Una de pintores: La ingenuidad de Henri Rousseau

Rafa Flores

Henri Rousseau trabajaba en la aduana de París y le decían el Aduanero. Pintaba los fines de semana y tardaba meses en terminar cada cuadro. Es el pintor naif por excelencia, un ingenuo auténtico, autodidacta, creador de malechuras geniales. Nunca viajó. Pintaba selvas exóticas tomando como modelo las macetas de su casa.

En la imagen vemos su «Gitana dormida». A mí, ese cuadro me conmueve por su ternura y también me da escalofríos; tiene una belleza sobrenatural que no acabo de entender. Es poesía pintada.

Los pintores vanguardistas de la época (principios del siglo XX) lo despreciaban sin entender que estaba creando un estilo. Picasso pensaba que era un chiflado bondadoso. A don Pablo se le ocurrió organizar una cena a manera de homenaje para burlarse de Rousseau y pasar un rato divertido a sus costillas. Secundado por su novia Fernande Olivier y su amigo el poeta Apollinaire, hicieron los preparativos. Picasso limpió su taller de Montmartre, que era un lugar tilichento y sucio, lo adornó con banderitas, ramas de laurel y una gran manta que decía: HONOR A ROUSSEAU.

La noche de la cena el Aduanero llegó con su violín y lo sentaron en la cabecera de la mesa, en un sillón alto que parecía trono. Fernande equivocó la fecha cuando mandó hacer las viandas y llegaron dos días después, por lo que Picasso tuvo que salir de prisa a comprar pan, queso y vino barato a la tienda de la esquina. Hubo intervenciones musicales y discursos que Rousseau escuchó en silencio, con un porte muy digno, pensando que la admiración de aquellos jóvenes artistas era sincera.

Apollinaire leyó un poema destacando virtudes que el Aduanero no tenía, en una parte de ese poema decía: «¿Te acuerdas, Rousseau, del paisaje azteca, de los bosques de mangos y ananás? ¿Te acuerdas de los monos derramando la sangre de la sandía? Los cuadros que pintas en México los viste». La verdad es que Rousseau y Apollinaire jamás estuvieron en México.

El Aduanero, exaltado por las alabanzas que recibía, tomó su violín y ejecutó unas mazurcas. Se hizo la pachanga en grande. Llegaron los vecinos, que también eran pintores bohemios, llegaron noctámbulos de los bares y una cauda de gorrones que se acabaron el queso y los vinos. Para espantar a Rousseau, el poeta André Salmon fingió tener un ataque de delirium tremens; masticó un pedazo de jabón para que le saliera espuma de la boca y se retorció tirado en el suelo. Rousseau corrió para ayudarle y Salmón fingió que se recuperaba por el toque milagroso del Aduanero. Todos lo felicitaron y le cantaron loas. Esa noche Salmon se puso tan borracho que al final él mismo creyó que había tenido un episodio real de delirio y que el buen Rousseau lo había curado.

Ya en la madrugada, después de tanta francachela, el Aduanero cayó en un dulce letargo. Picasso hizo que lo subieran a un coche para llevarlo a su casa. Antes de que el palafrenero arreara los caballos, Rousseau sacó la cabeza por la ventanilla y, a manera de agradecimiento, le grito a su anfitrión:

-¡Ey, Picasso: tú y yo somos los dos pintores más grandes del mundo!

Un ingenuo de pies a cabeza.

Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de el artefacto.

Imagen de portada: «Gitana dormida» de Henri Rousseau.

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