparición de un grupo de campesinos.

En “Sanctorum”, la línea que divide al mal del bien se vuelve difusa y compleja. Apoyado de una impecable fotografía, un enigmático diseño sonoro ( impresionantes  rugidos panorámicos de los cerros oaxaqueños) y sólidas actuaciones, el enigma va desentrañándose poco a poco. Conforme avanza el metraje, los presagios divinos van cumpliéndose a la par de un conflicto tripartita. Y es que a raíz del horrible crimen, (que a pesar de todo, en la película es perpetrado a la lejanía como si no estuviéramos acostumbrados a ver muertos, cercenados y descabezados en primera plana), las fuerzas malévolas se personifican en los hombres olvidados por los dioses. Ejército y traficantes se confunden para hostigar, desplazar y arrinconar a los habitantes de la comunidad a la que no le queda de otra más que refugiarse en la montaña.

Gracias a la leyenda mixe, y al sentido poético que le imprime su director, “Sanctorum” sostiene su argumento sin caer en el clásico manejo maniqueo del que ha sido objeto la mayoría del cine que aborda al narcotráfico en México. Más bien, la transversalidad del mismo, permite plantear y pensar al tráfico de drogas, el despojo y desplazamiento de los pueblos originarios y la presunta y posible participación del Estado –el ejército en el caso de la película- dentro de la gran realidad nacional de violencia, que a doce años de la “guerra” de Calderón, siguen y seguimos viviendo y padeciendo todos. Eso, es el gran mérito de Joshua Gil al que el Festival de Morelia reconoció con el premio de mejor director además por parte de la prensa especializada, para que el largometraje, fue acreedor del Premio Guerrero de la Prensa a Mejor Película.

Ya no estoy aquí: del exilio al regreso

Aunque menos poética (en el sentido de la imagen-movimiento) y más mainstream (en el sentido de lo que se vende a nivel de salas), “Ya no estoy aquí” de Fernando Frías de la Parra, ejemplifica a su modo, otra consecuencia de la llamada guerra contra el narco. Solo que aquí, la historia nos traslada al norte del país –Monterrey y sus barrios bajos para ser preciso- para contarnos el exilio y regreso de un adolescente perteneciente a la subcultura del chúntaro y las cumbias rebajadas (conocidas como kolombias).

Acompañada de un soundtrack especializado en las ­cumbias de origen colombiano (o villeras), la película narra la historia de Ulises Sampiero y su exilio forzado en Estados Unidos tras verse involuntariamente metido en una ejecución de bandas. Si bien en la cinta jamás queda establecido si los cholos asesinados frente al protagonista son o no traficantes de droga, se intuye a través de su rivalidad con otro grupo, que ambas bandas se disputan el control del territorio. Y es en este punto, donde el trabajo de Frías de la Parra cae –tal vez sin quererlo- en los clichés que permean al cine sobre el narco.

No obstante, y a pesar de mostrar a los rivales como el “típico buchón” o narco de regiones del norte, “Ya no estoy aquí” (también premiada como Mejor Película en el último Festival de Cine de Morelia) se ocupa en la mayoría de sus escenas, de mostrar la travesía de Ulises. Primero como amante de las kolombias (baile y música en conjunto) y después como migrante extraviado en las calles de una Nueva York lejana a su mundo. Mientras que en su barrio es líder de una pequeña pandilla (Los Terkos), y literalmente baila al nivel del Cerro de la Silla, en Estados Unidos, el adolescente apenas si conoce el idioma. Otra vez, los desplazados por la violencia, son quienes deben pagar los platos rotos de una guerra declarada a un enemigo poco claro y complejo.

Si bien “Ya no estoy aquí” es una película más a modo del cine mexicano de las últimas décadas; con sus protagonistas salidos del barrio, con sus entrañables personajes secundarios y chistes que alivianan el drama, su importancia radica en la lenta resignación de Ulises a la nueva realidad que se enfrenta a su regreso. Vemos en la cinta el desgaste de un político, una revuelta social y la pérdida –tal vez para siempre- de la tranquilidad de una pandilla que ya no será más dueña de las calles. Por eso, es destacable que Fernando Frías, elija a la música y las ­kolombias, como la cultura urbana que sirve de farol, ata al protagonista y le da identidad frente aquello que la violencia y el narcotráfico le arrebató en la esquina donde quedaron los cadáveres de sus amigos.

***

Más de una decena de años han pasado desde que Calderón justificó el desplazamiento de las fuerzas armadas bajo la consigna de combatir al tráfico de drogas entendido como un mal social, que desintegraba por disputas territoriales, a la sociedad mexicana y todas sus instituciones. A la fecha el ex presidente sigue defendiéndose por los miles de muertos, desaparecidos y desplazados que dejó a su paso la guerra contra el narco. Y a pesar de ello, poco se ha tratado en la ficción cinematográfica (el documental es otra historia) la transformación social, política y cultural, que dejó a México dicho despliegue de militares, marinos y policías.

Desde entonces las clásicas figuras del narco, han sufrido un lento y progresivo proceso de elevación ficcional y narrativo. Hoy, gracias a las series, películas y otras producciones (principalmente desde el extranjero), aquel campesino que comenzó como traficante de amapola pasó a ser capo, amo y señor de las drogas y el crimen. No así el Estado y sus representantes, que paradójicamente, continúan enunciando y reproduciendo las mismas premisas. La violencia, -dice el fiscal, el gobernador y el comandante de la policía por igual- obedece a la disputa de células delictivas por el control y venta de sustancias ilícitas.

Pienso y quiero pensar, que cintas como “Sanctorum” y “Ya no estoy aquí”, muy a su modo y con sus recursos, pueden ayudarnos a interpretar a la violencia y sus múltiples repercusiones como consecuencias fatídicas de un problema mal enfocado. Si al tráfico de drogas se le pensara más como un asunto de salud pública, y menos como seguridad, estaríamos hablando de la existencia de narrativas distintas. Con su próximo estreno en las salas comerciales y plataformas de streaming, ambas películas estarán abriendo brechas poco exploradas en el cine y la cultura cinematográfica mexicana de los siguientes años.

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