Cuento de hadas suburbano

Katherine Mansfield

El señor y la señora B. estaban almorzando en el confortable comedor decorado en rojo de su “cómoda chocita a solo media hora de la ciudad”.

Había un buen fuego en la chimenea —ya que el comedor era también cuarto de estar—, las dos ventanas que daban al trozo de jardín, frío y desmantelado, estaban cerradas y olía gratamente a huevos con tocino, a tostadas y a café. Ahora que aquello del racionamiento quedaba prácticamente liquidado, el señor B. había hecho cuestión de honor el comer hasta hartarse antes de afrontar los manifiestos azares de cada día. Y no le importaba que se supiera; en cuanto al almuerzo, era un auténtico inglés. Había de almorzar, pues de no hacerlo se derrumbaba. Y no fuera usted a decirle que aquellos muchachos del continente tenían que realizar hasta media mañana un trabajo como el suyo con solo un bollo y una taza de café; resultaría que usted no sabía lo que se decía.

El señor B. era un hombre robusto y juvenil que no había podido —mala suerte— mandar a paseo su trabajo e ingresar en el ejército. Durante cuatro años estuvo buscando algún otro que ocupara su puesto, pero no pudo ser. Estaba sentado en la cabecera leyendo el Daily Mail. La señora B. —un cuerpecillo juvenil, pequeño y regordete, algo así como una paloma— se atusaba el plumaje sentada enfrente tras la cafetera y vigilaba con ojos cariñosos al pequeño B., que, fajado en la servilleta, ocupaba su sitio en el comedero entre los dos y en aquel momento golpeaba el extremo de un huevo pasado por agua.

Pero, ¡ay! El pequeño B. no era de ningún modo ese niño que todos los padres tienen perfecto derecho a esperar. No era una criatura rolliza, ni un rollo de manteca, ni nada que estuviera diciendo cómanme. Poco crecido para su edad, tenía las piernas como fideos, las manos menuditas, las uñas finuchas, el pelo tan suave al tacto como el de un ratón y los ojos muy grandes y muy abiertos. Por una causa ignorada, todo en la vida sentaba mal al pequeño B., resultándole demasiado grande y demasiado cruel. Todo le dejaba sin alientos. Y en cuanto el viento no soplaba de popa, su endeble velamen quedaba lacio y él boquiabierto y asustado. El señor y la señora B. eran impotentes para evitarlo. Solo podían recogerlo después que el percance se había producido e intentar ponerlo en marcha de nuevo. La señora B. lo quería como se quiere solo a los niños enfermizos, y cuando el señor B. se acordaba de aquel chicuelo tan estupendo que él fue, cuando se acordaba de aquel diablillo revoltoso que él fue… ¡Contra!, pues…

—¿Por qué no hay huevos de dos clases? —preguntaba el pequeño B—. ¿Huevos pequeñitos para los niños, y huevos grandotes como éste para las personas mayores?

—Liebres escocesas —leyó el señor B.—. Magníficas liebres escocesas a cinco chelines y tres peniques cada una. ¿Qué tal, chica, si compráramos una?

—Sería una variación muy agradable, ¿verdad? —opinó la señora B.—. Estofado de liebre.

Y se miraron el uno al otro a través de la mesa como si flotara entre ellos la liebre escocesa en su sabrosa salsa, con albóndigas rellenas y un blanco tarro de mermelada de pasas de Corinto para hacerle compañía.

—Podríamos encargarla para el fin de semana —opinó la señora B.—, pero el carnicero me ha prometido un solomillo tan rico, que sería una pena… sí, lo sería, y sin embargo… Ay, querido, resulta muy difícil escoger. La liebre podría resultar una novedad tan…, por otra parte, ¿no te tentaría un solomillo bueno de verdad?

—Y sopa de liebre, además —arguyó el señor B., tamborileando con los dedos en la mesa—. La mejor sopa del mundo.

—¡Oooh! —gritó el pequeño B. tan de improviso que les hizo estremecerse—. ¡Miren cuántos gorriones se han posado en nuestro jardín! —y agitando la cuchara, gritó de nuevo—. ¡Miren, mírenlos!

Mientras lo decía, aunque las ventanas estaban cerradas, oyeron un estruendoso y penetrante pío, pío que venía de fuera.

—Sigue almorzando como lo debe hacer un buen chico —dijo la madre.

Y el padre añadió:

Ocúpate de tu huevo, chiquitín, y no lo pierdas de vista.

—Pero, ¡miren, miren cómo saltan! —gritaba—. No se están quietos ni un momento. ¿Será que tienen hambre, papá?

Chik—a—chip—chip—chik, chillaban los gorriones.

—Será mejor dejarlo para la semana próxima —dijo el señor B.—. Confiaremos en tener la suerte de encontrarla todavía.

—Sí, quizá sea lo más sensato —corroboró la señora B.

Él encontró aún otra ganga en el periódico.

—¿No has comprado todavía dátiles de esos de racionamiento?

—Sí, ayer pude conseguir dos libras —dijo la señora B.

—Eso es, un budín de dátiles es cosa buena.

Y se miraron el uno al otro a través de la mesa, como si entre ambos flotara el budín obscuro y redondo, cubierto de salsa cremosa.

—Sería una variación muy agradable, ¿verdad? —exclamó la señora B.

Fuera, sobre la hierba grisácea y helada, los alegres y vivaces gorriones saltaban y revoloteaban. No se estaban quietos ni un momento. Chillaban, agitando sus alas desmañadas, y el pequeño B., que había terminado el huevo, se levantó, llevándose el pan con mermelada para comérselo junto a la ventana.

—Podíamos darles unas migas, papá. ¿Puedo abrir la ventana y echarles algo? Déjame, papá.

—No seas pesado, hijo —exclamó la señora B.

—No puedes abrir ventanas, chiquitín. Te degollarías con ellas —añadió el padre.

—Pero tienen hambre —imploraba el pequeño B.

Y las vocecillas de los gorriones eran como el tintineo de menudos cuchillos al ser afilados.

Chik-a-chip-chip-chik.

El pequeño B. dejó caer su pan con mermelada dentro del jarrón de porcelana que estaba delante de la ventana, y se deslizó tras la cortina para ver mejor. Mientras que el señor y la señora B. seguían leyendo lo que se podía comprar sin cupones; pasado mayo se acabarían para siempre las cartillas de racionamiento. ¡Qué hartazgo de queso!, ¡qué hartazgo! Quesos enteros giran en los aires entre ellos como cuerpos celestes.

Y de pronto, mientras el pequeño B. estaba mirando sobre el prado grisáceo y helado a los gorriones, estos crecieron y se transformaron, sin dejar de aletear y de chirriar. Se convirtieron en chiquillos diminutos con capotitos pardos, que saltaban y se agitaban allí fuera, delante de su mismísima ventana, gritando:

—¡Danos algo de comer, danos algo de comer!

El pequeño B. tuvo que asirse con ambas manos a la cortina.

—¡Papá! —murmuró—. ¡Papá! Si no son gorriones. Son muchachitos. ¡Óyelos, papá!

Pero el señor y la señora B. no querían oír nada.

—¡Mamá! —rogó de nuevo—. Mira los muchachitos. No son gorriones, mamá.

Nadie hacía caso de sus necedades.

—Tanto como se habla del hambre —exclamó el señor B.—. Es una farsa, un engaño.

Con sus pálidos rostros afilados danzaban los chiquillos agitando los brazos bajo sus grandes capotes.

—¡Danos algo de comer…! ¡Danos algo de comer!

—¡Escucha, papá, escucha! —murmuraba B.—. Mamá, óyelos, por favor.

—Pero qué alboroto están armando esos pájaros —exclamó la señora B.—. Nunca he visto cosa igual.

—Tráeme los zapatos, muchacho —ordenó el señor B.

Chik—a—chip—chip—chik, chillaban los gorriones.

—¿Dónde se ha metido ese niño? Ven a terminar tu rica taza de cacao, cariño —decía la señora B.

—Anda, sal, perrito bonito —dijo el señor B. alzando el pesado tapete.

Pero allí no había ningún perrito.

—Está detrás de la cortina —dijo ella.

—No suele salir nunca de la habitación —añadió él.

La señora B. se dirigió a la ventana, seguida del señor B., y ambos miraron hacia fuera. Ante ellos, sobre la hierba grisácea y helada, minúsculos chicuelos de rostros pálidos, muy pálidos, agitaban sus brazos como alas y el más pequeño de todos, el más flaquito, era el pequeño B. Sus padres podían oír su voz por encima de las voces de todos los otros.

—¡Danos algo que comer! ¡Danos algo que comer! Sin saber cómo, abrieron la ventana.

—¡Venid a comer! ¡Todos! ¡En seguida! ¡Y tú, nuestro chiquitín! ¡Tú, nuestro hombrecito!

Pero era demasiado tarde. Los niños se habían transmutado en gorriones nuevamente y no podían oírles ya. Habían salido volando hasta perderse de vista.

Imagen de portada: Imagen de Gabi en Pixabay


Katherine Mansfield. Kathleen Beauchamp (Nueva Zelanda, 1888-Francia, 1923)

Narradora neozelandesa que cultivó la novela corta y el cuento breve, convirtiéndose en una de las autoras más representativas del género. A pesar de pertenecer cronológicamente al grupo constituido por autores como James Joyce, D. H. Lawrence, Virginia Woolf y E. M. Forster, quienes liquidaron el conformismo victoriano sobre las pautas trazadas por el Lord Jim de Joseph Conrad, Mansfield representa un caso aparte en la literatura anglosajona de la época, pues, de forma análoga a la del ruso Antón Chéjov, supo captar la sutileza del comportamiento humano.

Pasó la mayor parte de su infancia en Yarori, pequeña ciudad situada no lejos de Wellington, y a los catorce años fue enviada a Inglaterra, donde frecuentó el Queen’s College de Londres. Luego volvió, en 1906, a Nueva Zelanda. Ya cuando niña empezó a manifestar un talento vivo y la conciencia de una libertad moral que habían de imprimir en su obra narrativa el sello de una profunda originalidad. 

Después de haber permanecido en el hogar durante dos años, obtuvo de su padre una modesta asignación que le permitió residir de nuevo en Londres, siquiera pobremente. En 1909 contrajo matrimonio con George Bowden, de quien muy pronto se divorciaría, y dos años más tarde publicó su primer libro de narraciones, In a German Pension (1911), revelador de una personalidad compleja y de difícil definición, así como de un estilo original en el que se advierten acusadas influencias de Chéjov. 

Las sucesivas colecciones de cuentos, Felicidad (1921), Garden-Party (1922), La casa de muñecas (1922) y El nido de palomas y otros cuentos (1923), la impusieron rápidamente a la atención de la crítica y del público como uno de los mayores talentos narrativos de la época. En 1918 se unió al célebre crítico inglés John Middleton Murry, que escribiría una de sus más cariñosas biografías (1949); sin embargo, este vínculo resultó asimismo tempestuoso, y conoció frecuentes y prolongadas separaciones. 

Junto a John permaneció Mansfield hasta el final en Francia, donde su nombre llegó pronto a ser famoso en los círculos literarios, sobre todo por su amistad con F. Careo; y bajo el sol meridional buscó remedio a la tuberculosis, que, no obstante, truncaría su existencia a los treinta y cinco años, en el apogeo de la madurez artística. 

Se ha dicho que, como ocurrió con Keats, la sutil dolencia padecida por Mansfield puede considerarse una de las razones de su particular visión del mundo, dominada por una sensibilidad finísima que la inclina a entregarse con todas sus fuerzas al instante presente, que la escritora analiza con una vigilancia y una seguridad extremadas. Ello dio a su Diario (1933) y a sus cartas (The Letters of K. M., 1934), textos publicados póstumamente, y también a su poesía y a su obra narrativa, el carácter singular fruto de una compleja e interesantísima personalidad de mujer y escritora.

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