Antropologías migrantes, futuros extraños

David Ramos Castro

Las fronteras son límites, algo que hacemos y que nos hace. Las hacemos con los gestos más dispares, desde los más cotidianos hasta los más solemnes, trazando nuevos mapas e inventando significados. Nos hacen porque con ellas convertimos los espacios en lugares; la fría geometría de las formas en el fuego poético de un hogar. Las fronteras son pues, realidades esenciales para la vida en general y para la de los seres humanos, en particular. Pueden franquearse, impugnarse, cambiarse, anularse, pero nunca aniquilarse porque, en cuanto límites, son necesarias para existir. ¿O no? 

Esa es precisamente la pregunta que formula el Congreso Internacional de Antropología que ha comenzado a celebrarse en La Coruña, España, con el título «¿No hay fronteras?». Del 5 al 8 de este mes, el encuentro contará con 450 comunicaciones, tres conferencias plenarias, presentación de libros y multitud de simposios. Todo ello ofrecerá un amplio panorama de las investigaciones antropológicas que se están realizando tanto a nivel español como internacional. Además, el congreso se avecina este año a Latinoamérica, gracias a las ponencias de inauguración y clausura que ofrecerán, respectivamente, la antropóloga mexicana Rossana Reguillo, con una exposición titulada «Presentes bajo asedio: desafíos para la antropología y el pensamiento crítico»; y la antropóloga colombiana Astrid Ulloa, quien hablará de las «Transiciones energéticas en contextos indígenas». Pero, ante todo, será una cita para pensar en los límites de la antropología desde la propia disciplina, y en sus compromisos con el tiempo tan convulso e incierto que nos toca vivir.    

Los avances tecnocientíficos siempre han tenido mucho que ver con las fronteras, ya que han supuesto modificaciones de límites básicos (geográficos, temporales, económicos, corporales…). Sin embargo, el estado actual de tales avances hace que su relación con ellas sea hoy mayor que nunca. El prefijo «neuro», por ejemplo, es a menudo celebrado con alharacas por las secciones tecnológicas de los medios, que ven en el rubro neuronal un claro indicio de dominio tecnológico y, en él, una demostración de poder irreversible. En cambio, las cuestiones menos triunfalistas de ese franqueo de límites son silenciadas tras el ruido del éxito. Y es que si desayunamos leyendo que los nanorrobots acudirán a reparar nuestras células, almorzamos con el anuncio de que bastarán unos microimplantes cerebrales para curar la depresión (en alza) y cenamos soñando con un futuro cercano que no conocerá la muerte, ¿quién querría acordarse de las dichosas o, mejor dicho, desdichadas fronteras? Semejante borrachera futurista nos deja con un cordel de baba escurriéndose por la comisura de nuestra sonriente y pánfila duermevela. Al despertar, nos ha dado por pensar que un mundo que haya perdido ciertos límites antropológicos tal vez no sea un mundo aumentado, sino un mundo reducido a unas limitaciones insólitas. Una nueva y extraña «jaula de hierro». ¡Horrible cruda!

Hace años que se critica con severidad a la antropología cultural y a los antropólogos. A la antropología, por tener un objeto de estudio desdibujado que, para algunos, resulta un residuo metafísico; a los antropólogos, por haberse enseñoreado de la cultura. Más allá de la justedad o no de algunos de estos reproches, me pregunto por qué se presta mucha menos atención a lo que hace la sociología más positivista, la psicología más entregada al marketing, la economía más neoliberal o, sobre todo en estos días, la unión de las ciencias del comportamiento con la inteligencia artificial. En este último caso, y allende oportunistas titulares de moda, los avances robóticos aparecen como si fueran el producto de certezas inapelables alcanzadas por dichas tecnologías, las cuales, como afirmaba triunfalmente un neurocientífico en una entrevista reciente, «han venido para quedarse». Pero manifestaciones como éstas, ¿no nos cosifican mucho más de lo que la antropología lo haya hecho nunca, negándose a aceptar el valor de nuestras experiencias («¡eso no es representativo!»), esclavizándonos a una lucha por la identidad («¡identifíquese!»), despreciando nuestras distintas y variadas concepciones económicas («¡el mercado es la libertad!»), sospechando permanentemente de nuestros actos («son sesgos cognitivos») o amenazando con destruir impunemente nuestras vidas laborales («eso lo escribe mejor ChatGPT»)?

El antropólogo Clifford Geertz escribió que «una de las ventajas de la antropología en tanto que tarea académica es que nadie, incluyendo a aquellos que la practican, sabe a ciencia cierta qué es la antropología»; básicamente, porque tampoco nadie sabe con exactitud qué pueda ser la cultura. Pero ¿sabe mejor el ingeniero robótico lo que es la inteligencia de lo que lo ignora el neurocientífico? Para estudiar la vida, la biología se fija sólo en una parte de la expresión vital. Ello no agota la vida, desde luego, pero le basta a la biología para legitimar su proceder. ¿Por qué habría de ser distinto en el caso de la antropología cultural? Ella también estudia ciertos ángulos de eso que llamamos cultura, sin extinguir por ello la vida cultural ni perder su legitimidad disciplinaria. Pero lo que hay detrás de la reflexión de Geertz es un escollo que no tiene tanto que ver con lo disciplinario cuanto con la constante y cansina discusión acerca de la cientificidad de la antropología cultural, algo sobre lo cual el autor de La interpretación de las culturas mostraba un comprensible hastío: «Llámenlo un estudio si les place, una búsqueda, una investigación». Unas palabras que, al ponerlas en negro sobre blanco, me recordaron otras que me dijo la profesora María Cátedra, sabia maestra de la antropología en España, cuando codirigía mi tesis doctoral: «Lo más importante que aprendemos los antropólogos es a hablar con la gente». 

No se trata, pues, de ahorrarle críticas a la disciplina ni de incensarla con heroísmos etnográficos fabulosos, sino de plantear que, gracias a esa indefinición de su objeto de estudio (indefinición que muestran, insisto, otras disciplinas respecto de los suyos), la antropología puede lograr una riqueza semántica mayor y volver lo indefinido una de sus ventajas. Por otra parte, la tenaz brega que sostiene con sus propios límites es también una consecuencia directa de aquello que estudia, pues las fronteras no dejan de cambiar entre los seres humanos y sus contextos bioculturales; además, es asimismo la expresión de un dilema más íntimo que se pregunta si la antropología debe reconocerse finalmente en el modelo de las ciencias naturales o si, por el contrario, ha de conservar el espíritu de una ciencia humana con voz propia. Lévi-Strauss lo vio con claridad cuando señaló que el presentimiento de amenaza que mostraba la antropología ante este dilema era acertado, pues «toda definición correcta del hecho científico tiene por efecto empobrecer la realidad sensible y deshumanizarla así». 

A mediados de los 90, el antropólogo José Antonio Fernández de Rota nos recordaba en un artículo titulado «Límite y cultura: el contenido de una forma» que, en virtud de los límites, podemos experimentar el espacio, el tiempo o la propia actividad científica, la cual recurre sin cesar a metáforas espaciales y de temporalidad en su quehacer. Asimismo, destacaba que el límite –que no es ni espacio ni tiempo– nos ofrece un recurso para dinamizar lo estático, como demuestran los llamados ritos de paso, que no sólo presentan una geometría visible de lugares acotados por puertas, altares, paredes, árboles, linderos…, sino que inventan una poética invisible del tiempo que se filtra a través de umbrales que atravesamos sin ver inmediatamente sus resultados, pues, aunque baste un paso para perder la juventud, hará falta una vida entera para envejecer. Guiada por esta relación con el límite que la antropología aprendió a detectar fuera de sí, hoy es ella la que anima su propio proceso de interrogación y cambio. Se trata del retorno de una antigua oposición entre la estructura y el movimiento, entre la historia como ciencia y la historia como conciencia del tiempo vivido. Las fronteras por las que pregunta el título del congreso no son otras que las que topa la antropología fuera de ella misma, al realizar su trabajo en territorios que mudan la piel cada vez más deprisa; o las que halla en su interior, cuando discute los nuevos límites de su objeto y su saber. 

Pero mientras la antropología piensa en fronteras, el actualizado panorama neopositivista rechaza las limitaciones. Encastillado en una defensa de la certeza, nos deja, sin embargo, a expensas de la manipulación e inmersos en el empobrecimiento sensorial del mundo al que aludía Lévi-Strauss. Sin duda, las nanotecnologías, las biotecnologías, la informática del big data, el cognitivismo o la inteligencia artificial nos sorprenden con sus avances específicos –aunque ya de por sí limitados–, pero a su vez nos abandonan a nuestra suerte en lo que atañe al resultado de los cambios y desiertos que abren en el tejido significativo de lo vivo. Cabría esperar que las ciencias humanas y sociales se propusieran mitigar esta «tecnocolonización». Por el contrario, varias de ellas acuden a su llamado y la aceleran, aspirando además a lucrarse con la financiación que corre a raudales en su dirección, mientras abandonan el estudio de los matices, significados y rumbos del vivir históricos y descuidan la crítica al oscuro porvenir que se cierne sobre las democracias, las personas, el planeta o la vida. ¿¡Cómo no defender, entonces, que la antropología sea aún capaz de oponerle a nuestro poder interrogantes que nos resitúen!? 

Del otro lado de esa «tecnovida feliz», hay una época muy distinta y una crisis radical de proporciones descomunales. Pandemias, guerras y neomáquinas –algunas convertidas en «necromáquinas», que diría la antropóloga Rossana Reguillo– dirigen a la humanidad a desafíos cruciales. ¿Cabe que la antropología eche más certezas al fuego o que, por el contrario, combata el potencial descontrol de las llamas practicando una duda prudente? La indefinición de la antropología no es el estigma de una ciencia inválida que pide un trato indulgente con el error, sino una señal de madurez y un acierto para estos tiempos extraños de candela en los bosques, neoliberalismo ultra en los parlamentos y fanática musculatura en las calles. Ante un mundo repleto de fronteras, negadas unas, positivadas otras, la antropología prefiere recorrer, preguntar y cuestionar. En los límites cambiantes de nuestra especie, la indefinición antropológica, yendo de un lugar a otro, de una frontera a la siguiente, revela la continuidad de nuestro relato como seres fronterizos; pero las nuevas fronteras que aún hayan de nacer serán temporales o no serán humanas. Más allá de sus confines, sólo es una nueva y desconocida totalidad la que nos amenaza hoy con imponerse: la de una jaula tecnopolítica donde cada cual ya no sea capaz de percibir siquiera la miserable estrechez de su propio cautiverio, y muera creyendo que vivió.

David Ramos Castro

Antropólogo, escritor y poeta. Es Doctor en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid. Sus escritos se centran en el análisis simbólico del capitalismo a través de temas que incluyen los regímenes de visibilidad, el cuerpo o la incidencia social de la tecnociencia y el transhumanismo.

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