Materia oscura: Autonomics

Edgar Chávez

Hace dos años me sentía en la cima del mundo. Mi fortuna me permitía prescindir de autónomos, mantenía una congregación de lo más granado de la humanidad en ciencias, deportes y artes. Una población de doscientas personas, todas inteligentes, todas bellas, todas comprometidas con algo que llamábamos el renacentismo post-digital. Yo imaginaba esa comunidad como una Atenas moderna, vibrante y colorida, llena de una magia especial que nos hacía disfrutar del contacto constante, la creatividad y el ejercicio físico. Sin autónomos, debíamos cocinar, limpiar, cultivar alimentos, darles mantenimiento a las máquinas, jardines y albercas, dedicando largas horas a la contemplación. Todos estábamos obligados a escribir un poema o un cuento por semana. El ejercicio diario, adicional a las responsabilidades de limpieza y mantenimiento, era a su vez imprescindible. Tocar instrumentos, pintar y hacer artesanías, era casi obligatorio; pero nadie te iba a correr de la comunidad si no sabías tocar la flauta. Era una vida abigarrada, comparada con la vida antes de la última revolución digital.

Recurrentemente recordábamos las fantasías distópicas, como la venerable Blade Runner, en donde los robots cobraban conciencia y estaban en lucha con los humanos. Otras conversaciones llegaban también a los problemas del siglo, los que se pensaba que podrían llevar un terrible sufrimiento a la humanidad, como la contaminación, el calentamiento global, las hambrunas, la desigualdad o la intolerancia religiosa o sexual. Esos problemas del pasado habían motivado soluciones innovadoras. No está de más que también cuente cómo llegamos al punto donde estamos.

Hice mi fortuna con la revolución de la inteligencia artificial y los modelos autónomos. Fue una combinación de suerte y la madurez de muchas tecnologías que anduvieron rondando en busca de integración. Cuando Deep Blue venció a Kasparov en el ajedrez, la humanidad quedó marcada. No habiendo humano que venciera a una máquina, el ajedrez perdió adeptos y las máquinas cobraron interés. Ese era un buen momento para detener su avance. Los teléfonos celulares y las redes sociales también llegaron a su madurez. Está documentada la angustia de quienes perdían por unos segundos su teléfono. Pero creo que estoy mezclando cosas y debo ser más claro en lo que escribo.

Hacia el 2030, cuando lo peor de la pandemia del 2028 había pasado, se publicó la primera novela generada automáticamente. En justo decir que no era estrictamente la primera, hubo varias anteriores, así como hubo otros programas de computadora que jugaban ajedrez. Esta se consideraba la primera porque había ganado un premio Pulitzer, dejando muy lejos a los otros contendientes de ese año. Lo más impactante vendría unos años después, cuando en el comité del premio Nobel se discutió por primera vez, seriamente, la posibilidad de dar el Nobel de literatura a un programa de computadora. El fenómeno tomó a todos desprevenidos. Eran obras de una profundidad y una limpieza que hacían saltar las lágrimas de la emoción. Personajes entrañables, con una calidad humana y una espesura que cautivaban. Los argumentos eran variados, para todos los gustos. Los personajes también. La literatura escrita por humanos era, en comparación, pequeñita, como de ratones asustados ante un gato mitológico. Muchos lo calificaron como el momento Kasparov de la literatura.

Inspirados por el éxito en literatura, los modelos disruptivos profundos produjeron música de una calidad que enchinaba la piel. Instrumentos completamente nuevos, acordes y escalas musicales que nadie podría haber imaginado, contrastes rítmicos y melódicos que aceleraban el corazón. Después de escuchar esas melodías, escuchar otra música tenía un efecto anticlimático, como escuchar la cacofonía de una escuela primaria a la hora de recreo.

Otro elemento que entró a la mezcla fue la generación de gráficos por computadora. Escenas realistas, indistinguibles de fotografías, con todos los elementos ópticos y artísticos necesarios, apareciendo de la nada, de simples parámetros en un modelo disruptivo profundo. Pinturas renacentistas, cubistas, geométricas; en fin, de cualquier escuela de pintura, apareciendo de la nada en grandes plotters manejando pinceles. Estructuras que retaban a la física en modelos arquitectónicos equilibrados, apacibles y, por supuesto, también disruptivos.

Algo que ya no llamaba la atención eran los deep-fakes, videos y audios de supuestos famosos haciendo y diciendo lo que al programador le apeteciera. Eran, desde luego, indistinguibles de videos de personas reales, hasta el mínimo detalle.

Varios artículos en el New York Times, The Guardian y Le Monde, hablaban de la humanidad viviendo el momento Kasparov en todo lo relacionado a las artes. El nicho que se creía invencible, imbatible; lo que les daba la humanidad a los humanos, la inalcanzable sensibilidad y creatividad habían quedado hechas papilla por máquinas que desconocían su propia existencia, por entes que no se podían maravillar de una puesta de sol o de un Rayuela Nebbiolo del Valle de Guadalupe en el norte de México, o de una pizza napolitana o un soufflé de berenjenas con trufas blancas. Un anciano Slavoj Žižek advertía de la trampa de las máquinas, mientras que Byung-Chul Han llamaba a la calma y hacía recordar a todos que, si algo no puede contemplar su creación, no la ha creado. Los ambientalistas hablaban de los millones de toneladas de carbono emitidos para crear una novela o una sinfonía. Los autores humanos eran más ecológicos, aunque fueran de calidad menor.

No tardó mucho tiempo para que un grupo de investigación italiano publicara un algoritmo para cocinar. Platos exquisitos, con texturas y sabores increíbles, obtenidos de ingredientes antes considerados planos y sosos aparecían de la nada. Comenzó la victoria de las papas. Cualquier fuente de carbohidratos, agua y minerales servían como “starter”. El equipo italiano había logrado manipular poblaciones enteras de levaduras, especializándolas para romper las cadenas largas de los carbohidratos en complejos componentes aromáticos. Las texturas eran sintetizadas mediante una manipulación con pulsos ultracortos de láser a lo largo de la fermentación. El resultado estaba más allá de cualquier descripción. Rápidamente le siguieron otros equipos para sintetizar cerveza, vino y alcoholes más exóticos. Unos pocos días era suficientes para tener una bebida que dejaba atrás a un Petrus o a un Vega Sicilia.

Las recurrentes pandemias habían moldeado a la humanidad. Con el noventa por ciento de ella refugiada en sus casas, habíamos aprendido que se puede sobrevivir en esas condiciones, que la renta básica universal era una realidad sin que saltaran los resortes de la economía y que viajar cuatro horas diarias para trabajar atentaba contra el ambiente y contra las libertades humanas más básicas.

Muchos años atrás las redes sociales chupaban la atención de las personas de una manera atroz. La necesidad de identificarse, de notoriedad y de reconocimiento de los pares provocó muchas muertes, buscando la “selfie” perfecta. Muchas rivalidades virtuales fueron llevadas a la vida real y hubo quienes persiguieron con pistolas y cuchillos a quienes los habían ofendido en un juego o en una red social. La llegada del lector de emociones y atención vino a cambiar eso para siempre. Llegó como una especie de Tinder para hacer amigos. Detrás estaba un sofisticado modelo disruptivo profundo que podía saber si estabas distraído, aburrido, interesado, excitado, o cualquier otro estado de ánimo con mucha mayor precisión que una madre viendo a su hijo. Al principio era un poco siniestro; pero rápidamente las personas se acostumbraron y accedían a que sus emociones fueran leídas, lo mismo que accedían a que todos sus datos fueran sabidos por la red social. La red Binder te ayudaba a buscar amigos, los amigos perfectos. Con ellos disfrutabas de cosas semejantes, sabías cuándo era prudente mandar mensajes, te avisaba si tu amigo estaba triste, decaído o necesitado de apoyo. La red sabía además que tú estabas en condiciones de dárselo. Llegaba entonces una discreta notificación y se ponían los dos a conversar. Todo muy distinto a las redes como Facebook en donde tenías miles de supuestos amigos y sólo te importaban dos o tres.

Mi generación fue llamada pandemial, medio en serio, medio en broma, porque nacimos a pocos años de que la primera pandemia de coronavirus atacara la humanidad. En mi adolescencia y juventud el trabajo desde casa era común. Las pantallas inteligentes eran omnipresentes, lo mismo que los sensores de ánimo. Los vehículos autónomos repartiendo comida eran cosa de todos los días. El tráfico había ido disminuyendo consistentemente. La renta universal se había asentado. Cuando entré a la universidad muchos pensaban que la humanidad estaba viviendo sus mejores épocas, estuve sólo un par de años, me salí para fundar Autonomics. Mi contribución fue sencilla, tomé la tecnología madura que existía y la mejoré para convertirla a tiempo real utilizando los recursos ociosos de la red. El kit de desarrollo era open source, cualquiera podía hacer aplicaciones. Ese fue el principio del fin.

Myflix fue el primer servicio personal de entretenimiento. Usando tus datos de Binder generaba capítulos de una serie en donde los personajes, los argumentos, la ambientación y la sonorización eran generadas en tiempo real, al mismo tiempo que eran transmitidas. Todo el contenido estaba generado de acuerdo a tu estado de ánimo. Justamente lo que necesitabas en ese momento para pasar de la angustia a la catarsis terminando con una explosión de alegría. Ver un episodio era una inyección de adrenalina, de endorfinas. Las series no terminaban nunca, las aventuras eran infinitas. El sexo era explícito, velado o inexistente; todo fabricado a tu medida.

Miles de millones de habitaciones unipersonales fueron construidas por la élite en los años siguientes. Todas con un área de ejercicio, una sala con una pantalla, comida deliciosa y nutritiva lista en tu casa, siempre rociada por la bebida que maximizara tu placer. El sistema se encargaba de todo, sólo necesitaba carbohidratos, minerales, agua y electricidad. Las horas de sueño necesarias, el ejercicio justo, la estimulación intelectual necesaria y las series, las interminables series multiplicando tu felicidad. El solipsismo glorificado. Los contactos entre humanos comenzaron a tender a cero, los nacimientos también.

Con la humanidad recluida, los más ricos se volvieron dueños del mundo. Las playas desiertas, las montañas de uso exclusivo y la selva dominada. No duraron mucho, uno a uno fueron cayendo víctimas del opio digital. El torrente sin fin de endorfinas al vivir en un módulo unipersonal era superior al gozo de un atardecer o una vista desde lo más alto del Everest. Mi Atenas también cayó. Fui perdiendo miembros que se extasiaban en los módulos hasta que decidí partir. Estoy desconectado. En unos años la humanidad se habrá extinguido y las máquinas nunca sabrán que produjeron mundos fantásticos. Nunca sabrán siquiera que existieron.


Foto: Andrea González

Edgar Chávez.
Edgar Chávez es originario de Morelia, vecino de Ensenada y es feliz desde 1964, sabe leer, escribir y hacer cuentas.

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