Confesiones y arrebatos I: de Sinsabores y Sinembargos

Noé Almáguer Zúñiga

Estos días han sido así: un desfile de tiernos ocasos, como fugaces muertes en colores pastel, como si una perfumada cobija para lactantes estuviera tendida sobre el cielo e intentara así disimular -con sus tonos y bálsamos- que la vida recién acabada de nacer con el alba, que la aventura apenas empezada, estaba ya expirando. Porque todo lo que recién nace tiene ya sus días contados. Es el estigma de vivir: que apenas venimos al mundo y ya estamos encaminándonos al otro. Llegar y regresar por donde vinimos sucediendo al mismo tiempo.

Siempre he sido un recordador de mierda, pero nunca lo había sido tanto como en estos últimos días. La nostalgia me acosó sin cuartel hasta que revivir mi infancia, mi juventud, mis amores, mis aventuras, mis amigos y mi familia se tornó una tortura a conciencia. Y así el acto de rememorar pasó de ser una distracción a una posesión luciferina. 

Y mientras la añoranza, producida por mi nostalgia, escupía a mi presente caí en cuenta, como si hubiera tomado conciencia de la capacidad de mis manos, de la cualidad ubicua de la muerte. Y, a su vez, me embargó la certidumbre de mi fin, con una abigarrada sensación de inmediatez que se sostenía en nada. 

Después de ésto, querer hacer todo lo que quiero hacer por el resto de mis días se volvió algo absurdo: parece que al final en realidad no hay tiempo para cumplir los sueños –¡G. del Toro nos mintió, raza!– y sólo cabe espacio para elegir, lamentar todo lo que descartamos al momento de elegir e intentar vivir, sobrevivir o morir con ello, como dijo –con otras palabras– David Foster Wallace –un escritor, que por cierto se suicidó–.

Ahora –aunque parece que todo está zanjado, que el sentido es un reducto de infelicidad y pesimismo–, la verdad es –una parte de ella, mi parte–, por más que la memoria evoque oscuridad y que el panorama esté infestado de nubarrones, que la humanidad hemos inventado la esperanza como herramienta milenaria para no sucumbir a los marismas cenagosos del desasosiego histórico, colectivo e individual. 

La mayoría somos tan optimistas –al menos lo suficiente– que, a sabiendas de la sarta de madrazos que prospecta la permanencia aquí, seguimos habitando la vida. 

A la esperanza nos sujetamos, nos abrazamos, nos aferramos con mansedumbre, con resignación, con optimismo, con agobio, con hastío, con desesperación, con ganas de soltarnos. Y aunque algunos la suelten, seguimos prendidos a ella. 

Detenernos a mirar un cielo que aparenta estar sacada de la mano de un pintor prolijo no nos ahorra fatalidades. Ellas son de las mayores constantes estando aquí. 

Y ante estas insistentes desdichas, las circunstancias nos proveen –casi siempre– con las armas del Sin embargo, del A pesar de, del Aunque y los engañosos peros.

Podríamos reducir este ajuste de cuentas entre nosotros y las consecuencias de vivir a una batalla campal entre Sinsabores y Sinembagos. Una guerra a la que acudimos para ganar, aun a conciencia de que vamos a perder. 

Y a pesar de, un Sinembargo, –apoteótico y tenaz– estará a la espera para blandir la espada. 

Imagen de portada: Noé Almáguer.



Noé Almaguer Zúñiga

Originario de Irapuato. Estudió en la facultad de Literatura y lenguas hispánicas. Radica actualmente en Morelia, Michoacán. Se dedica a la gestión cultural por medio de la labor libresca, intenta no dar pataleadas de ciego en el campo de la creación literaria. Amante de la novela negra y lee con devoción a Roberto Bolaño y Leila Guerriero. A partir de ahí siente el compromiso de mirar agudamente y narrar lo visto. No disfruta escribir pero sí cuando termina de hacerlo.

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